Hace unos años, caminando con mi mujer por la Habana Vieja –española mi pareja y cubano yo-, nos perdimos sin querer por el barrio de San Isidro. Cuando nos dimos cuenta de dónde estábamos, ya era demasiado tarde para disfrutar relajados del paseo. La angostura de las calles y el destartalamiento general de todo aquello nos sobrecogió de tal manera que comenzamos a buscar una salida, con el paso apurado, tomados de la mano siempre, y el corazón latiendo a una velocidad de vértigo.
No era el desastre visual lo que más nos expulsaba de ese entorno, sino las miradas frías de la gente local, recostadas a las paredes como si el tiempo comenzara y terminara por ese entorno, como si nuestra intrusión en el sitio no tuviera perdón de Dios. Siendo yo un nacional, capitalino, me parecía excesivo sentirme fuera de lugar y con tanto miedo. Mi mujer, recuerdo, no decía nada; solo se limitaba a canalizar el susto estrujándome los huesos de mi mano.
Cuando salimos a la zona turística, al cascarón maquillado donde psicológicamente la seguridad está al alcance de los dedos, pude pensar. Llegué a la certeza de que nunca antes de salir de Cuba había pisado las calles de San Isidro, en principio porque el destino no me había llevado hasta entonces y también porque aquel entorno no formaba parte de mi vida.
Pero allí, entre otros barrios “calientes” de la capital, se desarrolló el eje social más pesado de nuestra ciudad en los primeros años del siglo XX.
No por casualidad fue escenario de una obra de teatro antológica del repertorio nacional: Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe, versionada a lo largo del tiempo por grupos muy diferentes estéticamente. Jamás olvidaré, por otro lado, la pasión con la que seguimos en la Facultad de Periodismo la serie dominical Yarini: la guerra de las portañuelas, en las páginas de Juventud Rebelde, una investigación histórica de Leonardo Padura.
El más famoso proxeneta habanero tentó ahora al director de cine Ernesto Daranas. Con su ópera prima Los dioses rotos, él quiso traer a la actualidad la verdadera historia del chulo de San Isidro, mezclada con un argumento paralelo para demostrar, según parece ser su tesis, que el proxenetismo es igual de figurativo en la Cuba “revolucionaria” presente. Pero se pilló los dedos con la puerta. Anoche, mi mujer y este cronista vimos el filme con bastante decepción. Si bien están estupendamente recreadas – a nivel fotográfico- las atmósferas claroscuras, decadentes y sórdidas de la Habana Vieja, y esto le ofrece cierto entretenimiento visual a la obra, por otra parte la película adolece de dos aspectos fundamentales en un largometraje: narrar una historia y buenas interpretaciones.
El filme está repleto de personajes que jamás evolucionan ni se delinean bien, como una galería de maniquíes estáticos que sujetan una pieza de ropa, personajes, como el de la empresaria mexicana-cubana o el del padrino remendón de ruedas de bicicletas, que están impuestos para dar un mayor enramado a una historia que no está bien desarrollada. Al cabo de una hora y cuarto sentados en el sofá, merendándonos una enorme tableta de chocolate, el filme continuaba en el mismo punto de partida, jugando visualmente con la sensualidad del mestizaje cubano, con el estereotipo gestual de la chulería, bastante mal interpretado, por cierto. Sin embargo, y esto es lo que más me asombra, la película tuvo una crítica muy positiva en la Isla.
Esto me lleva a pensar que han funcionado otros estímulos extra artísticos. El elogio ha sido rotundo, no solo de la prensa nacional, sino, además, del público. Yo que he formado parte de ese público durante la mayor parte de mi vida, desde la distancia puedo añadir que, estando allí, aplaudimos más la valentía de tocar un tema peliagudo para el gobierno, aun cuando las cosas no están dichas del todo. Sé perfectamente, porque lo he vivido en carne propia como redactor de prensa allí, que muchas veces con el entrelineado nos basta para auto complacer nuestros deseos de expresión.
Es una pena que se haya tirado por la borda una tan buena idea: el paralelismo de dos épocas en una historia que parte de la realidad, que daba mucho juego como suspense, pero la dramaturgia aquí estuvo al servicio del recreo audiovisual. Apenas hubo dramaturgia.
Desde dentro, el público no puede ver las fallas más que evidentes del filme de Daranas. Es más necesario, más urgente, el festín, el hedonismo en el que estamos envueltos y nos persigue donde quiera que vamos. Me gustaría salvar la actuación de Amarilys Núñez (en la foto de arriba) muy a pesar de su simple personaje, el de la empresaria que vende todo y se enamora del proxeneta.
Cuando la vi en pantalla supe que conocía ese rostro. Esos ojos. Ese carácter. Esa excelente madera histriónica, en fin. Me tuvo inquieto toda la madrugada revisando mis recuerdos de la escena cubana. La encontré tarde, pero la encontré. Y fue en las tablas de un teatro donde terminé de armar el puzle.
Un hallazgo balsámico. Válgame esa diosa.
No era el desastre visual lo que más nos expulsaba de ese entorno, sino las miradas frías de la gente local, recostadas a las paredes como si el tiempo comenzara y terminara por ese entorno, como si nuestra intrusión en el sitio no tuviera perdón de Dios. Siendo yo un nacional, capitalino, me parecía excesivo sentirme fuera de lugar y con tanto miedo. Mi mujer, recuerdo, no decía nada; solo se limitaba a canalizar el susto estrujándome los huesos de mi mano.
Cuando salimos a la zona turística, al cascarón maquillado donde psicológicamente la seguridad está al alcance de los dedos, pude pensar. Llegué a la certeza de que nunca antes de salir de Cuba había pisado las calles de San Isidro, en principio porque el destino no me había llevado hasta entonces y también porque aquel entorno no formaba parte de mi vida.
Pero allí, entre otros barrios “calientes” de la capital, se desarrolló el eje social más pesado de nuestra ciudad en los primeros años del siglo XX.
No por casualidad fue escenario de una obra de teatro antológica del repertorio nacional: Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe, versionada a lo largo del tiempo por grupos muy diferentes estéticamente. Jamás olvidaré, por otro lado, la pasión con la que seguimos en la Facultad de Periodismo la serie dominical Yarini: la guerra de las portañuelas, en las páginas de Juventud Rebelde, una investigación histórica de Leonardo Padura.
El más famoso proxeneta habanero tentó ahora al director de cine Ernesto Daranas. Con su ópera prima Los dioses rotos, él quiso traer a la actualidad la verdadera historia del chulo de San Isidro, mezclada con un argumento paralelo para demostrar, según parece ser su tesis, que el proxenetismo es igual de figurativo en la Cuba “revolucionaria” presente. Pero se pilló los dedos con la puerta. Anoche, mi mujer y este cronista vimos el filme con bastante decepción. Si bien están estupendamente recreadas – a nivel fotográfico- las atmósferas claroscuras, decadentes y sórdidas de la Habana Vieja, y esto le ofrece cierto entretenimiento visual a la obra, por otra parte la película adolece de dos aspectos fundamentales en un largometraje: narrar una historia y buenas interpretaciones.
El filme está repleto de personajes que jamás evolucionan ni se delinean bien, como una galería de maniquíes estáticos que sujetan una pieza de ropa, personajes, como el de la empresaria mexicana-cubana o el del padrino remendón de ruedas de bicicletas, que están impuestos para dar un mayor enramado a una historia que no está bien desarrollada. Al cabo de una hora y cuarto sentados en el sofá, merendándonos una enorme tableta de chocolate, el filme continuaba en el mismo punto de partida, jugando visualmente con la sensualidad del mestizaje cubano, con el estereotipo gestual de la chulería, bastante mal interpretado, por cierto. Sin embargo, y esto es lo que más me asombra, la película tuvo una crítica muy positiva en la Isla.
Esto me lleva a pensar que han funcionado otros estímulos extra artísticos. El elogio ha sido rotundo, no solo de la prensa nacional, sino, además, del público. Yo que he formado parte de ese público durante la mayor parte de mi vida, desde la distancia puedo añadir que, estando allí, aplaudimos más la valentía de tocar un tema peliagudo para el gobierno, aun cuando las cosas no están dichas del todo. Sé perfectamente, porque lo he vivido en carne propia como redactor de prensa allí, que muchas veces con el entrelineado nos basta para auto complacer nuestros deseos de expresión.
Es una pena que se haya tirado por la borda una tan buena idea: el paralelismo de dos épocas en una historia que parte de la realidad, que daba mucho juego como suspense, pero la dramaturgia aquí estuvo al servicio del recreo audiovisual. Apenas hubo dramaturgia.
Desde dentro, el público no puede ver las fallas más que evidentes del filme de Daranas. Es más necesario, más urgente, el festín, el hedonismo en el que estamos envueltos y nos persigue donde quiera que vamos. Me gustaría salvar la actuación de Amarilys Núñez (en la foto de arriba) muy a pesar de su simple personaje, el de la empresaria que vende todo y se enamora del proxeneta.
Cuando la vi en pantalla supe que conocía ese rostro. Esos ojos. Ese carácter. Esa excelente madera histriónica, en fin. Me tuvo inquieto toda la madrugada revisando mis recuerdos de la escena cubana. La encontré tarde, pero la encontré. Y fue en las tablas de un teatro donde terminé de armar el puzle.
Un hallazgo balsámico. Válgame esa diosa.
1 comentario:
Tremendo comentario!, todo el mundo dice que es " un tronco de pelicula", pero no es eso, es lo que tu dices, nos dejamos llevar por lo que yo " el esplendor de la miseria"> Hoy descubri tu blog. Muy bueno!
Publicar un comentario