jueves, 14 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) III



Bajamos a socializarnos, al menos con el hombre que debía estar detrás de la barra del bar. Siempre pienso que es un hombre quien está ahí. Un tipo amable, sonriente y con deseos ocultos de que alguien le cuente la mitad o su vida entera.
Mientras descendíamos por las escaleras –dentro de un ascensor no se ve nada-, elucubré la charla informal con el tipo del bar. Él nos pondría al corriente de la vida en la zona, la historia del hotel, las ventajas o desventajas de vivir en las inmediaciones de un pueblo como Begur que no es pesquero sino hotelero. Allí se trabaja duro durante el buen tiempo y, con la recaudación, se tira el invierno prácticamente puertas adentro. En invierno estamos. El Parador no cierra porque siempre hay algunos agentes de negocios cercanos en la zona que necesitan alojamiento, y también poca, muy poca gente alternativa que llega bajo la lluvia con los tobillos y otras articulaciones heladas, gente aventurera, vacacionistas de los que ven en la distancia un lugar donde escapar de la rutina. Mi mujer y yo éramos dos de ellos, pero ese cuento no se lo cree nadie.
Estoy casi seguro de que la muchacha de la recepción pensó que éramos dos amantes ocasionales. Aunque me veo bien –según dicen-, se nota que le llevo algunos años a mi mujer. Los hoteleros, negociantes al fin y al cabo, suelen ser discretos, pero tienen ojos y son curiosos como cualquier persona. Había una oferta para menores de 35 años que hacía un descuento importante. Incluía una noche en habitación doble y desayuno continental. La chica no sabía cómo averiguar si podíamos acogernos a la oferta. También tenía la opción de no informarnos y se ahorraba el mal trago. Lo cierto es que nos preguntó sin muchos rodeos y con muy buenos modales:
-¿Qué edad tienen, si no les sabe mal decirme?
-¿Qué edad aparentamos?-intervine rápido con buen sentido del humor, desconcertado ante la pregunta?
La joven se sonrió. Luego nos explicó lo de la oferta. Mi mujer pronunció un número:
-33.
El número que los doctores te piden que pronuncies mientras te auscultan. Ese 33 me sonó triunfal. A mí me va bien tener la edad que tengo, sobre todo si llevo al lado a alguien con amplias posibilidades de clasificar en la mayoría de las encrucijadas de la vida.
-Esta noche te haré una fiesta, mi amor-me dirigí alardosamente a mi mujer.
La recepcionista volvió a sonreír y fue cuando entendí su sospecha errónea. “Estos dos están tirando una cana al aire y han escogido un temporal para darle más emoción a su fiesta. Él debe tener dinero y ella debe ser su amante. O quizá no, quizá simplemente se atraen. ¡Él le debe estar enseñando cosas propias de su experiencia y ella le debe estar insuflando una cuota de atrevimiento tremenda!”, debió pensar.
Es curioso cómo estas cosas se pueden pensar en breves minutos. Mientras bajábamos las escaleras, los dos tomados de la mano como las gaviotas aquellas que disfrutaban de un espacio vacío, sentíamos el mundo al alcance de la vista aunque este asidero estuviera enmarcado en 24 horas, de momento. Un hotel inmenso a nuestros pies. Salones bien decorados, minimalistas y elegantes. Aletargados, durmientes, esperando la oportunidad de que alguien calentara esos muebles escépticos en invierno. Muebles impolutos, tan esterilizados por la soledad que no parecían utilitarios.
Había una tienda de suvenires atendida por una señora que moría de aburrimiento. Había salones flexibles que, en su momento de mayor ocupación, servían lo mismo de bar que de sala de lectura y recepción de amigos. ¡Y había una barra!, detrás de una pared de carga, escondida aunque elegantísima. Todo madera dura, pulida. Las botellas meticulosamente colocadas por orden genérico dentro de un armario con puertas traslúcidas. Una cafetera exprés limpia hasta más no poder. Encima del mostrador, un cartel pequeño hecho en plástico grabado también transparente y enmarcado en madera fina. Decía lo siguiente:
Enseguida regresamos
Con tanta confianza en nosotros, que andábamos al libre albedrío sin haber pagado algo todavía –en los hoteles serios se paga la habitación cuando el cliente se marcha-, pensé que incluso podría dar la vuelta a la barra y servirme yo mismo, que mi palabra y la de mi mujer bastarían para hacer cuentas del tipo que fueran. Se acercaba la hora del almuerzo –sigo pensando en cubano- y no aparecía un camarero. Supuse que el responsable del bar debía estar multiempleado y andaría en el restaurante. Me apetecía tomarme una copa protegido por una de las grandes cristaleras que dejaban ver el temporal. Los cristales, a diferencia de los del coche, estaban limpios y secos. La temperatura interior era de envidia. Llevábamos los abrigos en la mano por si acaso se nos ocurría dar una vuelta por la piscina. No nos inclinamos por ello. Decidimos esperar a que se apareciera el ángel de los gastronómicos a consultar a este par de amantes invernales que parecía irreal.
Tardó unos quince minutos. Pero llegó. Yo me pedí un whisky de malta y mi mujer una coca-cola. Cuando fui a pagar, la barwoman me dijo que se liquidaba todo al final, que solo hacía falta el número de habitación para cargarlo a la cuenta. Cualquier listo hubiera cargado el whisky a la habitación de otro. Aunque lo hubieran pillado porque creo que no había nadie más en el hotel.
La barwoman estaba apurada. En efecto, estaban montando el restaurante.
Se desmoronó la posibilidad de contarle mi vida a alguien acodado en la madera pulida de la barra. Me daba igual que fuera hombre o mujer.
Tomamos los vasos –el mío sin hielo, para no desvirtuar el material- y nos fuimos a un salón contiguo que no habíamos descubierto todavía. Nos llevó la barwoman. Era la zona de fumadores. Conectó un pequeño extractor de humo y cerró la puerta. Nos dejó solos otra vez; más resguardados de los grandes espacios y paredes kilométricas de las salas de estar. Las paredes tienen oídos. ¿Habría cámaras de seguridad en la zona de fumadores?
La vista era inmejorable. Estábamos sobre la cala de Aiguablava, delicada y recogida, verdoso pedazo de mar, cristalino, ahora sin cuerpos, sin barcos, sin sol. El calor del whisky me adormecía la garganta. De vez en cuando se me perdía la vista en unos puntos blancos incrustados en una montaña, como pecas, como una erupción. Eran casas construidas con capricho en las laderas. Parecía que fueran a desprenderse. Se perdían cuando pasaba lento un banco de niebla.
Estábamos tomados de la mano. En la otra, quemaba lento un cigarrillo. Nos habíamos colocado muy cerca con el pretexto de alcanzar los dos el cenicero, pero la verdad es que intentábamos atrapar un equilibrio de emociones del que no sabíamos exactamente por qué se producía. Sospechábamos que era un privilegio estar allí, con un toque de jengibre en el ambiente para que el sosiego se mezclara con la excitación. Si uno pudiera escoger el tiempo a la carta, y si volviera a estar allí, pediría una tormenta. Sin avisar, mi mujer bebió un trago de mi vaso. El líquido le raspó la garganta, pero le alcanzó aliento para una puntualización:
-Cariño- miró a mis ojos dejando por un breve instante ese paisaje feroz-: ¡recuerda que esta noche tienes que cumplir!
(Continuará…)

Foto tomada por el autor. Esta chimenea es un icono del hotel. Estaba apagada. Supongo que no la encenderían para tan escasos huéspedes.




1 comentario:

Silvita dijo...

Yoyi, este cuento me pone nerviosita. A pesar de que hay carpetero y barwoman, me recuerda a The shining, y me da escalofríos.
Si empieza a nevar, la que me doy un trago del wisky de cualquiera soy yo, jeje :)
Un beso a los dos!
Silvita.