jueves, 21 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) VI



Pasos cortos, como si no hubiera ninguno. A los ojos de un espectador, estaríamos abrazados simplemente. Pero no, bailábamos con esa licencia libre que dan los cuerpos cuando se conocen hasta el último rincón. El bolero se desvirtúa con la distancia, se pierde del todo si la mirada no está sujeta a la de enfrente. Se desperdicia si no existe un roce al menos de los muslos, porque la sujeción de las manos es un dictado académico.
Encontré un asidero en la raíz de la espalda de mi mujer, allí donde se bifurca la cintura mientras se está bailando, donde el compás de la música queda representado con movimientos cortos aunque acentuados en el caso del bolero. Pero ese tempo musical –el de los huesos puestos al servicio del ritmo- podía sentirlo solamente yo. Ni siquiera ella porque sus manos estaban en mis hombros. No es el mismo el tempo de las caderas y el de los hombros. Por una razón más que todo musical, va uno con el ritmo y otro con la melodía. Independizados pero extrañamente juntos.
Hice que sintiera mi ritmo y no sólo que lo percibiera. Me aproximé todo lo que pude a su pelvis con la mía e intenté descargar ahí una elegante presión discontinua adornando el compás de la música, rizándolo con cuidado para no quitarle protagonismo.
Hay veces en las que las letras de los boleros no importan. Están ahí para dar cuerpo y no esencia. Hablan de desamor por lo general, de rupturas e infortunios. No era el caso nuestro. Seguíamos la orquestación como premiados por un concurso de autoayuda en el que llevábamos metidos más de 24 horas desde que salimos de Barcelona. Habíamos encontrado la respuesta en una alcoba rural hecha para amantes de invierno. Supongo que en verano no se disfrutaría igual, aunque, como me quedó la duda, tengo en la mente la idea fija de volver.
Miramos de vez en cuando a través del cristal de un ventanuco con cortinitas de encaje. Se podía observar la lluvia persistente. Se podía observar el frío de afuera en el vaho del vidrio, producto de un cambio drástico de temperatura que tomó de repente la habitación. A mí me tentaba sobremanera la posibilidad de pasar las manos por los cristales y sentir la temperatura del agua condensada, pero no me atreví a soltar la cintura de mi mujer. La combinación de sensaciones me mataba de curiosidad. Preferí no desprenderme de su espalda y canalizar el deseo a través de la hendidura de su espina dorsal, perfectamente dibujada por la naturaleza. Recorrí con los dedos diestros todo el canal hasta llegar al cuello y comprobar que estaba tibio. Abarqué con la mano toda la base de la nuca, con su cabello entrelazado, y hundí más mi pelvis en un momento milagrosamente álgido de la canción. Mi mano izquierda agarró el cinturón de cuero que ajustaba sus vaqueros, como si, por alguna razón prácticamente imposible, mi mujer intentara escapar.
Contradictoriamente, entró en juego una voz de fondo –ya no era Luz Casal, no era nadie, era solo una voz- que decía:
Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras…
Y una estructura musical que tan bien pensada tienen las orquestaciones del bolero. Detrás de la copla, una cuerda de instrumentos de viento habla por sí sola.
Vi llegar el clímax de un preámbulo. Ese momento en el que hay que dejarlo todo –incluso la música- y permitirle al cuerpo que nos lleve, al revés de como había sido hasta entonces. Estaba pensando exactamente en lo complicadas que eran de zafar mis botas de cordones largos cuando sonó mi teléfono.
Sonó como un spot publicitario que interrumpe una película dramática en su escena principal. Arrogante, un sonido desafinado; una ruptura teatral para cambiar de cuadro y dinamizar la dramaturgia. Mi mujer no dijo nada, pero supongo que pensó: No lo cojas, por favor.
Eran nuestros anfitriones de la comarca para preguntar dónde estábamos.
Ni nosotros mismo sabíamos dónde estábamos.
Tomé aire caliente y pensé. Comuniqué a través del móvil que estábamos perfectamente establecidos en la masía de carretera que nos habían recomendado.
-En quince minutos los pasamos a recoger para llevarlos a un sitio que les va a gustar- informó alegre mi antiguo compañero de la Facultad.
Una hora más tarde, yo seguía con la melodía de uno de los boleros metida en la cabeza. Y la letra:
Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras…
No se despegaba de mí el hilo musical de antes mientras caminábamos los cuatro por callejuelas empedradas y mis botas resistían el trasiego de una tarde controlada por el frío. Pals, adonde nos llevaron, era un pueblo medieval que jugaba con la costa desde lejos, en la distancia prudencial como mismo hacen los observadores que quieren vivir sin arriesgarlo todo. Es un encanto comarcal detenido en el tiempo, más en ese día gris de enero en el que no encontramos a nadie transitando. Solos estábamos dos parejas divertidas y un compás de un bolero atascado como una letanía en el medio de mis pensamientos. Nos habían dejado abierta la puerta de ese lugar solitario.
(Continuará…)

Foto del autor.

1 comentario:

Robe dijo...

Me quede enganchado con el bolero al igual que tu. Espero que hayas podido reconectar y asi dale camino a la emocion sublime del fin de semana.
Te sigo.
Robe