miércoles, 22 de agosto de 2007

Y, sin embargo, la Tierra se mueve



El espantoso terremoto que ocurrió hace pocos días al sur de Lima, en Perú, se sintió en Barcelona y no precisamente por causa del Efecto Mariposa.

Resulta que, bien dicho por el refrán, la gente se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Y yo, que jamás llamo a Solange, no podía aguantar más por la preocupación, así que tomé el teléfono y la contacté bastante preocupado por la situación de su familia, de algún conocido suyo, y por ella misma, aunque vive a miles de kilómetros de donde ocurrió la desgracia. Respondió enseguida, a los tres timbrazos, pero, lógicamente, su voz era un manojo de nervios, sonaba como un hilo casi transparente a punto de deshacerse.

-¿Pasó algo con tu gente?-pregunté veloz.
-No, mi familia vive bastante lejos del epicentro sísmico, auque el terremoto fue tan grande que se sintió en todo el país.
-¿Y tú cómo estás?
-Mal. Anoche no pude dormir nada, tratando de comunicarme con mi familia, primero, y luego, cuando por fin hablé con ellos, tenía un dolor en el pecho que aún me dura.
-No puedes quedarte así –le dije-. Si quieres te acompaño al médico.

Solange es sumamente tímida, con temperamento asiático, diría yo, con permiso de la psicología clínica. Tardó en aceptar mi ofrecimiento, pero parece que el dolor le llegaba hasta los pulmones y le costaba respirar. Así que, humildemente, quedamos en la puerta del Hospital Clínico de Barcelona, uno de los centros médicos más antiguos y prestigiosos de esta ciudad.

Estaba igualita, un poco más envueltita en carne, tal vez, y presumida como siempre. Hacía años que no nos veíamos, aun viviendo los dos aquí. Nos llamábamos para navidad y cumpleaños, y a veces cumplíamos las felicitaciones a través de la mensajería móvil que llevamos en el bolsillo. Me agradó verla. Nos abrazamos, con cuidado de no apretar mucho los torsos. El dolor no le había mermado nada. Le dije que, según mi experiencia, eso que tenía era una descarga nerviosa alojada en la zona torácica, pero que era conveniente que la viera un médico para estar tranquilos. Estaba destrozada emocionalmente. Y no era para menos. Las imágenes que mostraban los telediarios sobre el desastre en su país eran sobrecogedoras. Recuerdo, incluso, un plano morboso de Antena 3 en el que se veía un velatorio en plena vía pública, en medio de la desolación y el desconcierto total que provoca no encontrar a tus familiares, o hallarlos sin vida, con un paisaje terrible de fondo que no era otra cosa que un amasijo de hogares.
Subimos a Urgencias con esta misma palabra en el rostro. Los dos. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede provocar un dolor así hasta que no lo dictamine un electrocardiograma, emparejado con una radiografía. Después de tomarle los datos, a Solange le dieron una manilla de papel y le indicaron la puerta del ascensor correspondiente. Hasta allí llegué. Me fue prohibido el acceso por razones de seguridad y me instaron a que la esperara en una sala en la planta baja. Ya conocía el mecanismo. Estuve hace unos meses cumpliendo el mismo rol con mi mujer que tenía dolores cervicales. Llevaba un libro. Lo abrí y me puse a leerlo.
Al cabo de dos horas, llamé a mi mujer para decirle que me recogiera allí. Le conté lo de Solange, y entendió perfectamente mi papel de acompañante. Le dije que, si dentro de una hora no tenía noticias mías, que fuera directo al Clínico.
Así fue. Mi mujer salió del trabajo directo adonde yo estaba, y por el camino compró algo ligero para comer y beber. Había dos opciones para el desenlace con Solange: una era que bajara por sus propios pies, tal y como subió, lo cual indicaría que no tenía nada preocupante, que habían sido los nervios, tal y como yo sospechaba o quería sospechar. La segunda opción era que nos llamaran por megafonía, y eso significaría que la dejarían ingresada.
El tiempo en una sala de espera de un hospital tiene una descripción particular. Es, más que pesado, denso. Se crean duricias en la espalda, glúteos y en la frente, de tanto pensar, porque, al cabo de cinco horas, es difícil seguir concentrado en la lectura. Cada vez que se abría el micrófono, queríamos escuchar su nombre aunque esta no fuera la mejor opción. Mi mujer no conocía físicamente a Solange, por lo que, según me pareció, intentaba ponerle rostro constantemente al abrirse las puertas de los ascensores. Yo negaba con la cabeza. Le hice una descripción básica, pero no sirvió de nada. Seguíamos mirando a toda la gente, al borde del desespero. Seis horas después de haber llegado yo con Solange a ese hospital, y ante el aislamiento al que estábamos sujetos los acompañantes, decidimos buscarla por todas las plantas, incumpliendo la normativa de seguridad.
Una pareja de ancianos muy amables nos había escuchado. Ellos nos sugirieron que comenzáramos por el segundo piso, que era donde tenían concentrados a la mayoría de los enfermos de urgencias. Así hicimos y, en efecto, era la sala de medicina general. Allí preguntamos en la recepción a una chica joven bastante amable, pero al mismo tiempo marcial. Se notaba que no podían ofrecer excusas de ningún tipo, por no filtrar información, supongo, aunque, por solidaridad, entendían la mala cara que llevábamos. Yo no recordaba el apellido de Solange. Verbalicé una descripción con los datos que tenía entonces de ella –sin entrar en intimidades-, y alcanzó para ubicarla. Estaba allí. Mi rostro alarmado perfiló algo de suavidad intersexual para lograr una conquista, una orden a mi cerebro que no recuerdo haber concebido, pero seguro fue instintiva. La chica accedió a dejarme pasar. Apretó un botón oculto debajo del mostrador y se abrió automáticamente una hoja de la inmensa puerta blanca que bloqueaba el acceso al misterioso deparamento de Urgencias. Había decenas de personas sentadas en sillas de hierro como si fueran escolares, totalmente en silencio. Localicé a Solange a la izquierda del salón, pegada a la puerta, con una cara triste, tan desolada como las de las imágenes de la televisión. No era para menos. Llevaba seis horas sin comer nada, con el teléfono móvil desconectado, sin poder levantarse de esa silla fría, excepto para ir al baño, con el dolor persistente en el centro del pecho y la respiración comprimida. Todavía no la había visitado un médico.
Me pidió que me fuera a casa, que no tardarían en visitarla. Le dije que mi mujer estaba conmigo y que no nos moveríamos del hospital hasta saber finalmente qué tenía en el pecho. No nos dejaban llevarle nada de comer ni de beber. Había que esperar. No teníamos alternativa. Dejé a Solange con la palabra en la boca, suplicándome que nos fuéramos. La chica de la entrada me dijo que se había agotado mi tiempo.
Bajamos un poco más tranquilos, con dolor de cabeza ambos. Nos automedicamos con ibuprofeno y salimos al patio interior del edificio a tomar aire. Tres horas después bajó Solange, sola.
Era lo que suponíamos: un golpe de pánico alojado en la musculatura del pecho. Llevaba el electrocardiograma en una mano y en la otra una radiografía. La enviaron a su casa a descansar, a tomar paracetamol y a olvidar. Esto último era imposible. Su país estaba en emergencia universal, bajo un estado de shock absoluto y ella, en la distancia, sentía el temblor de la tierra bajo sus pies. Tenía el cuerpo frío y el rostro inexpresivo. Había tardado unas nueve horas para que la viera un médico de Urgencias de uno de los mejores hospitales públicos de Barcelona, ciudad europea que se nutre del abono mensual para seguridad social que, entre otras personas, realiza Solange.

Verano 2007


(Nota: Mientras escribía esta crónica, los despachos noticiosos daban cuenta del envío español de asistencia médica hacia Perú)

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