martes, 18 de septiembre de 2007

Sin nómina. No coment



Hace seis años, emergí de los ferrocarriles catalanes en la boca de accesos que está a los pies de El Corte Inglés de la Plaza Catalunya. Allí me esperaban dos chicas monísimas a las que serví de anfitrión en La Habana alguna vez. Alicia y Esther tenían la misión de llevarme de la mano a Las Ramblas. Así comenzó todo.
Bajamos entre la muchedumbre con el bolso en ristre, apoyado sobre la barriga, como si lleváramos un paracaídas. Esa era una de las instrucciones que me habían dado las monumentales catalanas, jovencísimas y sueltas, sonrientes pero sin profundidad de campo. Me refiero, por descontado, a la profundidad del campo visual que enfoca los planos, algo difícil de encontrar en la gente de este mundo nuestro, mucho más en esta Europa nuestra que insiste en tirarnos hacia adentro, aun cuando lo mejor sería lo contrario. Las dos monadas que me escoltaban por sendos flancos en mi primera visita a Las Ramblas de Barcelona, rozaban cariñosamente mi espíritu de soñador, el mismo que sostengo a pesar de los pesares. Y, a decir verdad, no las he vuelto a ver. Por eso me confunden ciertas distancias estrechas, o más bien aparentemente cercanas.
De otra cosa que me avisaron en el paseo fue que no me enrollara con ningún extraño de la calle. Tomé nota de todo y avancé. No sólo era mi primera visita a ese inmenso paseo multicolor que le ha dado fama mundial a esta ciudad, sino, además, por aquellos pasos comenzaron mis días en Barcelona. Quiero decir que nadie me la mostró gradualmente, ya que las ricuras aquellas que me llevaban de la mano me bajaron de golpe por el camino más seductor y peligroso que tiene la ciudad condal. En Las Ramblas –así, en plural, porque son varias secciones-, se puede dejar uno desde la billetera, pasando por el corazón robado, hasta la vida, y no por un ataque eventual en el último de los casos; es más bien por tratarse de un sitio proveedor de todo tipo de contactos.
Seis años atrás ya estaban las famosas estatuas humanas instaladas a todo lo largo del paseo, que a mí me sigue pareciendo similar al Prado de La Habana, salvando la diferencia en la escala física y en la conservación inmobiliaria. Y en los adornos, claro, en los puestos de venta y la tolerancia controlada que existe en el paseo de aquí.
Un día descubrí que la palabra rambla significa, en su origen árabe, un lecho de río. Me gustó la explicación porque tiene que ver con que discurre en un plano inclinado, ligeramente, pero inclinado, que desemboca en el puerto y que, como corredor al fin y al cabo, resulta un paseo líquido y escurridizo, con afluentes varios que pueden resultar tan insospechados como el propio tronco. Con el tiempo aprendí a jugar a perderme de una manera aleatoria por las callejuelas que tiran hacia el Gótico o hacia El Raval, los dos barrios más envolventes de la zona vieja, según los intereses del cuerpo, y de la mente. Intereses lascivos o culturales. O simplemente evasivos, sin más complicaciones que dejarse llevar. Pero nunca se me había ocurrido tomar una fotografía del espectáculo internacional, altamente imaginativo que supone “hacer” Las Ramblas. Debo suponer que no incorporé la gráfica en mis itinerarios porque nunca me sentí un turista. En Roma, sin embargo, me dediqué a retratar monjas y carabinieris a destajo. Y aquí, con tantos personajes bien pensados que hay, no saqué la cámara hasta hace unos días. Desde que desembarcaron los argentinos en la gran escena, el “trabajo” se ha puesto un poco más complicado para los mimos de la calle, o las estatuas humanas, como también se conocen. Los argentinos han instalado sus propuestas nuevas –ya no tan nuevas-, que son un reto a la imaginación, ya no solo desde el punto de vista plástico. La “cosa” se ha complicado más en el lado conceptual. “Hacer” Las Ramblas hoy es un paseo por un teatro a cielo abierto con cortinillas invisibles que cambian la escena cada pocos metros, representaciones interactivas en unos casos o simplemente asombrosas en otros, en los que el estatismo es lo conmovedor. Buscan la manera de empastarse con el fondo, y lo logran. El empaste con el Modernismo barcelonés no es tan fácil. No se trata de un simple trazo de color. Hay que buscar una textura compleja y un sentido de la decadencia señorial que es lo que prima en la conservación del entorno.
Me han dicho que las “estatuas humanas” ganan mucho dinero, sobre todo con el turismo que cada vez más llega a Barcelona, incluyendo la nueva modalidad de “hacer Las Ramblas” en una fiesta de despedida de solteros, o sea, en una visita de 48 horas, con una noche incluida en un hostal enredado en la trama urbana de la zona. Lo bueno que tiene caminar Las Ramblas, además del prestigio que se gana uno como turista, es que los actores cambian con el tiempo. Por esa razón me animé a tomar algunas imágenes de este espectáculo que, curiosamente, tengo siempre abierto a unos quince minutos, andando, desde mi casa. Una gran duda, supongo, será si pagué o no por esta foto.
En cualquiera de los casos, es posible que me la cedan de cortesía los nuevos y viejos reyes de la calle.
Por cierto, ¿dónde estarán aquellas dos sabrosuras que me enseñaron a colocarme el paracaídas en el panel frontal de mi caja torácica?


Al final del verano de 2007

2 comentarios:

Unknown dijo...

jejej Eso pasa y has de ir con cuidado. Si aparentas ser turista y vas sola... estás observada. Pero tranquila aférrate a alguien y ya está ^^

En la plaza cataluña también hay otro tipo de relaciones, por ejemplo, chicas de compañía. Te estás por el centro de la plazoleta un ratillo disimuladamente y se te acercará alguna chica que estaba sentada en uno de los bancos...

Hasta luego!

Ines Bobadilla dijo...

Y si esas dos bellas criaturas, que te enseñaron Las Ramblas, eran dos ángeles? Igual desaparecieron porque eso suelen hacer. Lo cierto es que cuando entendieron que podías alcanzar tu vuelo, te dejaron a punto de lanzarte.