miércoles, 25 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



En fin, el mar (V)

Por un lado, su intención era devolvernos la visita, unos cuantos meses después de que mi mujer y yo voláramos a Copenhague y Malmö en pleno invierno, pernoctáramos en su casa y conociéramos el Báltico y el estrecho de Oresund, el canal que une a dos países a través de un puente que es un hito ingeniero mundial.
También Silvia vio una oportunidad de conocer Barcelona, con la magnífica circunstancia –¡modestia, apártate!- de que unos lugareños le enseñarían la ciudad al margen de los típicos recorridos turísticos y a la vez dentro de éstos. Sin tener que treparse a un autobús con balcón a la calle, esos viajes guiados por la voz de una bella mujer, como ocurre generalmente.
Pocos días antes, yo había regresado de Cuba. Fui a despedirme de mi madre que estaba al borde de la muerte. Alcancé a verla y abrazarla con vida y regresé a mi casa con el corazón hecho un lío de sentimientos. Es cierto que, al cabo de unos diez años más o menos, el emigrante ya no es íntegramente de un lado ni de otro. Su alma y su vida misma está dividida en mitades que no tienen necesariamente por qué pesar lo mismo. En mi caso, a fuerza de realidades, la balanza se había inclinado hacia el lado de acá debido a que en Cuba lo había perdido casi todo.
Estaba triste -¡cómo no estarlo en medio de un trasiego de emociones fuertes al cruzar el Atlántico!-, pero deseaba recibir a Silvia; incluso puedo decir sinceramente que lo necesitaba. No es la típica cubana que utiliza siempre la nostalgia como arma fundamental; si estuviera ceñida exclusivamente a los recuerdos no hubiera amarrado sus señas en un puerto nórdico; no hubiera aprendido a hablar perfectamente en idioma sueco; no hubiera estudiado una carrera allá, donde la luz viaja a una velocidad mucho más rápida que en el Trópico.
Silvia me tenía como un buen hombre y amigo, todavía como un adolescente tranquilo que usaba su hidalguía sin ánimos de lucro. Me recordó aquellos días en los que le ofrecí albergue en mi casa de Nuevo Vedado, en La Maison, como bautizó ella misma aquel caserón semi abandonado y con ángel. El ángel debía ser yo, pero esto a decir verdad es un error de apreciación. No recuerdo casi nada de su estancia en mi casa durante la semana en la que Silvia escapó no sé por qué de al lado de su madre. Para ella debió de ser sumamente importante y guarda un recuerdo positivo de mí. Por si acaso, ya que ha pasado el tiempo -veinte años-y estábamos sentados en una terraza de un bar de Barcelona, lejos de todo aquello, le pregunté si en esos días había pasado algo entre nosotros. Me miró tranquilamente a los ojos y me dijo que no.
Yo me quedé más sosegado y le propuse bajar Las Ramblas por fin. Estuve esperando ese momento, idealizándolo como si me ganara la vida mostrando la calle más típica de Barcelona. A mí me llevaron de la mano la primera vez, lo cual agradezco infinitamente. Ahora me tocaba hacerlo, con mi experiencia de subirla y bajarla a todas horas –incluso de madrugada, porque Las Ramblas nunca duermen. Comenzamos por la Fuente de Canaletes, el bebedero que, según dicen, garantiza el retorno del forastero. Y fuimos bajando poco a poco vigilando nuestros bolsos de mano. Hasta el final, hasta casi tropezar con el obelisco donde, en lo alto, está Cristóbal Colón señalando la ruta de las Indias. Entramos en las callejuelas laterales que considero más importantes, y no porque tenga en mis manos la verdad absoluta, claro que no. Más bien lo hice siguiendo a mis pies, que se iban solos hacia mis lugares preferidos. Le dije a Silvia que esa jornada veríamos la línea recta de Las Ramblas –con dos o tres desvíos hacia el Mercado de La Boquería, que es espectacular y conserva una estructura Modernista, y un par de plazas aledañas que me inspiran buen rollo. Solamente Las Ramblas es un viaje; es un escenario de estatuas humanas, quioscos, dibujantes de caballete, prostitutas, chulos, timadores, vendedores ambulantes de cerveza (esto último de noche), turistas atontados, turistas despiertos, gente semi desnuda y alguna desnuda que caminan sin mirar atrás; carretilleros, artistas, ancianos apostados en los bancos, ingleses que vienen en manadas a participar de una despedida de solteros; vendedores de aves y, en fin, todo tipo de material.
Las Ramblas –alrededor de dos kilómetros en dirección al mar o viceversa- se parecen mucho al Paseo del Prado de La Habana, aunque sin aquellos leones de bronce. También hay que decir que son más estrechas, pero han tenido la suerte de estar cuidadas a la vuelta del tiempo. Las fachadas a ambos lados –incluyendo una muy famosa, la del Teatro del Liceo- muestran en general un magnífico estado de conservación. Al final, en dirección al mar –un regalo que tenía guardado para Silvia-, Las Ramblas se abren como un delta en una explanada que sirve de pórtico a los muelles del puerto. Allí, como una isla, han construido un centro comercial y lúdico llamado Maremágnum, al que se accede por una pasarela de tabloncillos que incluso crujen con ese fantástico sonido de la madera. Le propuse a Silvia descansar allí, sentados en una de las plataformas laterales de la pasarela antes de continuar viaje mar afuera. Es un decir. La primera vista del Puerto del Barcelona, bajando por Las Ramblas, es una dársena artificial, con canales por donde se cuelan buques incluso de gran calado.
Miré el reloj y, según mis cálculos, debía entrar el Isla de Botafoc, el ferry que cubre la ruta entre Barcelona y las Islas Baleares. Estuve meses esperándolo, cada día, junto a un anciano al que le hacía ilusión recibir a los pasajeros que llegan de Mallorca con las cajas de ensaimadas en las manos. Siendo honesto, Juan, aquel viejecillo inquieto que cuidé, fue el que me enseñó los manejos del puerto, los muelles a los que se puede acceder hasta prácticamente tocar los barcos. Estuve recordando aquellos tiempos mientras Silvia ordenaba sus pensamientos sentada a mi lado en el suelo, mientras observábamos a los turistas fotografiarse con las líneas del paisaje marítimo detrás.
El Isla de Botafoc, no sé por qué razón, no entró ese día. O al menos no entró a su hora.

(Continuará…)

Foto del autor
El final de Las Ramblas, en dirección al mar, ofrece este encuentro con las aguas del Mediterráneo.

7 comentarios:

Silvita dijo...

Cómo pude tener tanta paz mientras bajaba a lo largo de dos kilómetros de aturdimiento? Misterio. Iba tan segura, tan cuidada y bien acompañada, que tal vez fue por eso. Sensación de verlo todo desde la propia calma. Irse limpiando de lo superfluo mientras una se acerca más y más al mar.
No hubiera querido levantarme nunca de donde estábamos sentados en las tablas del puerto, porque durante esos minutos no sentí dudas, ni temores, ni dolor, ni prisa, ni estrés. La mente en calma y el corazón contento.

Jorge, por alguna razón fuiste siempre para mí un perfecto, recatado y generoso caballero o ángel de la guarda no excento de cariño. Doy fe, digan lo que digan las fábulas de tu pasado ;)

Es algo muy especial leer así la historia de mi viaje... entrelazadas la realidad, la ficción, y tu propio reencuentro con Barcelona.
Ojalá que continúe! Gracias!

Jorge Ignacio dijo...

Silvita: exactamente las ramblas tienen un kilómetro y medio, según busqué después, aunque a priori lo dije a ojo. es suficiente largo ese trayecto para no marearse con tanto que ver a los lados, tanto color y tanto peligro ligero. es una experiencia única bajar las ramblas en hora punta, como lo hicimos nosotros. a mí sinceramente me aturde, pero eso será porque las tengo ahí, al alcance de la mano.
ya veo -leo- que te sentiste bien. me alegra mucho esto. con respecto a mi pasado, fuiste de las pocas mujeres a las que no intenté pasar bajo mis armas, según tú, aunque seguro es así. no es que yo fuera un irresistible, la cuestión está en que vivía solo y eso a los dieciocho años tiene su encanto.
me alegro enormemente de que me recuerdes con cariño. como ves, yo a ti también. he decidido comentar estas cosas "en abierto" porque creo sirven de complemento y porque no dañan a nadie.
de paso, en esta línea, te hago extensivo un saludo de Joaquín Borges Triana, crítico de música cubano, a quien menciono en estas crónicas. Dice él -por interno-, que te recuerda del Teatro Nacional cuando luchabas por que la prensa verdaderamente alcanzara sus asientos asignados, esa gran pelea contra los demonios de las dos primeras filas que todos sufrimos. En fin, que la memoria es algo para cuidar. besos.

Silvita dijo...

Jorge, devuélvele el saludo a Joaquín. La verdad es que yo no lo recuerdo del Teatro Nacional, no me estará confundiendo con Ana Margarita? Sí me acuerdo bien del carácter que me inventaba para desalojar a todos los "colados" en las filas de prensa, ya que todo el que entraba sin entrada en aquellas salas se sentaba ahí, y metía el cuento de que era periodista. Por mí que se colaran y se sentaran donde fuera pero claro que ustedes tenían que poder sentarse también, lo justo es lo justo :) Oye, había quien aseguraba ser de la prensa extranjera de países nunca vistos, y venía con nietecitos, papaitos y abuelitos además! Qué entusiasmo por la cultura!

Del pasado comenta todo lo que quieras, o casi todo, te doy permiso, porque pienso lo mismo que tú. Ahora que lo pienso, tal vez tu comportamiento de angelito para conmigo se debiera a que:
a)ya no tenías dieciocho años (!)
b)Yo estaba más flaca que un fideo por culpa del período especial, lo cual me daba a mí aspecto de ángel intocable, impalpable, inasible... etc jeje!
Pero no importa la causa sino las consecuencias.
Cuídense por allá!
s.

Jorge Ignacio dijo...

Silvita:
primero:
te cuento que Joaquín no te confunde con Ana María; él es un tipo muy observador a pesar de que no ve. No se le escapa nada y tiene una memoria de elefante.
Segundo:
no creo que haya sido por tu delgadez extrema -¡quien lo diría viéndote ahora lo criollita que estás!-, pues en definitiva yo le tiraba a todo. Supongo que no me fijé en ti como mujer porque te pareces a mi hermana Coral, a quien adoro tanto...
y tercero:
esos dieciocho de los que hablo los mantuve hasta los veintiocho, más o menos, mental y físicamente. Yo también era un flaco tremendo al que se le podían contar las costillas tumbado en la playita de 16. Con veintiséis o veintisiete me gradué de nuestra inolvidable Facultad, porque no sé si recuerdas que, antes de entrar allí, fui tanquista.
espero que estés un poco mejor. no quisiera que recordaras Barcelona asociada a esa tos perruna.
besos.

Jorge Ignacio dijo...

fe de erratas
Perdón:
donde dije Ana María debí decir Ana Margarita.

Silvita dijo...

Sí que estábamos flacos todos, es cierto, y seguro es cierto lo de mi parecido con tu hermana. Yoyi... eras un temba! Pero es verdad que estabas estilizado y juevnil... como ahora, más o menos, no? ;) Sí, recuerdo que fuiste tanquista, pero no te imagino, la verdad. No te preocupes que esta tos tan intensa que llevo en mi existencia no hay ni quien la asocie con nada. Qué encarne tiene conmigo!
En cuanto se me quite me doy un saltico por la playita de 16. Esa sí que no tenía chiringuitos! :)

Jorge Ignacio dijo...

Estoy preocupado, Silvia. Ahora yo también tengo tos. mucha. ayer no pude casi dormir. ¿será algo relacionado con el turismo?