martes, 13 de noviembre de 2007

El parte del tiempo



Me han dicho que un párrafo de la crónica anterior sugiere que estuve deprimido, como usualmente se le nombra a la baja frecuencia de transmisiones de señales de vida, o lo que pudiera ser algo parecido a la tristeza. En Cuba nombrábamos un estado similar con una sola palabra: Gorrión.
Tener gorrión era –supongo que es- “padecer” de un estado anímico bajo, no mostrar deseos de hablar mucho, mirar a los otros con una nube delante de nuestros ojos, transitar de la cama al sofá –y viceversa- con los calcetines puestos, disminuir la productividad intelectual y física, remontarnos mentalmente al pasado, deambular por los días con el pesimismo asomado a la barandilla que marca nuestro equilibrio emocional. La melancolía puede mezclarse perfectamente si nos marca desde siempre nuestro temperamento. Brota sola a la luz.
Pero de ahí a estar deprimido –y me meto en caminos de la psiquiatría- va un tramo muy largo. Puedo decir que estuve asténico, débil, porque he tenido que cambiar mis horarios de golpe, mis contenidos de trabajo, con las exigencias que conlleva en un ser matraquilloso como yo hacer las cosas bien. Además, mi nuevo trabajo me devuelve exhausto a la casa, porque, como adelanté aquí, soy vendedor de electrodomésticos y me mantengo ocho horas de pie. He perdido tono muscular, cuatro tallas de cintura –sin exagerar-, y reposo de mente. Ahora estoy soñando casi todas las noches con equipos de audio y vídeo que me pasan por delante como ovejas, pero no sólo sueño con los aparatos, sino, además, con unas etiquetas naranjas que llevan los códigos de cada género. Me estoy preparando para la gran tirada de venta de navidad. Para entonces, tendré que ser capaz de conocerme las características técnicas, prestaciones, precios, de un sin fin de cámaras fotográficas, agendas electrónicas, teléfonos móviles, MP3 y MP4, entre otros artículos. Si supero esa prueba de fuego –vender más y mejor-, después de las fiestas dejaré funcionando mi piloto automático para seguir mi estilo de vida parecido al de antes. Ya no será igual, por mucho que me esfuerce. Tendré muchas neuronas ocupadas en la “entrañable” letra pequeña de las cajas de los aparatos. Eso sí: obtendré un máster de cómo enrollarme con la gente en un palmo de tierra sin perjudicar mis intereses personales.
Es muy posible que, al dedicarle muchas horas de pensamientos a los aparatitos de la tienda –Cómo vender un GPS a un cliente que buscaba un paquete de baterías AA-, me refugiara en mis nuevas obligaciones reservando el costumbrismo para después. Es cierto: el hábito hace al monje.
No ha sido difícil intercambiar unos minutos de sofá, con calcetines, frente al televisor, por otros frente a esta pantalla. En definitiva, ahora me doy ánimo con cualquier cosa. También vendo pantallas para ordenadores. Así que se trata de vincularlo todo porque todo está concatenado en este mundo nuestro.
Si los cambios de estaciones afectan a uno emocionalmente, y si esto coincide con un cambio de actividad laboral, más el resfriado que ronda los lugares cotidianos, el resultado pudiera ser eso que llaman depresión.
En Cuba esa palabra no la utilizábamos apenas, excepto para la meteorología. Una depresión tropical no es lo mismo que sentirse alguien tropicalmente deprimido.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Marinero en tierra (con permiso de Rafael Alberti)



Una chica rubia cubierta de pecas entró a la tienda a primera hora de la mañana, con una amiga. Hablaban francés entre ellas, aunque se dirigió a mí en correcto castellano.

-Buenos días- me dijo-. Queremos ochenta y dos pilas AA e igual número de las AAA.
-No sé si quedarán tantas aquí. Te doy las que tengo. Si no alcanzan, puedes recorrer todas las ferreterías del barrio- respondí un poco asombrado por el pedido.

Le vendí todas las que tenía. En efecto, no llegaron a la cantidad del pedido. Mientras cobraba en la caja, no pude contenerme y pregunté:

-¿Es para un colegio, verdad?
-No, es para mi hermano y su compañero de viaje. Navegan en uno de los veleros que están fondeados en el puerto. Se van a dar la vuelta al mundo en ochenta días.

Sonreí. Era la primera venta de la mañana, una venta simpática, curiosa. La chica me dejó antes de irse un librito desplegable con toda la información técnica sobre la nave marítima en la que viajaría su hermano. Después de almuerzo, mi curiosidad seguía creciendo y me escapé hasta el muelle a echar un vistazo al velero. Había nueve embarcaciones coloridas amarradas en el canal paralelo al Paseo Colón. Me dio la corazonada de que estaba delante de una gran noticia.

Cuatro días más tarde, en la mañana de hoy, la pereza continuaba rondando mis ánimos, por los mismos motivos insospechados que me tienen lejos de este blog. Abrí un ojo solamente para ver la hora. Eran las once. Mi mujer, disciplinadamente, esperaba despierta una reacción vital de mi parte, cualquiera que le indicara acción, movimiento, despertar de mi letargo silencioso. El edredón que estrenamos hace unos días me sujetaba aun más a la cama, al igual que la sensación tácita de la llegada del invierno. Un domingo, desde que trabajo en el sector del comercio, no lo regalo tan fácil. Con el único ojo abierto por pereza, pesqué el mando de la tele que, a regañadientes, instalé en nuestro dormitorio acto seguido de inaugurar el edredón. Mi mujer desayunaba sola en la cocina. Algo me indicaba que tenía que responder al alba, un poco pasada de hora. Toqué un botón y salió un mar repleto de barcos.

-Mi amor, mira esto- llamé a mi mujer-. Son los veleros de que te hablé.

La televisión local transmitía en directo la salida del Barcelona World Race, en su primera edición, con vistas aéreas, más otras tomadas desde el mar y desde la franja litoral. Las nueve tripulaciones recorrerán 25 mil millas náuticas en embarcaciones monocascos de 60 pies de largo. Me entró escalofríos pensar en la vida a bordo durante dos meses y medio sin tocar tierra. Y yo zozobrando de una debilidad muscular provocada por un resfriado turbulento que cogí en el trabajo, supongo, donde todos mis compañeros fuman la “pipa de la paz” tranquilamente sin enterarse de se nos agotaron las pilas pequeñas.
Abrí el otro ojo para comenzar a dejar atrás la vagancia dominical. Me di cuenta de la relatividad de las cosas cuando un hombre está enroscado en la tibieza de un edredón y otro hace pulso con las olas, orientando las velas que tendrán que aguantar el trajín de ochenta días. El recorrido se realiza de Oeste a Este dejando atrás los cabos de Buena Esperanza, Leewin y Hornos, antes de remontar hacia el Atlántico de regreso a Barcelona.
No es la primera vez que la modorra se apodera de mis fuerzas e incluso de mis ganas de comerme el mundo, dicho esto en un sentido lúdico e imaginario. Desde el calor de la cama, introspectivamente, me prometí volver por estas páginas que me estaban esperando, en honor a los marineros osados y temerarios de todo el orbe. Me queda la ilusión de que mi humilde servicio viaja en el Delta Dore, la nave en la que surca los mares el hermano de la pelirroja -¿o era rubia?- francesa que me dejó sin baterías.
No sé por qué no se nos ocurrió llegarnos hasta el puerto a decirles adiós. Quizá porque era domingo, y estos días son sagrados para mi mujer y para mí, además de que teníamos cuentas pendientes en el ámbito doméstico. Pero estaremos allí a mediados de febrero cuando vuelvan, en la rada mediterránea que tanto nos gusta aunque el agua se vista de invierno. Bon Voyage.



Nota: la regata se puede seguir por Internet desde la página http://www.barcelonaworldrace.com/

martes, 23 de octubre de 2007

Causas y azares (con permiso de un poeta)



Esta historia que parece un final debió ser escrita hace mucho tiempo. Incluso, estoy sentado a la máquina un poco por obligación, en pos de finalizar de una vez y por todas mi pasado reciente de algo más de un lustro, desde el momento en que llegué con una pequeña maleta, hasta hace unas pocas semanas en que conseguí mi primer contrato de trabajo. Tal y como he ido contando en el presente blog -mediante retrospectivas expuestas a golpes de nostalgia o desazón-, debería estar montado en una proyección de futuro compuesta fundamentalmente por el día a día, como hace la mayoría de los mortales. Sin embargo, un resfriado que hizo su servicio a gran escala conmigo, me retuvo en horas extrañas debajo de una manta y, entre sudores, recordé que no sería justo enviarles mis semblanzas a los productores de Lulú.com (1) sin redactar el principio.
Todo comenzó en un edificio obrero del distrito Nou Barris, en la antiguamente considerada periferia de Barcelona. Llegué una mañana enviado por la empresa para la que trabajé como auxiliar de geriatría durante varios años, sin papeles, como le llaman generalmente a la ausencia de documentación. Me esperaba un anciano de 90 años delgado como una pluma, arropado como una criatura de meses en una habitación ciertamente infantil que le había prestado uno de sus nietos pequeños. Era invierno y estábamos a los pies de las montañas que separan la ciudad con el Vallés Occidental. Al yayo –lo llamé siempre así- se le veía una nariz de aleta de tiburón, la frente y nada más por fuera de la manta. Era una mañana azul, húmeda y salvaje, por el olor a hierba, en la altura que estábamos. La hija menor del anciano me condujo hasta la habitación pequeña repleta de muñecos, libros escolares, discos, dibujos, fotos de grupos. Me dijo:

-Ahí tienes al coronel.

Era una broma para indicarme desde el principio que su padre había sido un hombre dado a ordenar acciones, testarudo, férreo, de pocas palabras. Al menos esa fue la sugerencia que me transmitió el cargo de una gente en un sistema de mandos.
Esa mañana, sobre las diez, fue la primera vez en mi vida que cambié un pañal, apelando al sentido común del manejo de las cosas elementales, la prueba de fuego que me descalificaría o no a mí mismo luego de haber mentido en la agencia intermediaria, puesto que había asegurado allí mi larga experiencia en el ramo. La hija del anciano, con la que minutos antes había compartido el ascensor sin saber quién era, se dio cuenta de mi improvisado oficio y se ofreció para enseñarme los pasos. Sin doble lectura, agradecida más bien de mi presencia. Sacamos el pañal volteando el cuerpo huesudo de un lado y de otro, y comenzamos la higiene entre los dos. Ella sabía que yo podía ser experto en cualquier cosa menos en manipulación de enfermos. Me regaló una sonrisa identitaria que duró tres años, hasta el último día en que dejamos de vernos.
El coronel pesaba no más de 60 kilos y medía un metro y medio encorvado. Había perdido todos sus dientes, por lo que la boca se le hundía en un dibujo de la vejez que siempre yo había visto en ilustraciones de libros. Sus ojitos lucían una nube gris provocada por cataratas, aunque la visión no era del todo nula. Se apoyaba prácticamente sobre los huesos las últimas gafas graduadas que se hizo, muchos años antes de llegar yo, unos paneles inmensos de pasta desfasados en el tiempo, rústicos, al estilo del abuelo cebolleta. Encima, una gorra a cuadros de pana o tela fina, en dependencia de las estaciones del año. Los pantalones le iban grandes todos. El cinturón también, con agujeros progresivos hasta el ajuste de la semana. Se calzaba con zapatillas de hogares de abuelos, a cuadros, de tela gruesa, con suelas de gomas. Le quedaban grandes, se les salían de los pies a cada rato en medio de la calle; saltaban del carro donde iba sentado y desde donde descubrió que Barcelona se transformaba a pasos de gigante, más allá de las Olimpíadas del 92. Su entorno se había convertido en un tablero de obras públicas mejorado por parques y jardines, lo que nos beneficiaba a los dos. En aquel duro invierno en que lo conocí, a principios del 2002, se forraba hasta la nariz –lo forraba yo- de piezas de vestir, con manta a cuadros superpuesta en las piernas, y así anduvimos la zona y nunca dejamos de salir, excepto los días de lluvia. Su pasión era el fútbol. Con el tiempo fui auto designado para comprarle las pilas de la radio de bolsillo a través de la que recibía los partidos.
El yayo hablaba poco, es la verdad. Llegó a Cataluña para hacer la mili en un batallón antiaéreo, y aquí se enamoró. Al terminar la guerra, luego de pasar por un campo de concentración francés y por otros destinos peninsulares ligados al ejército, vino a reencontrarse con la catalana sencilla y humilde que removió su corazón. La aventura duró toda una vida, con altas y bajas, como suele ocurrir. Había nacido en Ahigal de los Aceiteros, un pueblo a unos cien quilómetros de Salamanca. Sin embargo, y aunque jamás quiso hablar el idioma local, le entregó más de 60 años a Barcelona, a las fábricas y las calles de la otra capital española. Terminó sus días dejando hijos, nietos y bisnietos catalanes, como fundador de una curiosa familia representada tanto en la clase alta empresarial como en la obrera.
A veces, mientras tomábamos el sol en los verdes parques del Nou Barris, me preguntaba a mí mismo qué línea de conexión me gustaría inventarme para llegar a la existencia del yayo. ¿Qué familia española no ha tenido un miembro destinado en Cuba por el ejército, o emigrado por voluntad propia para emprender una vida más próspera, o de visita recientemente dentro de las nuevas oleadas de turismo internacional? A veces me quedaba dormido en los tranquilos parques mañaneros, mientras cantaban los pájaros y el yayo se perdía en sus recuerdos. Era él quien me despertaba removiéndome suavemente. No podía ni con su alma. Estaba escuálido, “desapetitado”, mudo, con ganas de morirse y al mismo tiempo con deseos de luchar por la vida. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos de menta, comprados a primera hora en los quioscos de periódicos. Había fumado, había bebido suficiente vino, había degustado infinitas raciones de callos en salsa, había aprendido a conducir un automóvil a los 60, lo que quiere decir que condujo cerca de 30 años; se compró una torre, como se le llama en Cataluña a los chalets, y la mantuvo hasta que sus fuerzas se lo permitieron; jugó a la lotería, a los azares de dinero casi todos. A sus 90 años, cada viernes me hacía pasar primero por los caramelos y después a comprar un cupón de la ONCE. Me llamaba “el turista”, quizá por mi aire de esparcimiento, lúdica manera, con los recuerdos, de matar el tiempo.
Llegué a la conclusión de que vivió un extra pasados los 90 para que yo pudiera bandearme en esta ciudad, en mi exilio auto designado. Tengo suficientes fotos de sus manos estrujadas, de su sonrisa sin dientes. Su recuerdo encaja con los primeros años en los que yo era un ser ilegal y, sin embargo, no sentía miedo al paso del tiempo. Eran los años de la novedad, del amor accidentado en las carreras de la trama urbana; de la entrega total, de las decepciones y el comienzo de tener en cuenta ciertas responsabilidades. Aprendí a respirar por la boca, a bañar un cuerpo encogido en un cuarto de aseo de dos metros cuadrados. Siendo un ilegal, un sin papeles, atravesé varias veces la ciudad con el coronel en una ambulancia, designado por la familia, visitando urgencias. Era su sombra, su cuerpo, su voz y sus ojos diminutos. Como mismo hube de mentir a la agencia, desinformé a un policía que era el hijo varón del coronel. Con el tiempo aclaramos las cosas, cuando el nivel afectivo había crecido y el bregar cotidiano marcó cuotas de seriedad en mi persona.
Siempre pensé que cualquier día mi teléfono iba a sonar para convocarme al funeral repentino del yayo. El tiempo sobrepasó mis cálculos y me vi obligado a emigrar nuevamente para organizar mis futuros papeles. Me fui a Asturias con un plan que fracasó, pero, por razones obvias, entonces tuve que despedirme. Se le aguaron los ojitos casi cerrados que tenía. Tanto él como su hijo, el policía, me desearon suerte en la vida. Hay muy pocas gentes que emigran de Barcelona hacia Gijón. En aquel momento, además de regularizar mis documentos, yo necesitaba romper. Así que lo dejé sentado en su silla de ruedas, envuelto en mantas y con los bolsillos llenos de los caramelos del día.
Mis “papeles”, como he contado en estas páginas, salieron por aquí por Barcelona, y lo de Asturias se resumió a un viaje de una semana. Pero como había roto en serio, no quise mirar atrás y nunca más llamé al coronel. Ni ellos a mí.
Un buen día entré en una farmacia y me atendió un vecino de su edificio. Me reconoció en el acto. Por este vecino supe que había muerto, aunque, tratándose de una versión extraoficial, todavía sigo pensando en que alguien duerme al pie de las montañas tapado hasta la nariz, con una radio encendida toda la noche debajo de la almohada, donde además está envuelto con las fundas un cupón de lotería de los viernes.

Otoño 2007



Nota (1): El presente blog pasará algún día no muy lejano a los archivos de Lulú.com, editorial virtual mediante la que se puede encargar a domicilio un libro impreso.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Vicentico



Entre los grandes recuerdos que conservo de esta ciudad y mis días –todavía corrientes- aquí, está la sonrisa de un octogenario alto y grueso como una montaña. Cuando quería explicarme algo de sus años mozos, bajaba un poco el mentón para mirarme en contrapicado y hacer, pues, la señal de complicidad, de bajo metal de voz y alta fidelidad. Me secreteaba entonces sus grandes hazañas, que consistían en viajes a Argelia como comerciante de textiles, hasta la construcción de un búnker en pleno campo catalán, pagado al contado cuando tenía alrededor de 60 años.
Fue un inteligente y emprendedor hombre de negocios al que conocí en el ocaso de su vida, una mañana tranquila y primaveral en la que lo saqué de la cama con la ayuda de su esposa. Ese despertar se convirtió en un ritual varios meses.


-Jorgito, ya estás aquí-, me decía con la misma sonrisa enternecida de abuelo refunfuñón, guerrero hasta la médula, pero cascarrabias y testarudo como la gran mayoría de hombres acostumbrados a llevar el mando de un sistema cualquiera durante toda la vida, sin darse cuenta de que el declive ordinario de la naturaleza humana nos obliga a cambiar los hábitos.

-Sí, Vicentico. ¿Cómo has dormido?- respondía pronto para que escuchara mi voz lo más rápido posible y me dibujara su sonrisa indómita.

Caminaba con un andador a pasos cortos y profundos, hundiendo un mar de alfombras que tapizaban su apartamento barcelonés, trampas asustadizas en las que se enredaron más de una vez sus zapatos, los míos y las puntas de gomas del andador. Nunca llegamos al suelo, y eso fue una suerte tremenda, porque no hubiera podido levantarlo. Me contrató para que lo ayudara a prepararse al comenzar el día, que para él alboreaba a las diez de la mañana. Estoy seguro de que me tomó cariño. Me lo demostró más de una vez con los apretones de manos, con la mirada tierna, con la garganta temblorosa por las emociones, con los pequeños detalles de esta vida que consisten, parece mentira, en preguntas tan simples como interesarse por nuestras familias.

Disfrutaba de mis manos y de mis maniobras para afeitarlo con una Braun algo avejentada, aunque seguramente el electrodoméstico formaba parte de su arsenal de guerra. Se reía a carcajadas cada vez que, dentro de la bañera, se encontraba con sus vergüenzas al aire y utilizaba, siempre, la misma broma:

-¡Fíjate, Jorgito, en lo que ha quedado esto! ¡Y pensar que fue una potente sala de máquinas!

Yo siempre lo recordaré con agrado porque me hizo sentir su amigo, sin marcajes de zonas geográficas. Cuando la senectud toca a la puerta, se suelen perder las reservas y el pudor, y ya importa poco de donde uno sea, de donde sea el cuidador, el enfermero, el peluquero. Se lucha contra el peso de los años, reflejado en achaques más o menos llevaderos, en dependencia de nuestros hábitos de antaño y de la suerte que nos depare la naturaleza. No hay más que hacer. Contar los días o no contarlos; vivir o no al margen de las cosas; continuar amando la sencillez del contacto físico, del beneficio de la memoria, o no.
Vicentico había sobrevivido a una guerra. Había combatido en la vertebral Batalla del Ebro, movilizado por los rojos de su territorio, y apresado, en buena lid, según me contó, por los nacionales. Estuvo al borde de la muerte cuando un obús lo alcanzó. Entre las bromas que me hacía en la bañera, estaba mostrarme cada día el agujero que le quedó para siempre en una cadera. Pero, con marcas y todo, supo, como muchos españoles, sobrepasar la amarga experiencia de una contienda civil tan devastadora. Se sumó a la España del progreso –con un poco de suerte y astucia- y se convirtió en un hombre de negocios, navegando viento en popa dentro la Cataluña próspera de los años 70 y 80. Se jubiló, digamos, con las metas cumplidas, y con mucho mundo por debajo de las ruedas de su automóvil. Por eso, como colofón, compró, otra vez con buena suerte, un terreno no muy lejos de la gran urbe condal y se hizo una estupenda casa de piedra que durará lo que Dios quiera, por decir una frase cualquiera.
En estos días, por casualidad, me llevaron por sus predios. Era un festivo por el día de la hispanidad, y salimos al campo. La vida quiso que pasáramos por delante de una finca amurallada que yo conocía muy bien. Estaban las ventanas abiertas y un coche adentro en el porche. Con mi timidez, pasé de largo y no pregunté quién habitaba esas gruesas paredes y, en fin, ese ambiente interior de caza de alta montaña, con su chimenea original, las encinas afuera, el perro correteando si tuviera que realizar un dibujo a lápiz a mi medida. Se me estrujó el corazón solo de pensar que Vicentico fue a morir allí tranquilamente como última voluntad, en su gran obra que no destruirá un rayo, ni el sol, ni el tiempo. Solo los herederos, cualesquiera que fueran, podrán echar abajo el retiro de un hombre que nunca perdió la sonrisa.

Otoño 2007



lunes, 15 de octubre de 2007

De la mitología contemporánea



Cuando era un jovencito, conocí a un melómano de mi edad cuyo hobbie era descifrar las canciones de Silvio Rodríguez. Dedicaba horas a desentrañar la sintaxis del poeta/cantor, pegando el oído a su radio cassette y anotando al margen del original un texto suyo, que luego compartía abiertamente en atípicos círculos de estudio. “Aquí Silvio quiere decir tal cosa…”. Y era posible que nuestro amigo hermenéutico tuviera la razón.
En la universidad, muchos años más tarde, la profesora de gramática nos llevaba a veces ejemplos prácticos de tropos, metáforas y licencias poéticas provenientes del cuerpo de una canción del mencionado autor. Éramos tan jóvenes cuando tales letras nos hacían quebrar la cabeza, pues descubríamos en ellas la poética inusual, rompedora, hermética y a la vez original con la que soñábamos enamorar, hablar, escribir. Encima, nos cuestionábamos constantemente cómo el bardo era capaz de ponerle música a unas palabras tan rebuscadas; aunque no sólo a las palabras: los sintagmas eran –son, porque están grabados- un verdadero lío de musicalidad espiritual en el nivel superior del pensamiento humanista. Para complicar más el fenómeno social, no pocos se hicieron de una guitarra e imitaron a aquel rapsoda delgadito y con alopecia anticipada; pero chocaron con la complejidad de los acordes, del trasteo en el brazo del cordófono. No sonaba igual; sin embargo, se parecía a lo de Silvio, y eso nos valía para reunirnos a la intemperie en las escuelas en el campo.
Más o menos así se fabricó un mito de la lírica universal que en los tempranos años 60 –comenzaba eso que se ha dado en llamar revolución- destacó por su rebeldía en todos los aspectos contraculturales del sistema imperante.
No sabemos exactamente por qué hoy en día apenas ofrece conciertos populares en su país, ni por qué vive como un empresario aburguesado de la periferia protegida de la ciudad, ni qué lo motivó a alinearse a los caprichos del gobierno que lo censuró antes, ni cuál es el origen de sus declaraciones de principios, desfasadas con la actualidad de su país; hipócritas y embusteros alegatos.
Ha cumplido 60 años, dice el periódico, y ahora escribe sobre la realidad de su país, apunta además la plana de esta localidad. No es que queramos hacer la puñeta revisando los diarios, pero no hemos perdido la memoria como para obviar la trayectoria del versificador más oportunista que hemos visto pasar por delante de nuestros ojos. En la misma medida en que un ser humano destaca ante la muchedumbre, es de suponer que se espere de él la mayor coherencia, al menos, ética. Silvio Rodríguez ha podido viajar y decidir dónde poner su campamento. Comparar los sistemas –el capitalismo feroz y el socialismo edulcorado- y sacar cuentas tentativamente eficaces. Sabemos que en Cuba no hay otra opción que alinearse al poder si se quiere vivir del pasado, de los derechos de autor, de la hipocresía.
El Teatre Musical de esta ciudad se llenará, posiblemente, los días 22 y 23 del corriente mes con los nostálgicos de la era Nueva Trova progresista, de aquella etapa cuando, según el propio encartado en estas líneas, “la era (estaba) pariendo un corazón”. Al cabo de casi medio siglo se ha demostrado que lo que estaba alumbrando era un estado inamovible, dictatorial, y es una pena que haya sido así, porque fue hermosa la ilusión de cambiar el orden de las cosas, y alimentó más de un desafuero como el de mi padre, que prefirió quedarse con una muda de ropa y una preciosa mujer combatiente, haciendo el amor en los camiones del corte de caña. Se decantó por esa opción en lugar de embarcarse hacia La Florida. Luego nacimos nosotros….pero de ese episodio familiar ya hace más de 40 años. Como los tengo cumplidos, y, contrario a mi padre, brinqué el charco hacia este otro lado del mundo, llevo varios días tratando de ignorar el cartel promocional del concierto del poeta, pegado en un pirulí en la esquina de mi casa. Hasta hoy, que me provocó más de la cuenta encontrar en el periódico unas palabras suyas insultantes:
“Nadie sabe lo que es el comunismo”.
Hay que matizar, compañero. ¿A qué comunismo te refieres? ¿Al de los postulados marxistas o al que se puso en marcha en este planeta?


Otoño 2007