viernes, 31 de agosto de 2007

Menajes


Barcelona, con la fecha de publicación

Querido Jaime:
Hay varias acciones que no podré realizar en lo que me quede de vida sin recordarte. Una es comenzar a calzarme por la izquierda, y la gran mayoría de las otras está relacionada con la gastronomía. En tu casa aprendí a sentir las vibraciones del arte culinario, el buen gusto en la elaboración de los manjares que parten de una mínima materia prima, como lo es una porción de harina. El pollo al horno tres cuartos de hora, mientras la vida transcurre con su propio ritmo y tú y yo nos escapábamos de la cocina para inspeccionar el comportamiento del barrio. Me hiciste de tu mundo y también de tu barrio; pertenecí a tus manzanas gastadas por el trajín de nuestros zapatos, en busca de cualquier detalle aparentemente insignificante que para nosotros era una motivación. Dejados arrastrar por la inercia de un plano inclinado, hacia la plaza de abastos. Luego la cuesta de regreso, con las manos vacías pero hechas las relaciones públicas, y el pollo esperando a punto para un chorro de coñac. Huele bien, lo sentimos desde la puerta. La sal la pones tú, porque yo me paso. El menú se puede improvisar cuando cambiamos los planes. Eso también me lo enseñaste. Se puede hacer una gran mesa aun teniendo mínimos los almacenes. Lo importante está en el golpe de muñeca, en el estilo. La nata montada hecha en casa, la bechamel casera queda mejor. Y los postres o meriendas con frutas, el azúcar a borbotones para que no falte una reverencia. La vida está llena de azúcar; el barrio tiene encanto y gente dispares y bien plantadas que merecen un comentario. Luchar como tú por la música inmensa que hay en los archivos, simplemente por los postres caseros, por el resultado de una magdalena que creció más de lo esperado, sin lágrimas, con sabor. Cuando vea los próximos moldes de aluminio, un mercado abierto o un sifón de agua te recordaré pase el tiempo que pase. Son utensilios o lugares claves que dejaste alojados en mi mente, porque con ellos aprendí a ver la vida multiplicada en acciones que antes me parecían nimias. Todo cambia y depende del punto de vista y de las circunstancias. Nosotros, además de desandar el barrio y su aire exterior, de divertirnos en la cocina, nos hicimos amigos por el roce, no porque yo fuera tu asistente y estuviéramos obligados a entendernos. En realidad nunca fui tu asistente, ni te sentí enfermo. Quizá por eso me sorprendió tanto tener que dejarte con la soberbia por el medio. Sigo esperando tu llamada. Si no llega nunca, sentiré igualmente los cacharros de cualquier cocina asociados a ti, los postres, los helados que lleguen a mi casa.

Jorge

miércoles, 29 de agosto de 2007

Helados



Todavía creo que el haber hecho el amor tan relajadamente con mi mujer anoche se lo debo a un cura. Desde que perdí el trabajo por razones ajenas a mi voluntad, llevo un dolor de cabeza perenne, acompañado de cierta inhibición del apetito sexual. Y estos ataques con nocturnidad en la cama es mejor que sean espontáneos, porque de lo contrario mi mujer se da cuenta de que estoy raro y solemos, pues, arrastrar un sinsabor durante la semana. Así que ésta recién se inaugura distendida. La suerte de visitar a un cura abierto a los siete mares me dejó el cuerpo sereno, y la mente jabonosa.
El padre Oriol me contactó por mail después de encontrar este blog por casualidad. Hizo como en Cuba, que la gente te da la dirección de su casa y su teléfono sin apenas conocerte. Me llamó la atención esta soltura, ya tan lejana en mis referencias sociales. Era domingo, tranquilo, al menos en mi casa, y se lo comenté a mi mujer.

-Llama ahora mismo –me dijo-, no pierdes nada. ¿Es un cura, no?
-Sí, y vivió en La Habana, lo que no sé es cómo entrarle- balbuceé medio contrariado.
-Con naturalidad. Los curas suelen ser mucho más abiertos de lo que tú te imaginas. Son personas que han vivido mucho- cerró el diálogo mi mujer mientras fregaba los platos.

Busqué el teléfono y marqué su número. No sabía si preguntar simplemente por Oriol o por el padre Oriol. A la voz que atendió le solicité lo primero.

-Soy yo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
-Soy Jorge. Usted me ha dejado un correo electrónico esta mañana. ..
-¿Es de una página de Internet, no?
-Si, sí, soy cubano…
-¿De dónde me llamas? ¿De la Florida?- me interrumpió el padre Oriol.
-No, yo vivo en Barcelona…
-Ah, pensé…

Y así entablamos una conversación apurada por mí, por mis nervios, pues mi interlocutor hilvanaba las palabras con sosiego dominical. Una vez entregadas las credenciales de ambos, expuestas las intenciones a corto plazo, me preguntó si estaba soltero o casado. Mi mujer se perdía una parte del diálogo y simulaba ordenar las cosas en la encimera de la cocina. Dudé un segundo y me salió expresarme con normalidad:

-Vivo en pecado, en concubinato, como prefiera llamarlo. Mi mujer está ahora al lado mío.

El padre Oriol sonrió.

Esa misma tarde lo visitamos en su cuartel general del barrio de Les Corts, en un apartamento tirando a pequeño que compartía, al menos, con una pareja de rumanos. Desde que llegamos nos brindó helados. No aceptamos. Acabábamos de comer. Nos mostró un congelador que estaba ubicado junto a la puerta de la casa, repleto de tarrinas de helados. Oriol recibía abastecimientos de una ONG y su espacio había sido, y es, albergue de refugiados y emigrantes indocumentados, o legales escasos de recursos, o parientes de los que ya habían avanzado en la inserción en esta ciudad, también visitantes intempestivos, colaboradores del área, fumadores compulsivos parientes de los albergados, visitantes dominicales como nosotros. Nos acomodamos en un salón atestado de libros. Cada vez que encauzábamos el diálogo, alguien nos interrumpía. La mala iluminación de la sala nos convirtió en siluetas a todos. Los demás eran menos intempestivos que nosotros dos, porque, ciertamente, en la historia del padre Oriol, rica en capítulos, fuimos los últimos, o los más recientes.
Tiene 81 años y una prestancia asombrosa, más la calidez y el vuelo de su palabra que, por ser justamente la del anfitrión, esperó a cada momento el espacio en blanco. La casualidad –la causalidad, dice mi mujer- de estar ambos a mano en la misma ciudad, de poder vernos en persona esa misma tarde, no dejaba de asombrarnos. Fue bien porque él me hacía en La Florida, aunque en realidad no le dio mucha importancia a que viviera en el barrio de al lado. El padre Oriol había sido destinado a Cuba en los primeros años 60, o finales de los 50 por las Escuelas Pías, y vio a Fidel Castro entrar triunfante en La Habana. Por esas fechas, fue uno de los organizadores de la Operación Peter Pan, que sacó del país, hacia un campo de refugiados en Florida, Estados Unidos, a 14 mil niños entregados por sus padres a la Iglesia, cuando se corrió la voz de que el nuevo gobierno comunista se apropiaría de la patria potestad. Aquel episodio fue un triste juego político entre Estados y con la intervención de la Iglesia que, en su momento, provocó un desarraigo insuperable humanamente, y a la vuelta del tiempo, además de traumático, devino en una de las tantas maneras de escapar de un país totalitario. Hubo padres e hijos que no se reencontraron en 20 años. Y otros jamás.
Creo que a estas alturas, sentados uno frente al otro a un metro de distancia, tanto el padre Oriol como yo no estábamos dispuestos a perder el tiempo en dilucidar quién se llevó los puntos de la Operación Peter Pan, al menos en un primer encuentro. Era domingo y la casa estaba atestada de gente. A mí me pareció que él estaba por encima del bien y del mal, tratando todo el tiempo de que nos lleváramos de regreso a casa una cantina de helados. Entre conversaciones ligeras, humo de tabaco y el crecimiento amenazante de una Torre de Babel, me declaré anticastrista, aunque mi mujer me aseguró después que no hacía falta, que eso él lo sabía, y que, en definitiva, no le interesaba tanto. Me enteré por él de que el actual embajador norteamericano en España fue uno de los niños de la Operación Peter Pan. La vida da muchas vueltas.
Llegar a los 81 años, lo sé muy bien, no es tan fácil, y sobre todo mantenerse sin parecer un cascarrabias. ¿A quién le contará la verdadera historia el padre Oriol; quiero decir, su verdadera historia? Me ofrecí de oyente, claro. Él me insistió en que no dejara mi teléfono, que su mente anda volando y se le extravían los papeles, que lo fuera llamando poco a poco.
Bien, acepté. Me fui de su parroquia con mi mujer en pecado concebido y confesado, más tranquilo que horas antes en las que elucubré qué podía pretender de mí un cura catalán de 81 años, jubilado.

-Me persigue la senectud- observé en la calle, mientras esperábamos el autobús.
-Sí, parece un designio. Ahora te recomiendo que no le des más vueltas al asunto. No sé qué vamos a hacer con tanto helado. No nos cabe en la nevera –sonrió mi mujer, quitándole hierro al asunto.
-Al final no le hicimos una foto al padre Oriol.
-Mejor, no te preocupes por eso, así no le robamos el alma.

Llegamos a casa y pusimos una película alquilada, El lápiz del carpintero, un conmovedor reflejo de la guerra civil española que terminó en dictadura, en la que la Iglesia, en tanto institución, contrariamente a como ocurrió en Cuba, funcionó como aliada del Estado.


Verano 2007

domingo, 26 de agosto de 2007

Altramuces


En el invierno/primavera de 2005, la agencia para la que trabajaba me ubicó al lado de un hombre relativamente joven que padecía Esclerosis Lateral Amiotrófica, la más rápida, me han dicho, de las enfermedades neuro/degenerativas. Cuando llegué a su casa por primera vez, lo encontré sentado en el sofá con una expresión en el rostro bastante desesperada. Había perdido el habla y su cuerpo apenas alcanzaba los cincuenta quilos. Estaba conectado a una sonda clínica por la que le suministraban los alimentos líquidos, directo al estómago. Fumaba cigarrillos negros, uno detrás de otro, y adoraba el fútbol. Su casa era un cómodo apartamento del Eixample, de puntal alto. Lo tenían muy bien arreglado, con un toque femenino indudable por todas partes. El baño, y en general toda la casa, estaba impoluto siempre, durante los días en que trabajé con ellos. Su mujer se mostró muy amable conmigo. Me dio las llaves el primer día, quizá porque, al ir de parte de una agencia especializada, le inspiraba confianza, y también porque Ramón pasaba mucho tiempo solo sin poder moverse. Estuve una semana con ellos, porque Ramón murió enseguida. Su existencia era un calvario. Ya no movía las piernas y apenas los brazos. Había perdido el apetito. Sus músculos de la garganta no le funcionaban. La inyección lenta de alimentos que le suministraban le provocaba náuseas. Mi presencia era una ayuda, pero, supongo, en su mente era también la contraposición de su desgracia, era el galán repentino y lleno de vida que se había metido en su casa. En los escasos cinco días en que lo saqué al parque para que viera la Sagrada Familia, le escuché si acaso cuatro palabras, pues yo hacía el diálogo suponiendo lo que él quería expresar. Una de las pocas palabras que mal articuló fue altramuces.
Tuve que buscar ayuda para poder entenderlo. Hasta que lo hice escribir la palabra, nueva para mí. Era su último deseo y yo no lo sabía. Buscamos los altramuces por los supermercados y puestos de frutos secos de los alrededores, y no los encontramos. Era un viernes por la tarde. El domingo, su mujer me llamó por teléfono para darme la noticia de su fallecimiento. No fui al funeral –tendría que ir a muchos-, así que me acerqué en cuanto fue posible a su casa para devolver las llaves y un billete de cincuenta euros que Ramón me había dejado para los altramuces que nunca volvió a saborear. La mujer no recogió el billete, me lo regaló agradecida. Un par de años más tarde, mi suegra puso en la mesa unas legumbres que nadaban en un plato. Entonces conocí los altramuces y recordé la introspección que escribí por aquellos días en los que estuve con Ramón, hundiéndome en la perspectiva de sus pensamientos que, desgraciadamente, carecían de voz.

Verano 2007

Soy un hombre invisible. Soy un hombre inconsistente, frágil, penoso. Soy espectador de todo, yo que me fijaba sólo en ciertas cosas. Vivo una vigilia permanente, desde que me levanto hasta que me acuesto, desde que me tiendo en el sofá hasta que me incorporan y me sientan en una silla de ruedas. Mientras tanto lo siento todo: el paso del tiempo, que sé que pasa por las llamadas de mi vejiga, el cambio de la luz en este invierno que ni siquiera puedo detestar; el ruido del motor de la nevera, la descarga del baño en el piso superior, el telefonillo de mi puerta que nadie contesta, el ladrido del perro del vecino, el chasquido corredizo del ascensor, las puertas oxidadas de la escalera, las sirenas de las ambulancias, las de los bomberos. No vivo en Nueva York. Vivo cerca de dos hospitales. En una cuidad ruidosa y espléndida. En un barrio con manzanas cuadriculadas donde todo el mundo me conoce.
Siento la fragancia de mi mujer en mi soledad, su olor a peluquería, su perfume mañanero, su hálito coqueto, protegido de todas las miserias humanas y de mi desgracia; huelo nuestra habitación ordenada, limpia, acogedora, cálida, envolvente, seductora como sigue siendo, femenina. Inhalo el impacto de los cocidos, de los embutidos, de los caldos, de las pastas, de las leches; de los pocos vinos que ya quedan en casa, de las tímidas mieles, del azúcar, del café inapropiado; del tabaco negro situado en primer plano, entre mis dedos siempre, las 24 horas del día.

Imagino cómo se cuela el humo por la rejilla del acondicionador de aire, viajando por el conducto hasta la calle, manchando de amarillo las paredes de la manguera. No me interesa pensar en el color de mis pulmones. Quiero aprovechar el tiempo para investigar el curso de las cosas nimias, asegurarme de que los desechos lleguen a los ríos o a los mares. Aquí en el centro no tenemos ríos. Por ende, no tenemos puentes. Tenemos un mar insultantemente bello, como diría una gran amiga, y un cielo insultante en verano. Ahora no. Ahora hay nubes quita sol. Baja un frío escalofriante, y valga la redundancia, pero es que no tengo otra frase para nombrar la imposibilidad de salir, lo cual me obliga a agudizar mis sentidos para no perder la calma entre cuatro paredes amarillas.

Siento un calor artificial sobre todo mi cuerpo. Tengo la ventanilla del acondicionador de aire a sólo tres metros. Me quema la impotencia de no poder levantarme y alternar mi microclima con la temperatura exterior, aunque los cambios bruscos me hagan daño. Ya no me interesa la prudencia. Quiero experimentar mis alcances, mis búsquedas íntimas, mis recogimientos. Gozar mi voluntad hasta morir de capricho. Me hiela la impotencia de no poder expresarme. Y, cuando digo expresarme, me refiero concretamente a disponer de mí mismo, de mi volumen, que no es otra cosa que el lugar que ocupo en el espacio. Tiemblo al ver por la televisión paisajes nevados aquí cerca y no poder tocarlos. No quiero que me resuman la vida a través de una pantalla extraplana de treinta pulgadas.
La vida no tiene límites porque yo puedo contarla todavía. Quiero decir, pensarla, ya que no puedo hablar. La voz, me he dado cuenta ahora, no es tan importante. Me importa un carajo que se esfuercen en saber lo que quiero, que tracen preguntas para obtener mis monosílabos, que sufran mi silencio, que se empeñen en salvarme, porque ya yo no tengo remedio. Y no es venganza. Lo que quiero es mirar tranquilamente todo sin sentir la presión de los otros. Veo a mi mujer tan hermosa como siempre, con sus caderas fuertes trajinando de un lado a otro por el pasillo, maquillada, perfumada, arreglada de pies a cabeza; veo a mis hijos sanos, juveniles, emprendedores, suyos en todos sus actos, firmes en el día a día; mis vecinos en plena rutina, lastimosos conmigo, asustados por las casualidades de la vida, hipocondríacos. Porque me sacan a pasear y, de refilón, a pesarme en la farmacia.
El barrio no va a cambiar por mí, porque yo lleve permanentemente una sonda acoplada a la barriga, porque parezca un lagarto calvo, porque ya no conduzca mi automóvil, porque conduzcan mi cuerpo arriba y abajo sorteando barreras arquitectónicas, porque se imaginen mis manos esqueléticas debajo de una manta, porque necesite que me lleven a mear. Ahora que todavía puedo pensar, ver el fútbol, fumar, ojear los labios pintados de mi mujer, oler el vino, temblar de calor en una estación imprecisa del año; ahora que me importan tan pocas cosas, exceptuando mis gafas graduadas y dos o tres utensilios más, me gustaría tener un poco de tiempo.

viernes, 24 de agosto de 2007

Se busca alojamiento



El primer lugar que encontraron las palabras revueltas de mi mente fue la boca de mi estómago. Allí estuvieron alojadas, más o menos, seis años, hasta que mi mujer me sugirió ofrecerlas al éter mediante un espacio virtual –el presente-, viendo que el solo proceso de la escritura no resolvía mucho, pues las palabras dormidas en casa se iban anquilosando, convirtiéndose en un material ferroso en forma de candado. La idea de una bitácora, o sea, lanzar la flecha bien lejos, era el primer paso para romper con un círculo vicioso en el que yo vivía a la fuerza. Nunca tuve vocación de ermitaño; sin embargo, el haber emigrado hacia un país desconocido y haberme quedado ilegal durante un lustro, reciclado en cuidador de ancianos y enfermos terminales, a la par de vivir intensamente todo lo que fuera una novedad –pasa rápido la novedad-, me torció bruscamente el carácter y la extrema confianza en todo. Intuitivamente, fui dejando constancia de mis días en papeles caseros, vaciando el pensamiento para dar lugar a nuevos derroteros, como debe ser mejor para vivir. En realidad, el tiempo asignado por mí para pasar de cuidador de ancianos hacia otra actividad remunerada se extendió más de lo previsto. De manera que estas crónicas, como, por ejemplo, la próxima que aparecerá aquí, versan más sobre el dolor o la melancolía. Ese era un punto peligroso en el que estaba girando mi vida, por lo que el blog dio salida a tal pasado y marcó un punto de arranque, una vez más en todos estos años. Llevé, pues, los textos aparecidos en pantalla, más otros inéditos, a registrar como derechos de autor, por un módico precio de seis euros, en una oficina que incluso está cerca de mi casa. Mi mujer y yo preparamos un volumen de ciento cincuenta páginas, realizando un trabajo de edición y diseño de portada doméstico, cuyo resultado nos hizo felices. El próximo paso será encontrar una editorial, para alojarlo en páginas impresas menos interioristas que las nuestras. Lógicamente, tuve que escribir un prefacio, y esto me tiró en marcha atrás, sacándome lágrimas que se habían quedado atascadas en antiguos procesos de descompresión. Lo importante es que salieron y pude proyectar una visión de futuro. Si el libro nunca llega a las prensas, eso no importa tanto. Lo bueno es que ya hemos sembrado un árbol, literalmente, y terminado un libro en casa.
Falta tener un hijo, lo sé. Ese es un tema que nos ronda y del que daremos noticia por aquí, porque el blog funcionará independiente al camino de la imprenta.

Verano 2007

miércoles, 22 de agosto de 2007

Y, sin embargo, la Tierra se mueve



El espantoso terremoto que ocurrió hace pocos días al sur de Lima, en Perú, se sintió en Barcelona y no precisamente por causa del Efecto Mariposa.

Resulta que, bien dicho por el refrán, la gente se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Y yo, que jamás llamo a Solange, no podía aguantar más por la preocupación, así que tomé el teléfono y la contacté bastante preocupado por la situación de su familia, de algún conocido suyo, y por ella misma, aunque vive a miles de kilómetros de donde ocurrió la desgracia. Respondió enseguida, a los tres timbrazos, pero, lógicamente, su voz era un manojo de nervios, sonaba como un hilo casi transparente a punto de deshacerse.

-¿Pasó algo con tu gente?-pregunté veloz.
-No, mi familia vive bastante lejos del epicentro sísmico, auque el terremoto fue tan grande que se sintió en todo el país.
-¿Y tú cómo estás?
-Mal. Anoche no pude dormir nada, tratando de comunicarme con mi familia, primero, y luego, cuando por fin hablé con ellos, tenía un dolor en el pecho que aún me dura.
-No puedes quedarte así –le dije-. Si quieres te acompaño al médico.

Solange es sumamente tímida, con temperamento asiático, diría yo, con permiso de la psicología clínica. Tardó en aceptar mi ofrecimiento, pero parece que el dolor le llegaba hasta los pulmones y le costaba respirar. Así que, humildemente, quedamos en la puerta del Hospital Clínico de Barcelona, uno de los centros médicos más antiguos y prestigiosos de esta ciudad.

Estaba igualita, un poco más envueltita en carne, tal vez, y presumida como siempre. Hacía años que no nos veíamos, aun viviendo los dos aquí. Nos llamábamos para navidad y cumpleaños, y a veces cumplíamos las felicitaciones a través de la mensajería móvil que llevamos en el bolsillo. Me agradó verla. Nos abrazamos, con cuidado de no apretar mucho los torsos. El dolor no le había mermado nada. Le dije que, según mi experiencia, eso que tenía era una descarga nerviosa alojada en la zona torácica, pero que era conveniente que la viera un médico para estar tranquilos. Estaba destrozada emocionalmente. Y no era para menos. Las imágenes que mostraban los telediarios sobre el desastre en su país eran sobrecogedoras. Recuerdo, incluso, un plano morboso de Antena 3 en el que se veía un velatorio en plena vía pública, en medio de la desolación y el desconcierto total que provoca no encontrar a tus familiares, o hallarlos sin vida, con un paisaje terrible de fondo que no era otra cosa que un amasijo de hogares.
Subimos a Urgencias con esta misma palabra en el rostro. Los dos. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede provocar un dolor así hasta que no lo dictamine un electrocardiograma, emparejado con una radiografía. Después de tomarle los datos, a Solange le dieron una manilla de papel y le indicaron la puerta del ascensor correspondiente. Hasta allí llegué. Me fue prohibido el acceso por razones de seguridad y me instaron a que la esperara en una sala en la planta baja. Ya conocía el mecanismo. Estuve hace unos meses cumpliendo el mismo rol con mi mujer que tenía dolores cervicales. Llevaba un libro. Lo abrí y me puse a leerlo.
Al cabo de dos horas, llamé a mi mujer para decirle que me recogiera allí. Le conté lo de Solange, y entendió perfectamente mi papel de acompañante. Le dije que, si dentro de una hora no tenía noticias mías, que fuera directo al Clínico.
Así fue. Mi mujer salió del trabajo directo adonde yo estaba, y por el camino compró algo ligero para comer y beber. Había dos opciones para el desenlace con Solange: una era que bajara por sus propios pies, tal y como subió, lo cual indicaría que no tenía nada preocupante, que habían sido los nervios, tal y como yo sospechaba o quería sospechar. La segunda opción era que nos llamaran por megafonía, y eso significaría que la dejarían ingresada.
El tiempo en una sala de espera de un hospital tiene una descripción particular. Es, más que pesado, denso. Se crean duricias en la espalda, glúteos y en la frente, de tanto pensar, porque, al cabo de cinco horas, es difícil seguir concentrado en la lectura. Cada vez que se abría el micrófono, queríamos escuchar su nombre aunque esta no fuera la mejor opción. Mi mujer no conocía físicamente a Solange, por lo que, según me pareció, intentaba ponerle rostro constantemente al abrirse las puertas de los ascensores. Yo negaba con la cabeza. Le hice una descripción básica, pero no sirvió de nada. Seguíamos mirando a toda la gente, al borde del desespero. Seis horas después de haber llegado yo con Solange a ese hospital, y ante el aislamiento al que estábamos sujetos los acompañantes, decidimos buscarla por todas las plantas, incumpliendo la normativa de seguridad.
Una pareja de ancianos muy amables nos había escuchado. Ellos nos sugirieron que comenzáramos por el segundo piso, que era donde tenían concentrados a la mayoría de los enfermos de urgencias. Así hicimos y, en efecto, era la sala de medicina general. Allí preguntamos en la recepción a una chica joven bastante amable, pero al mismo tiempo marcial. Se notaba que no podían ofrecer excusas de ningún tipo, por no filtrar información, supongo, aunque, por solidaridad, entendían la mala cara que llevábamos. Yo no recordaba el apellido de Solange. Verbalicé una descripción con los datos que tenía entonces de ella –sin entrar en intimidades-, y alcanzó para ubicarla. Estaba allí. Mi rostro alarmado perfiló algo de suavidad intersexual para lograr una conquista, una orden a mi cerebro que no recuerdo haber concebido, pero seguro fue instintiva. La chica accedió a dejarme pasar. Apretó un botón oculto debajo del mostrador y se abrió automáticamente una hoja de la inmensa puerta blanca que bloqueaba el acceso al misterioso deparamento de Urgencias. Había decenas de personas sentadas en sillas de hierro como si fueran escolares, totalmente en silencio. Localicé a Solange a la izquierda del salón, pegada a la puerta, con una cara triste, tan desolada como las de las imágenes de la televisión. No era para menos. Llevaba seis horas sin comer nada, con el teléfono móvil desconectado, sin poder levantarse de esa silla fría, excepto para ir al baño, con el dolor persistente en el centro del pecho y la respiración comprimida. Todavía no la había visitado un médico.
Me pidió que me fuera a casa, que no tardarían en visitarla. Le dije que mi mujer estaba conmigo y que no nos moveríamos del hospital hasta saber finalmente qué tenía en el pecho. No nos dejaban llevarle nada de comer ni de beber. Había que esperar. No teníamos alternativa. Dejé a Solange con la palabra en la boca, suplicándome que nos fuéramos. La chica de la entrada me dijo que se había agotado mi tiempo.
Bajamos un poco más tranquilos, con dolor de cabeza ambos. Nos automedicamos con ibuprofeno y salimos al patio interior del edificio a tomar aire. Tres horas después bajó Solange, sola.
Era lo que suponíamos: un golpe de pánico alojado en la musculatura del pecho. Llevaba el electrocardiograma en una mano y en la otra una radiografía. La enviaron a su casa a descansar, a tomar paracetamol y a olvidar. Esto último era imposible. Su país estaba en emergencia universal, bajo un estado de shock absoluto y ella, en la distancia, sentía el temblor de la tierra bajo sus pies. Tenía el cuerpo frío y el rostro inexpresivo. Había tardado unas nueve horas para que la viera un médico de Urgencias de uno de los mejores hospitales públicos de Barcelona, ciudad europea que se nutre del abono mensual para seguridad social que, entre otras personas, realiza Solange.

Verano 2007


(Nota: Mientras escribía esta crónica, los despachos noticiosos daban cuenta del envío español de asistencia médica hacia Perú)