miércoles, 17 de octubre de 2007

Vicentico



Entre los grandes recuerdos que conservo de esta ciudad y mis días –todavía corrientes- aquí, está la sonrisa de un octogenario alto y grueso como una montaña. Cuando quería explicarme algo de sus años mozos, bajaba un poco el mentón para mirarme en contrapicado y hacer, pues, la señal de complicidad, de bajo metal de voz y alta fidelidad. Me secreteaba entonces sus grandes hazañas, que consistían en viajes a Argelia como comerciante de textiles, hasta la construcción de un búnker en pleno campo catalán, pagado al contado cuando tenía alrededor de 60 años.
Fue un inteligente y emprendedor hombre de negocios al que conocí en el ocaso de su vida, una mañana tranquila y primaveral en la que lo saqué de la cama con la ayuda de su esposa. Ese despertar se convirtió en un ritual varios meses.


-Jorgito, ya estás aquí-, me decía con la misma sonrisa enternecida de abuelo refunfuñón, guerrero hasta la médula, pero cascarrabias y testarudo como la gran mayoría de hombres acostumbrados a llevar el mando de un sistema cualquiera durante toda la vida, sin darse cuenta de que el declive ordinario de la naturaleza humana nos obliga a cambiar los hábitos.

-Sí, Vicentico. ¿Cómo has dormido?- respondía pronto para que escuchara mi voz lo más rápido posible y me dibujara su sonrisa indómita.

Caminaba con un andador a pasos cortos y profundos, hundiendo un mar de alfombras que tapizaban su apartamento barcelonés, trampas asustadizas en las que se enredaron más de una vez sus zapatos, los míos y las puntas de gomas del andador. Nunca llegamos al suelo, y eso fue una suerte tremenda, porque no hubiera podido levantarlo. Me contrató para que lo ayudara a prepararse al comenzar el día, que para él alboreaba a las diez de la mañana. Estoy seguro de que me tomó cariño. Me lo demostró más de una vez con los apretones de manos, con la mirada tierna, con la garganta temblorosa por las emociones, con los pequeños detalles de esta vida que consisten, parece mentira, en preguntas tan simples como interesarse por nuestras familias.

Disfrutaba de mis manos y de mis maniobras para afeitarlo con una Braun algo avejentada, aunque seguramente el electrodoméstico formaba parte de su arsenal de guerra. Se reía a carcajadas cada vez que, dentro de la bañera, se encontraba con sus vergüenzas al aire y utilizaba, siempre, la misma broma:

-¡Fíjate, Jorgito, en lo que ha quedado esto! ¡Y pensar que fue una potente sala de máquinas!

Yo siempre lo recordaré con agrado porque me hizo sentir su amigo, sin marcajes de zonas geográficas. Cuando la senectud toca a la puerta, se suelen perder las reservas y el pudor, y ya importa poco de donde uno sea, de donde sea el cuidador, el enfermero, el peluquero. Se lucha contra el peso de los años, reflejado en achaques más o menos llevaderos, en dependencia de nuestros hábitos de antaño y de la suerte que nos depare la naturaleza. No hay más que hacer. Contar los días o no contarlos; vivir o no al margen de las cosas; continuar amando la sencillez del contacto físico, del beneficio de la memoria, o no.
Vicentico había sobrevivido a una guerra. Había combatido en la vertebral Batalla del Ebro, movilizado por los rojos de su territorio, y apresado, en buena lid, según me contó, por los nacionales. Estuvo al borde de la muerte cuando un obús lo alcanzó. Entre las bromas que me hacía en la bañera, estaba mostrarme cada día el agujero que le quedó para siempre en una cadera. Pero, con marcas y todo, supo, como muchos españoles, sobrepasar la amarga experiencia de una contienda civil tan devastadora. Se sumó a la España del progreso –con un poco de suerte y astucia- y se convirtió en un hombre de negocios, navegando viento en popa dentro la Cataluña próspera de los años 70 y 80. Se jubiló, digamos, con las metas cumplidas, y con mucho mundo por debajo de las ruedas de su automóvil. Por eso, como colofón, compró, otra vez con buena suerte, un terreno no muy lejos de la gran urbe condal y se hizo una estupenda casa de piedra que durará lo que Dios quiera, por decir una frase cualquiera.
En estos días, por casualidad, me llevaron por sus predios. Era un festivo por el día de la hispanidad, y salimos al campo. La vida quiso que pasáramos por delante de una finca amurallada que yo conocía muy bien. Estaban las ventanas abiertas y un coche adentro en el porche. Con mi timidez, pasé de largo y no pregunté quién habitaba esas gruesas paredes y, en fin, ese ambiente interior de caza de alta montaña, con su chimenea original, las encinas afuera, el perro correteando si tuviera que realizar un dibujo a lápiz a mi medida. Se me estrujó el corazón solo de pensar que Vicentico fue a morir allí tranquilamente como última voluntad, en su gran obra que no destruirá un rayo, ni el sol, ni el tiempo. Solo los herederos, cualesquiera que fueran, podrán echar abajo el retiro de un hombre que nunca perdió la sonrisa.

Otoño 2007



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yoyi:
Estuve buscando en mi endemoniada computadora tu e-mail y parece que lo he perdido, no se si tu tendras el mio. Amaury. Saludos
He estado leyendo tus blogs, son bien entretenidos y sobretodos buenos. cuando tengas el libro liste, avisame.
Un abrazo hermano,
Amaury

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge.
Estos relatos me gustan y pienzo que es una buena fuente para algo mas aya de una cronica. Estan llenos de ternura y de experiencias, sobre todo para aquellos que pensamos que hay vida despues de la junventud...
Saludos, Eduardo.