lunes, 26 de noviembre de 2007

Cuéntame cómo pasó (III)



Quién sabe cuándo volveré a ver a aquel hombre de gafas graduadas, cordobés, hijo adoptivo de Cataluña, que de vez en cuando se paseaba por la tienda donde trabajo. No irá más a verme, o quizá me equivoque. Creo que lo espanté. El sólo me contó una conmovedora historia porque mi acento le llegó al oído, filtrado entre el bullicio de un día típico de ventas, en el que un mar de gente pasa por delante del mostrador con hijos, perros, bicicletas, padres, abuelos y también con la más profunda soledad.
Mi canción le adornó el camino de tal manera que llegó directo a preguntarme si era cubano. Esa pregunta, si acaso, me la dejan caer al final, en la caja registradora, poco antes del adiós.
Y es fácil de entenderlo. Mi presencia en el suelo de España representó de súbito la proximidad a su propia carne, y me habló envuelto en lágrimas de la isla de Cuba. Al principio estuve escuchándolo sin parpadear, sin mover un músculo de la cara. Creo que mi jefe se dio cuenta de que no estaba vendiendo nada. El hombre no reparó en que me estaba robando el tiempo de trabajo. Necesitaba desahogarse conmigo; me eligió sin avisar, pero le respondí con sumo interés.
Su hermano mayor había desertado del ejército cuando cumplía servicio en Venezuela, en los años de la postguerra. Ciertas autoridades eclesiásticas lo delataron y el mando superior lo subió, junto a dos amigos también fugados, a un barco que haría a la vez de prisión preventiva. En ruta hacia esta península, se lanzaron al mar y nadaron a ciegas. Llegaron a tocar tierra en la orilla de una casita modesta alumbrada por un farol. Allí fueron atendidos por los propietarios de la choza, y a partir de entonces cobijados. Todos cambiaron sus nombres, sus apellidos. Se apellidaron, pues, como la familia de la casa que tenía una sola luz. Eran jóvenes. De manera que comenzaron una nueva vida llenos de ilusiones, de calor humano. Al escuchar el distintivo de la tierra a la que habían arribado, sus ojos se empañaron de alegría, contrariados como estaban porque el nombre de Cuba les decía algo más que una referencia. Era un proyecto de vida tentador lo que se les cruzó por delante, el sueño de la pequeña empresa, de la bodega de víveres, de hacer las américas sin pensarlo mucho. En la isla de Cuba crecía la gente trabajando en los oficios de la vida, y se estiraba uno rápido en el patio del amor. Allí estaban las mulatas, un producto materialmente español, junto con las alpargatas y los potajes de legumbres.
Allí se quedó el hermano de mi cliente, no sé bien si Juan o Manuel, porque no tomé notas sino en el aire. Pero esta historia se supo muchos años, muchas décadas después. Su hermano había desaparecido en Venezuela. Como es de suponer, la estancia cubana le dejó hijos y nietos, lo amarró a la revolución militarizada que dura hasta el día de hoy, y esta revolución lo ajustó a sus leyes. El hermano que me narró esta historia –no sé si Manuel o Juan-, se marchó sin decirme por qué no tuvo noticias del desaparecido durante décadas, hasta que el programa de televisión andaluza Quién sabe dónde lo encontró en la provincia de Matanzas, a unos cien quilómetros de La Habana, en el año 2000, y lo trajo a España, y ellos se abrazaron y luego el de Cuba se dio la vuelta, y ahora quiere legarle su nacionalidad a su familia del Caribe.
Supuese, dándole vueltas al asunto durante un viaje en autobús, que el de allá desapareció involuntariamente porque, a partir de los años 60, nadie de la isla podía cruzar epistolarios con gente del exterior. Eso era un pecado capital. En Cuba durante casi tres décadas dejó de funcionar correctamente el servicio postal. Solo llegaban cartas de Angola –de un lugar no esclarecido de la selva africana-, y de los llamados países amigos, que estaban ubicados en el mapa de Europa del este. Mi familia por la línea materna desapareció en Venezuela. (Donde en principio se había evaporado el desertor de este cuento). Y nunca más he sabido de ellos. Así que, atando cabos, le incorporé a la narración de este emocionado cordobés un salto en el tiempo, una franja oscura que él no quiso o no supo contarme.
Quedaba saber si aún vive el hermano de allá. Y sí, con ochenta años cumplidos, trabajando todavía, trabajando para el gobierno, me dijo mi cliente.

-En Cuba todo el mundo trabaja para el gobierno –apunté-. ¿No piensa volver a verlo?
-Por supuesto, quiero arreglarle los papeles a él ya su familia para que vengan. Mientras haya vida, hay esperanzas – se despidió con un nudo en la garganta, no sé exactamente si Juan o Manuel. Me dijo adiós otra vez en la puerta.
Mi jefe se me acercó para preguntarme qué quería aquel señor.

6 comentarios:

Al Godar dijo...

Muy bueno...!
Saludos
Al Godar

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge. Muy Bueno!
Este tema de inmigrantes, imigracion, desesperados, esperanzados, ilucionados, enamorados. Todo un laberinto.
Saludos, Eduardo.

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge.
La foto es buena, hay una mirada hacia la esperanza.
Saludos, Eduardo.

Anónimo dijo...

Buen artículo.
Eduardo, también puede ser una mirada a la esquina donde la brigada canina arremete contra unos inmigrantes colombianos... Saludos.

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge...
"El Mundo está lleno de pequeñas alegrías: El arte consiste en saber distinguirlas".
Saludos, Eduardo.

Jorge Ignacio dijo...

Hola, Eduardo. Ya veo que alguien te respondió aludiendo al lado duro de la vida, que, en efecto, existe, aunque yo y creo que tú preferimos pensar en que esa familia de la foto, con el perrito, están mirando alguien que se acerca con un ramo de flores. Estoy algo retrasado con el blog. Espero que la tienda me de un margen para escribir. Aunque, por otro lado, me regala historias como estas.
Un día como hoy, en el periódico, estaríamos escribiendo algo sobre el desembarco del yate Granma, sobre el desfile militar en la plaza mayor, o sobre las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Aquí en Barcelona es un domingo espléndido sin nada más que tranquilidad. Cada vez siento más lejanas aquellas referencias militares de la isla. Un abrazo.