sábado, 26 de enero de 2008

Una brecha



En el corazón de una ciudad se puede estar perdiendo el tiempo mirándola desde lo alto, hablándole al oído con la voz direccional y la vista clavada en un punto extraordinario; pidiéndole desde lo más profundo de tu alma que te deje entrar, que despeje una brecha para ti, porque sabes que hay espacio para todos. Puedes dedicarle meses e incluso años al mismo soliloquio, a la canción urgente, porque ves que la vida transcurre a pesar de tu circunstancia, y no puedes detener nada, ni la grúa imponente que brotó una mañana de domingo frente a tu ventana y no sabes cuándo la dejarás de ver. Ni la boira (en catalán) que te cala hasta los huesos, a ti primero que estás en lo alto permanentemente, a los cuatro vientos escuchando el tintineo de los cristales que parecen rajarse. Es un plano cómodo e incómodo a la vez. Lo dominas todo con los ojos. No lo puedes tocar. No lo puedes acariciar. El paisaje es un hecho intangible toda vez que estás a la espera de que alguien te abra una puerta de las cientos de miles que existen en la ciudad.
Pasa el tiempo y despiertas un domingo sin el monstruo de grúa que tenías tocándote las narices. Se despeja un cordel de acero en tu campo visual, pero tienes que irte. Tienes que marcharte de ese lugar.
Estás en el corazón de un barrio del centro de la ciudad y no ves el interior de los mundos pequeños que existen en cada comercio y en cada casa. Estás a pie de calle. Tu perspectiva es la de un hombre terrenal que gasta la suela de sus zapatos dándole la vuelta a un año par y a otro impar. No te fijas ahora en las cúpulas de los edificios, en las grúas; sin embargo, puedes oler lo que emana cada momento y escuchar a tu altura la letanía de las sirenas, el rugir de las ambulancias y el de los motores individuales. Para comprender el interior de los comercios tienes que olvidarte del plano en picado que tenías antes. No es compatible una realidad con la otra. Desde lo alto todo se veía bien y tú lo sabías. Ahora lo acabas de corroborar. Te decepcionas aun así. Pero te asusta menos la vida porque puedes tocar algunas cosas.
Pasa el tiempo sin darte cuenta. Eso significa que estás en un camino normal. Trabajas en el corazón de un barrio obrero de la periferia de la ciudad donde llegas cada día al pecho de la gran mayoría de tus clientes. Son gente sencilla, elementales a veces. Trabajas para la gente que construyó la era moderna de esta ciudad. Son viejos, engreídos, dueños de su barrio en el sentido de pertenencia que crean los años con respecto al uso de las calles. Esas personas mayores van a tu puesto de trabajo para hablar, básicamente para hablar y sacarse del alma un pasado duro y un presente desolador aunque no les falte nada material.
Estás de vuelta a tu casa luego de un día de trabajo y adviertes, casi al llegar, que han demolido un edificio y queda el espacio en blanco. Observas, desde la calle, el interior de una manzana. Descubres en el corazón de la ciudad un mundo despintado y mohoso, con las sábanas colgando de los balcones, y algunos balcones derruidos; los trastos de la gente, sus hábitos, su mundo interior. Estás a pie de calle, han pasado años desde aquellas conversaciones en las alturas y encuentras la puerta que pedías sin que nadie te la ofreciera. La descubres tú mismo. Te pertenece.

9 comentarios:

mharía vázquez benarroch dijo...

querido jorge
como siempre bella tu nota...así es la barcelona de los inmigrantes como nosotros, no hay más.
un gran abrazo desde caracas.

Anónimo dijo...

Brillante reflexión... Justo el sábado, cuando decidí subir a recoger la ropa que había tendido en el terrado, me tomé un tiempo para observar mi paisaje e inevitablemente, apareció en mi mente una reflexión que hacía tiempo había olvidado... Vi los cientos de pisos q rodeaban a mi bloque y pensé cuántas vidas, cuántas realidades, cuántos pasados y cuántos sueños viven en cada hogar... para algunos hogar, para otros seguro que también infierno... Ojalá pudiéramos unirnos todos y compartir nuestra humanidad. Un fuerte abrazo

Jorge Ignacio dijo...

Las grandes ciudades, querida Ana, tienen la "gracia" de ser impersonales, aplastantes, en las que uno solo es un número que corre hacia el metro. Nada más. Es una triste realidad. Hace años me fui a una ciudad pequeña, a Gijón, buscando entre otras cosas un poco de humanidad, pero la vida quiso que no me quedara allí. Así que volví a la gran urbe y aquí estoy todavía escribiendo estos párrafos metropolitanos. Lo más triste de esta realidad es que cada vez más nos refugiamos en nosotros mismo, en nuestra campana de cristal. Conocí lo que es vivir en una capital populosa, La Habana, con dos millones y medio de habitantes -igual que Barcelona- y sin embargo allí la gente se conoce y se enamora en una parada de autobús (guagua), en cierta manera porque la guagua pasa cada una hora. Echo mucho de menos ese contacto. Aun así, no me arrepiento de haber emigrado, porque para conocer la realidad europea tienes que vivirla en carne propia. Nadie te la puede contar para creerla. Un abrazo. Gracias por darte una vuelta por aquí, queridas Ana y María.

Anónimo dijo...

Simplemente decirte que tendré que viajar a Cuba porque por lo que me cuentas mi destinó está allí... Siento nostalgia de algo que todavía no ha ocurrido y eso es enamorarme de una manera tan mágica como un tropiezo, una mirada y una conversación improvisada a la salida de una tienda de libros, en una estación o en una parada de guagua. Eres rico de espíritu y eso te hará encontrarte con gente que también lo sea, no caigas en los límites de las barreras de cristal, protégete pero deja siempre un resquicio abierto para no acabar siendo tan sólo un número más que corre hacia el metro... De hecho, dejando tu esencia en estas letras ya estás dejando de ser uno más... para convertirte en UNO. Un abrazo

Queseto dijo...

Interesantes esos planos, Jorge.

Jorge Ignacio dijo...

¿A qué planos te refieres, ilustrísima amiga? ¿A los de la perspectiva de la foto de abajo, o a los planos filosóficos de esta "descarga" emocional sobre la ciudad? ¿Das por sentado, entonces que ese soy yo? El de la foto, digo.
Quizá, tal vez, maybe...

Queseto dijo...

Me refiero a los que se describen en el relato: "mirándola desde lo alto", "Estás a pie de calle", "Para comprender el interior de los comercios tienes que olvidarte del plano en picado que tenías antes"... esos planos, mezclados con los filosófico/emocionales. Oye, ni me había fijado en la foto. Entonces, ¿eres tú?

Yo luché durante 5 años para establecer una mínima "relación" con Madrid. No hubo manera. Me fui echando y llegué al mar. Y aquí sigo. Rodeada de mar por todas partes...

Y lo de la demolición del final me trae un triste recuerdo cuando, hace poco, visitando mi lugar de nacimiento, allí donde se levantaba fuerte y firme la casa donde pasé mi niñez, sólo había un hueco. El shock fue duro. Y lo hicieron sin preguntarme, sin avisarme... Tardé bastante en sobreponerme.

Jorge Ignacio dijo...

Hay una crónica en estas páginas ("El portazo de una chica Alomdóvar", ver en Ediciones Bob)que habla sobre alguien que no se adaptó a Barcelona,y se fue a Madrid. Creo que el mejor lugar del mundo está donde uno se sienta bien...Siempre pensé que Madrid es más abierto, más cercano socialmente. En fin, son ideas nada más.
Seguramente sabes, amiga mía, que un dramaturgo cubano nombró a vivir en una isla "la maldita circunstancia del agua por todas partes". Como isleño echo mucho de menos el salitre en los labios constantemente, el material ferroso oxidado que olía tan bien, el encuentro con el Malecón por todas partes, el sonido del mar y el horizonte limpio y triste a lo lejos. Pero creo que me da miedo verme de nuevo en una isla. Los mecanismos sicológicos de uno son del cará...Barcelona es una ciudad que vivió de espaldas al mar hasta hace muy poco -las Olimpíadas del 92-, y aquí se respira más el "aire" de megalópolis que de puerto de mar, entre otras cosas porque el puerto de aquí no es abierto. También se nota que el Mediterráneo es un mar cerrado.
La vida me trajo aquí y aquí me he ido quedando.
Querida lectora de la isla: este año regresé a mi casa de La Habana luego de un lustro, y la habían vendido. Estaba en pie, pero con otros habitantes. Por aquí dejé esa crónica del reencuentro bajo el título "Hay alguien en casa". Entiendo lo que sentiste frente al espacio vacío. Te agradezco tanto tu lectura...
¿Será las fotografías en este blog no pintan nada?
Un abrazo.

Isaeta dijo...

Sí, el de la foto eres tú. Te reconocí gracias a ella....