lunes, 5 de mayo de 2008

Postales de Varandas



Sé que nos faltó más de media ciudad por descubrir, y también que nos venció el cansancio y el impacto de la humedad en los huesos, en la cabeza, como suele ocurrir cada vez que llega la primavera. El ambicioso Puente de la Constitución, imitando al de San Francisco, quedó debajo de la barriga del avión y allí quedó también el pueblecito de pescadores que descubrimos sin querer, Trafaria, enlazado a Lisboa por un trasbordador que sale cada media hora.
Una vez en Barcelona echaré de menos el enredo de los tranvías de madera que suben las cuestas de Alfama como si fueran carros locos, peleando con los taxistas y con los peatones por los bordillos de la acera. Quise subir a Alfama no para visitar el castillo de mi santo, protector de la ciudad, sino para vivir el barrio en su trajín ordinario, y fue fascinante y peligroso. Antes de subir al tranvía 28, una señora en la parada, discretamente, nos advirtió la presencia de carteristas. En efecto, estaban en trolebús, manipulando sin vergüenza los bolsillos de los turistas japoneses. El ascenso resultó un trayecto sofocante, entre la subida de temperatura primaveral, las curvas y el acecho. No sabía si sujetarme de los pasamanos o proteger la billetera, o la simultaneidad de ambas cosas que creo fue lo que hice. Mi mujer estaba avisada al oído. No podía creer el avance de la señora, solícita, acostumbrada seguramente a estos percances. Luego recordé que los carteristas son una especie mimética en muchos lugares del mundo, hoy reproducidos como renacuajos por la avalancha del turismo hacia todas las direcciones.
En Alfama realizamos una extensa sesión de fotografías a los carros locos, aprovechando la puesta del sol. En una tienda de souvenir, mi mujer me señaló con el dedo una postal.

-Mira esto- me dijo.
-Sí, cariño, esa foto con las sábanas al sol en pleno corazón de Lisboa ya la hemos hecho- interactué estirándola por el brazo.
-Fíjate bien. Es nuestra pensión…

En ese momento descubrimos que fuimos a parar a un edificio famoso, y que nuestro balcón salía en la foto turística. Se trata de la pensión Varandas, cerca de la Plaza del Comercio y del Café Martinho da Arcada, donde Pessoa merendaba por las tardes. El edificio parece que se va a caer. La primera impresión de las escaleras produce rechazo. Al descubrir que la parte antigua toda es así de destartalada, uno se da cuenta de que está situado en un espacio normal, incluso privilegiado por la brisa marinera y por la buena comunicación. Otro sorprendente hallazgo fue la estación de metro enterrada a los pies de Varandas, la estación de Terreiro do Paço. Nadie podría imaginar sus dimensiones, sobradas a mi juicio, el despliegue de columnas, las dimensiones del hall. Sigo preguntándome cómo una ciudad puede albergar obras estructurales tan impresionantes, invertir sin medida en infraestructuras de transporte, mientras los inmuebles de la vieja guardia piden atención a gritos.
(Me quedé sorprendido por la inmensa cantidad de máquinas expendedoras de ticket de transporte que hay, y donde no existe la máquina encuentras una persona que “pasa el cepillo” sin que se le escape alguien, como la enérgica transportista del elevador de Santa Justa, todo carácter esa mujer que debe estar aburrida de abrir y cerrar puertas).
Da pena tener que dejar Lisboa una mañana tranquila en la que desayunamos en la Plaza del Comercio. Sentíamos que se nos quedaba algo en la habitación, en algún rincón. No era algo palpable, sino todo lo contrario. Era la subjetividad, el trasiego por los restaurantes y bares del Barrio Alto, cuyo nombre responde únicamente a los caprichos de la topografía local. Dejábamos el olor a pescado frito que nos tenía revuelto el estómago, la sensación de estar en un lugar conocido y desconocido a la vez, romántico por excelencia aunque no en estilo rosa, sino en el beige de los taxis que empastan con el sentido arropador de los pastelitos de nata, un clásico de allí, un delirio junto con un café a las seis de la tarde. ¿Dónde se ha visto que una ciudad tenga sus taxis color crema?
Ahora mirándolo bien en Internet, dejamos un curioso suvenir, un ejemplar acabadito de salir de una novela cubana/lusa. En una librería del centro, encontré el título El año en que debía morir, del isleño Miguel Pinto, cirujano radicado en Lisboa quien participó en una misión médica en la dolorosa guerra de Angola. Mi mujer y yo dejamos correr el libro para conseguir en Barcelona la edición en castellano. Para nuestra sorpresa –otra más- la obra se escribió en portugués y solo se editó en esa lengua, por la casa Sopa de Letras. Queda claro –y esto lo he sabido siempre- que la luz de alante es la que alumbra. Será para un próximo viaje. Rogamos por que el hostal Varandas resista a las inclemencias del tiempo y nos espere. Para esta noche de regreso a Barcelona, mi mujer me anunció un gazpachito andaluz depurativo, con pan tostado.

3 comentarios:

Queseto dijo...

Confieso y lamento mi casi total desconocimiento de Pessoa, excepto por haber leído a los 19 años "El libro del desasosiego" obra que me marcó profundamente y pasó a ser casi libro de cabecera. Grande Pessoa. Un creador/personaje en total comunión con la ciudad que le tocó vivir. Sí, definitivamente, en mi claro desconocimiento tanto de Pessoa como de Lisboa, los dos van de la mano.

¿Conoces Grecia? Yo no... y le tengo unas ganas... Te comento esto porque, no sé por qué tengo la impresión que Portugal/Grecia, con sus matices y diferencias, me producen la misma sensación de "cercanía"... no sé, decadencia con la vanguardia al alcance de la mano, todo mezclado, incorporado, la tendedera de ropa con el lap-top de diseño... algo así.

Jorge Ignacio dijo...

Querida QST: coincido contigo en la persepción de las dos ciudades, pero tampoco he estado en Grecia. Creo que es la influencia de la cultura greco/latina al que ronda por ahí, porque en Roma sí estuve y me pareció como estar en mi casa, con esos certelitos informativos en el metro hechos a mano. Ese detalle en Barcelona sería impensable,porque, a pesar de ser ésta de una raíz latina, la ciudad como tal y sus gentes tienen un aire francés. Me quedé superimpactado en Lisboa con los contrates altísimos entre la cuidad vieja y la nueva. Por otra parte, la gente puede tener el coche del año en la puerta de su casa y la vivienda en ruinas. En la pensión donde estuvimos, daba miedo visual y abrigo emocional. Una mezcla de sensaciones como tú bien dices tremenda. Me das pie para exponer aquí alguna foto que ilustre esto, con un pie o una leyenda o algo así. Un abrazo.

Queseto dijo...

¡Dale, pon la/s foto/s! A mí me encanta el tema de las paradojas esas.

Otro abrazote