lunes, 27 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca




Las travesuras de Guillermo (II)

Una misiva amistosa que leí en el aeropuerto de Barajas, poco antes de tomar el avión hacia La Habana, me invitaba a relajarme; me aseguraba que todo iba a salir bien y que el paso fronterizo en la terminal aérea de Cuba ya no era ni la cuarta parte de lo temible que siempre fue. En silencio, en medio de mis cavilaciones, le respondí a la querida amiga de la carta que el miedo es inherente en nosotros, que tendrán que pasar muchos años para no sentir el cuerpo helado en el momento de atravesar la maldita puerta que nos separa de una y otra realidades.
Es cierto que las cosas han cambiado, pero también hay que tener en cuenta que quien escribe estas líneas creció a la sombra de la paranoia de su propio padre, un hombre que jamás dejó de pensar que su teléfono particular estaba bajo vigilancia. Y ese hombre, cuya muerte prematura le robó incluso la noticia del traspaso de poder de un hermano Castro a otro, ya no estaba presente para comprender ciertos temores, sino se había situado desgraciadamente entre una multitud de memorias. El corazón de mi padre no pudo esperar, no soportó la cruda verdad de que sus hijos se marcharan todos fuera del país, a confines muy disímiles, y que el edificio donde transcurrió toda su vida se estuviera cayendo a pedazos sin que nadie pudiera hacer nada. Y se marchó a otro mundo sin consultarlo con nosotros.
Hacía dos años que había muerto –poco antes de que el comandante iniciara su peor agonía- y entonces un servidor no pudo asistir a su entierro. Yo volé un año después para llevarle flores y gestionar un lugar definitivo, perfectamente identificado, personalizado, donde pudiera descansar con tranquilidad y adonde yo o cualquiera de mis hermanos llegáramos sin tropiezos. Así fue.
Esta vez, como se ha querido compartir en la crónica anterior, el motivo del viaje era la exhumación, toda vez que sus restos quedaron en una bóveda común y de ésta había que extraerlos obligatoriamente pasado un tiempo. Se trata de un proceso cruel y, en el Cementerio de Colón, en La Habana, doblemente debido a la escasa infraestructura, al empobrecimiento de los servicios y del propio entorno del camposanto.
Mientras se acercaba la fecha, todavía en Barcelona, me propuse no visualizar por adelantado tan desagradable escena. ¿Para qué? ¿Para qué sufrir por algo todavía incierto si había aspectos más próximos que requerían de un aluvión de energías? Estaba, por ejemplo, el asunto de qué llevar en la maleta, qué meter en el equipaje de mano, desarrollar una selección minuciosa para que el equipaje no fuera si quiera cuestionado y mucho menos decomisado.
Estuve toda la semana anterior al vuelo dilucidando si llevar o no el ordenador portátil. ¿Sería muy sospechoso? ¿Sería ofensivo, molesto, incómodo para las autoridades de frontera? ¿Y de material de lectura?¿Qué textos no serían convenientes? Consulté toda esta maraña de dudas con dos o tres amigos de diferente perfil social y todos, sin excepción, me dijeron:
-Ve solo a lo que vas. No te compliques la vida y vuela limpio de polvo y paja.
Hice caso menos con el ordenador. Cargué con él, un peso casi cotidiano en mi rutina que terminará escorándome el tronco hacia la izquierda.
Al llegar el momento de pasar por el control de emigración –inmigración, en este caso-, me había despachado como de costumbre un doble de añejo sin hielo en los minutos previos al aterrizaje. Tenía el cuerpo relajado, la mente curiosamente en Barcelona y el alma volando por la proximidad de la hora de la exhumación, o lo que era lo mismo en aquel instante: el día después.
El suboficial, cansado, en efecto, ojeó todo sin prisa, incluyendo mi rostro, y, sin articular siquiera un monosílabo, desplegó la señal de “pase usted adelante”.
Pasé rápido a registrar el portátil porque a esas alturas ya me había informado que se podía entrar a la isla siempre y cuando uno lo registre con número de serie y todo, para luego salir del país con él sin que te hicieran comprobaciones de archivos personales. Los tiempos han cambiado, ciertamente.
Ahora el que se fue de Cuba y nunca ha ofrecido declaraciones a la prensa internacional en contra del gobierno de la isla, no es más que un número de entrada y salida y una posible fuente de ingreso de divisas al país, y un portador de chocolates y chucherías que entretienen el estómago de algunos trabajadores del aeropuerto.
Cuando al fin estuve solo en la intimidad de mi habitación, en mi antigua casa, abrí una cremallera del maletín del portátil que no había desabrochado en la aduana. Y de allí salió un ejemplar de La Vanguardia que me habían obsequiado en el avión de Iberia entre Barcelona y Madrid. Para mi sorpresa, pues no lo había hojeado esperando un después, salió a relucir en la contraportada una entrevista con Miriam Gómez, la viuda del fallecido escritor Guillermo Cabrera Infante, uno de los enemigos más grandes en toda la larga historia del dictador.
Y fue así como, de cierta manera, Guillermo llegó a La Habana conmigo: en el equipaje de mano y sin demasiados subterfugios.


(Continuará...)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge, Como estas?
Oye cambiate el portatil de hombro, asi te escoraras hacia la derecha, solo por cambiar...
Saludos, Eduardo.

Anónimo dijo...

Reflexionando (dan ganas de cagar la palabrita) acerca de tu articulo pienso que el miedo que nos graba en los genes ese maldito sistema es solo comparable con el miedo que le tiene Fidel a hacer cambios democraticoa en Cuba.NO crees?