La amistad (III)
Desde mi casa, la de toda la vida, se puede ir caminando hasta el cementerio. De puerta a puerta son veinte minutos, lo sabía perfectamente. Muchas veces realicé ese recorrido a pie antes de amarrarme a una bicicleta china que se volvió eterna. Entrando por un acceso trasero, situado en las inmediaciones del suburbio de La Dionisia, se corta camino, se reducen cinco minutos a los veinte que lleva bordear el muro amarillo de la avenida Zapata, ese inmenso cercado inhóspito cuya acera tan estrecha fue trazada para que dos personas no se crucen tranquilamente. La bici ya no forma parte de mi vida cotidiana, de manera que emprendí el viaje caminando, alrededor de las siete de la mañana.
Me crucé con gente que iba a su trabajo también andando, con la esperanza en sus rostros de que algún automóvil o autobús clemente los recogiera por casualidad. Una muchacha de unos 30 años me adelantó a toda marcha, con un perfume escandaloso y dulzón, tan propio de los gustos tropicales, del amasijo de olores de La Habana, que incluye desde la fragancia femenina hasta el carburante quemado de extraña procedencia. Y por el medio un rasguño de aire de agua que choca en las mucosas con cariño, y en ese preciso instante es que la memoria olfativa te devuelve tu infancia, tus años posteriores.
No hay nada más inexplicable que el impacto de una brisa sorpresiva al salir de una bocacalle o de una puerta cualquiera, interrumpiendo enseguida el sofoco del calor en el cuerpo. Y tal efecto, obviamente, lleva su propio olor.
A las siete de la mañana había calor en el ambiente.
Preferí bordear Zapata por el temor de entrar de lleno en el cementerio y tener que atravesarlo solo. No estaba preparado para la exhumación. De hecho, creo que nadie está preparado totalmente para semejante crueldad. Lo único que me daba fuerzas era pensar que había atravesado el Atlántico para despedirme de mi papá de esa manera tan extrema de la que se antojó la vida.
Durante el trayecto me dediqué a mirar los panteones con letras grandes. Me los sabía de memoria. Durante años fue el recorrido del autobús, primero, y luego de la bicicleta para ir a cualquier lugar. El más vistoso y, por ende, popular, era paradójicamente el de los Naturales de Ortigueira, último albergue de los emigrantes de ese pequeño pueblo gallego. Está en la curva más peligrosa de Zapata. Todo el que pasa por allí lo ve, por la altura del edificio.
Al sobrepasarlo, sabía que estaría próximo a la puerta de la necrópolis.
Como no viajaba en taxi, se alejaba la posibilidad de que alguien en la entrada intentara cobrarme el paso en dólares convertibles, pero no fue así.
Parece ser que los que ya no vivimos en la isla llevamos reflejado un aire distinto. No es por la ropa, porque muchos allí visten a la moda e incluso visten de marcas. Es quizá la actitud, el aire, repito.
Me llegó, pues, la pregunta de un guardia jurado que me vio enseguida:
-¿Usted es cubano?
Fue directo. Claro, qué otra cosa me podría preguntar.
A mí me sigue pareciendo una aberración que un país venda al turismo su cementerio. Otra situación muy diferente es que el viajero, por curiosidad histórica o cultural, quiera visitar el reposo de un poeta equis, o de un ilustre científico; pero de ahí a que el propio gobierno sea el que promueva el negocio hay un largo camino. Le dije al custodio que sí era cubano, también a secas. Con un simple Sí no se puede determinar el acento de nadie, pero quizá fue mi actitud tajante la que marcó una distancia y me dejó continuar.
Pocos metros detrás me estaban esperando la viuda de mi padre y un amigo de la vieja guardia que se ofreció para realizar él lo más doloroso.
A mi amigo yo lo había llamado por teléfono la noche anterior. Enseguida que supo el motivo de mi visita, y sin pedirle nada, él mismo se ofreció. Me dijo que no es que le hiciera mucha gracia, pero que yo no debía guardar tan terribles imágenes para el resto de mi vida. Se me hizo un nudo en la garganta escuchándolo. En ese instante sentí una profunda humanidad. El contrapunteo de situaciones impidió entonces que corrieran las lágrimas. Me las tragué todas, una por una, entre otras cosas porque la fortificación del alma que tuve que hacer para afrontar ese viaje fue tan radical, que en aquellos días no pude llorar ni una sola vez.
Yo quería precisamente pedirle ese favor a mi amigo. Y él se me adelantó. Cuando me recuperé, porque hubo un espacio de silencio en la conversación por teléfono, le respondí que yo también haría lo mismo por él.
(Continuará…)
Desde mi casa, la de toda la vida, se puede ir caminando hasta el cementerio. De puerta a puerta son veinte minutos, lo sabía perfectamente. Muchas veces realicé ese recorrido a pie antes de amarrarme a una bicicleta china que se volvió eterna. Entrando por un acceso trasero, situado en las inmediaciones del suburbio de La Dionisia, se corta camino, se reducen cinco minutos a los veinte que lleva bordear el muro amarillo de la avenida Zapata, ese inmenso cercado inhóspito cuya acera tan estrecha fue trazada para que dos personas no se crucen tranquilamente. La bici ya no forma parte de mi vida cotidiana, de manera que emprendí el viaje caminando, alrededor de las siete de la mañana.
Me crucé con gente que iba a su trabajo también andando, con la esperanza en sus rostros de que algún automóvil o autobús clemente los recogiera por casualidad. Una muchacha de unos 30 años me adelantó a toda marcha, con un perfume escandaloso y dulzón, tan propio de los gustos tropicales, del amasijo de olores de La Habana, que incluye desde la fragancia femenina hasta el carburante quemado de extraña procedencia. Y por el medio un rasguño de aire de agua que choca en las mucosas con cariño, y en ese preciso instante es que la memoria olfativa te devuelve tu infancia, tus años posteriores.
No hay nada más inexplicable que el impacto de una brisa sorpresiva al salir de una bocacalle o de una puerta cualquiera, interrumpiendo enseguida el sofoco del calor en el cuerpo. Y tal efecto, obviamente, lleva su propio olor.
A las siete de la mañana había calor en el ambiente.
Preferí bordear Zapata por el temor de entrar de lleno en el cementerio y tener que atravesarlo solo. No estaba preparado para la exhumación. De hecho, creo que nadie está preparado totalmente para semejante crueldad. Lo único que me daba fuerzas era pensar que había atravesado el Atlántico para despedirme de mi papá de esa manera tan extrema de la que se antojó la vida.
Durante el trayecto me dediqué a mirar los panteones con letras grandes. Me los sabía de memoria. Durante años fue el recorrido del autobús, primero, y luego de la bicicleta para ir a cualquier lugar. El más vistoso y, por ende, popular, era paradójicamente el de los Naturales de Ortigueira, último albergue de los emigrantes de ese pequeño pueblo gallego. Está en la curva más peligrosa de Zapata. Todo el que pasa por allí lo ve, por la altura del edificio.
Al sobrepasarlo, sabía que estaría próximo a la puerta de la necrópolis.
Como no viajaba en taxi, se alejaba la posibilidad de que alguien en la entrada intentara cobrarme el paso en dólares convertibles, pero no fue así.
Parece ser que los que ya no vivimos en la isla llevamos reflejado un aire distinto. No es por la ropa, porque muchos allí visten a la moda e incluso visten de marcas. Es quizá la actitud, el aire, repito.
Me llegó, pues, la pregunta de un guardia jurado que me vio enseguida:
-¿Usted es cubano?
Fue directo. Claro, qué otra cosa me podría preguntar.
A mí me sigue pareciendo una aberración que un país venda al turismo su cementerio. Otra situación muy diferente es que el viajero, por curiosidad histórica o cultural, quiera visitar el reposo de un poeta equis, o de un ilustre científico; pero de ahí a que el propio gobierno sea el que promueva el negocio hay un largo camino. Le dije al custodio que sí era cubano, también a secas. Con un simple Sí no se puede determinar el acento de nadie, pero quizá fue mi actitud tajante la que marcó una distancia y me dejó continuar.
Pocos metros detrás me estaban esperando la viuda de mi padre y un amigo de la vieja guardia que se ofreció para realizar él lo más doloroso.
A mi amigo yo lo había llamado por teléfono la noche anterior. Enseguida que supo el motivo de mi visita, y sin pedirle nada, él mismo se ofreció. Me dijo que no es que le hiciera mucha gracia, pero que yo no debía guardar tan terribles imágenes para el resto de mi vida. Se me hizo un nudo en la garganta escuchándolo. En ese instante sentí una profunda humanidad. El contrapunteo de situaciones impidió entonces que corrieran las lágrimas. Me las tragué todas, una por una, entre otras cosas porque la fortificación del alma que tuve que hacer para afrontar ese viaje fue tan radical, que en aquellos días no pude llorar ni una sola vez.
Yo quería precisamente pedirle ese favor a mi amigo. Y él se me adelantó. Cuando me recuperé, porque hubo un espacio de silencio en la conversación por teléfono, le respondí que yo también haría lo mismo por él.
(Continuará…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario