Cierta canasta básica (V)
La valija era una Sansonite de tapas duras, con combinación numérica en tres ruedecillas de cábala. Al verla, un amigo que me despidió en la terminal aérea, el mismo allegado que se ofreció para los trámites de mi padre, me dijo que se podía abrir fácilmente, con un poco de tiempo, ya que las matemáticas no fallan y son ciencias exactas. También tenía la opción, en Barcelona, de envolverla en papel de plástico, o film, para darle más trabajo a quien se propusiera husmear en el interior de la maleta.
Pero no lo hice. En primer lugar porque siempre llego justo a los aeropuertos y no tenía más tiempo que el de facturar el equipaje en el acto, y además porque me parece innecesario gastarme cinco euros en un envoltorio fácil de cambiar por otro similar. Y no llovía, ni había pronósticos de lluvia en La Habana, de manera que la capa contra el agua no fue necesaria para la Sansonite.
Pesaba 18 kilos justos. Tres menos que lo que me permitía antiguamente la línea aérea. (Luego supe que ahora Iberia permite dos valijas de 23 kilos cada una por persona).
No quise arriesgarme, ya no por el pesaje en España, sino por evadir las revisiones y contrapesajes en el lugar de destino, aquella estación folclórica en la que te pueden solicitar el dinero que quieran solo por molestar y malversar.
Mi valija no era diplomática, era un pequeño almacén de víveres y ropa de bebé. Me había nacido una sobrina en la isla, hacía dos meses, y por otro lado había leído que dos ciclones seguidos dejaron desmantelado el país, con los peores abastecimientos que se recuerden en muchos años.
Viví el comienzo, el medio y la continuación de un largo período de escasez llamado eufemísticamente por el gobierno “Especial”.
Supe lo que es compartir una col con puré de tomate y soltar el jabón mientras me duchaba para no gastarlo, férreamente escoltado de cerca por mi ex mujer, quien fingía lavarse los dientes para vigilar el tamaño de la pastilla higiénica.
No exagero, créanme.
Pero han transcurrido siete años y esos pasajes surrealistas, aunque no los olvido, claro está, ya no forman parte de mi vida cotidiana.
Lo peor es tener que subrayar que aún suceden escenas similares en Cuba.
Constatar –in situ- que todo seguía más o menos igual, egoístamente me dio la razón de que un día de septiembre –una semana después del atentado a las torres gemelas de Nueva York- hice bien en marcharme, en aquella ocasión con una maletica sin pedigrí más estrecha que la bolsa de un cartero.
Para este viaje relámpago que realicé hace pocos días a mi casa, quise compartir el tiempo entre mi padre y seis amigos selectos, de aquellos amarrados a una realidad tan distinta y tan respetable como la mía. En ese grupo petitó –pequeñito, en catalán-, había médicos especialistas y abogados. A todos los conocía desde la adolescencia, porque estudiamos en el instituto.
Mi sueño radicaba en reunirnos resuelto el trámite fechado del cementerio, y tomar unas tapas al estilo español, entre jaranas y música del patio. Desde la distancia, me bastaba con la presencia de ellos, abrazarlos y brindarles algo típico de mi nueva vida. Mi mujer me organizó un lote de embutidos ibéricos, queso manchego, jamón serrano, aceitunas, fuet catalán, bombones de postre y palillos para enganchar los comestibles. En el aeropuerto compré dos botellas de vino tinto: un Rioja, que jamás falla, y un crianza del Priorat, de Cataluña. Quise comprar un Somontano, del Pirineo Aragonés, pero no lo tenían.
Eché en la cesta, por supuesto, un ron añejo dominicano, hoy en día, para mi gusto, mucho mejor que el Havana Club.
Estando en el aeropuerto de La Habana, ya con la maleta en mi poder, íntegra, improvisé que tal vez podía sumar al encuentro a una querida amiga quien no me perdonaría jamás que yo pasara por Cuba sin verla.
La llamé por teléfono –la sorpresa en estos casos es bastante sonora, y eso que mi amiga es discretita y suave como Platero.
-¿Cuántos días vas a estar aquí?-preguntó angustiada.
-Cinco.
-Estoy complicadísima con el trabajo, la casa y mi hija que no se adapta a la beca, pero buscaré un tiempo-intercambió ella.
-Mira, se me ocurre una idea. El domingo me voy a reunir con unos amigos muy cercanos y quiero brindarles algo típico español. Es por la tarde, en mi casa. Puedes ir con tu marido lógicamente.
-Lo intentaré-sonó su voz más lánguida que una mirada de un animal doméstico en pena-.Lo intentaré.
Para la reunión también compré cervezas nacionales, enlatadas, como es usual en Cuba, aunque estaban bastante bautizadas por una o varias manos de cohecho, apenas sin espuma y transparentes como el agua, cerveza mala, de muy mala calidad y a precios escandalosos.
La pasamos bien, la verdad. Nos divertimos recordando los viejos tiempos y, como es usual, introduciendo de vez en cuando la pregunta de ¿te acuerdas de fulano?
Hubo un momento en que entró el tema de la situación del país, cuyo desmenuzamiento duró tanto que me aburrí, me sentí fuera de contexto, excluido, perdido. Me di cuenta de que ya no era de allí. Sentí una profunda tristeza disimulada al corroborar que los que emigramos, llegado un momento, no somos ni de un lado ni de otro; y, sin embargo, cargamos con el peso del desarraigo como si la vida te cambiara un problema por otro. Que de hecho es así.
Demasiado tiempo duró la exposición del tema de la venta de huevos clandestina. El precio en mercado negro del huevo de gallina, las sanciones hasta con la cárcel para los traficantes de huevos de granja.
¿Y yo no tendría otras cosas que contar?
Por supuesto que sí, y ellos estarían encantados con escuchar mis relatos del otro mundo. Pero –y esto es una triste verdad- en Cuba urge la catarsis, la “descarga”, que es como se llama allí hablar de lo mismo en todas partes y a todas horas.
Alguien me dijo una vez que quejarse es terapéutico. Pero, apostilló, también depende de con quien te quejes.
Me consolé pensando en que, varias veces, cuando vivía allí, me comporté como mismo hicieron mis amigos. Es la relatividad de las cosas la que hace cambiar el punto de vista.
Mi querida amiga no apareció aquel domingo. Llamó por teléfono al día siguiente –la víspera de mi regreso a Barcelona- y se disculpó con toda honestidad:
-…Es que tuve miedo de que se hablara de política…Ya sabes como es Manuel.
-No te preocupes. Hiciste bien porque se habló de política, de la política de distribución de los huevos del Estado. Ahora, fuera de broma, recuerda que te sigo queriendo igual y que te llevo en el corazón.
(Continuará…)
La valija era una Sansonite de tapas duras, con combinación numérica en tres ruedecillas de cábala. Al verla, un amigo que me despidió en la terminal aérea, el mismo allegado que se ofreció para los trámites de mi padre, me dijo que se podía abrir fácilmente, con un poco de tiempo, ya que las matemáticas no fallan y son ciencias exactas. También tenía la opción, en Barcelona, de envolverla en papel de plástico, o film, para darle más trabajo a quien se propusiera husmear en el interior de la maleta.
Pero no lo hice. En primer lugar porque siempre llego justo a los aeropuertos y no tenía más tiempo que el de facturar el equipaje en el acto, y además porque me parece innecesario gastarme cinco euros en un envoltorio fácil de cambiar por otro similar. Y no llovía, ni había pronósticos de lluvia en La Habana, de manera que la capa contra el agua no fue necesaria para la Sansonite.
Pesaba 18 kilos justos. Tres menos que lo que me permitía antiguamente la línea aérea. (Luego supe que ahora Iberia permite dos valijas de 23 kilos cada una por persona).
No quise arriesgarme, ya no por el pesaje en España, sino por evadir las revisiones y contrapesajes en el lugar de destino, aquella estación folclórica en la que te pueden solicitar el dinero que quieran solo por molestar y malversar.
Mi valija no era diplomática, era un pequeño almacén de víveres y ropa de bebé. Me había nacido una sobrina en la isla, hacía dos meses, y por otro lado había leído que dos ciclones seguidos dejaron desmantelado el país, con los peores abastecimientos que se recuerden en muchos años.
Viví el comienzo, el medio y la continuación de un largo período de escasez llamado eufemísticamente por el gobierno “Especial”.
Supe lo que es compartir una col con puré de tomate y soltar el jabón mientras me duchaba para no gastarlo, férreamente escoltado de cerca por mi ex mujer, quien fingía lavarse los dientes para vigilar el tamaño de la pastilla higiénica.
No exagero, créanme.
Pero han transcurrido siete años y esos pasajes surrealistas, aunque no los olvido, claro está, ya no forman parte de mi vida cotidiana.
Lo peor es tener que subrayar que aún suceden escenas similares en Cuba.
Constatar –in situ- que todo seguía más o menos igual, egoístamente me dio la razón de que un día de septiembre –una semana después del atentado a las torres gemelas de Nueva York- hice bien en marcharme, en aquella ocasión con una maletica sin pedigrí más estrecha que la bolsa de un cartero.
Para este viaje relámpago que realicé hace pocos días a mi casa, quise compartir el tiempo entre mi padre y seis amigos selectos, de aquellos amarrados a una realidad tan distinta y tan respetable como la mía. En ese grupo petitó –pequeñito, en catalán-, había médicos especialistas y abogados. A todos los conocía desde la adolescencia, porque estudiamos en el instituto.
Mi sueño radicaba en reunirnos resuelto el trámite fechado del cementerio, y tomar unas tapas al estilo español, entre jaranas y música del patio. Desde la distancia, me bastaba con la presencia de ellos, abrazarlos y brindarles algo típico de mi nueva vida. Mi mujer me organizó un lote de embutidos ibéricos, queso manchego, jamón serrano, aceitunas, fuet catalán, bombones de postre y palillos para enganchar los comestibles. En el aeropuerto compré dos botellas de vino tinto: un Rioja, que jamás falla, y un crianza del Priorat, de Cataluña. Quise comprar un Somontano, del Pirineo Aragonés, pero no lo tenían.
Eché en la cesta, por supuesto, un ron añejo dominicano, hoy en día, para mi gusto, mucho mejor que el Havana Club.
Estando en el aeropuerto de La Habana, ya con la maleta en mi poder, íntegra, improvisé que tal vez podía sumar al encuentro a una querida amiga quien no me perdonaría jamás que yo pasara por Cuba sin verla.
La llamé por teléfono –la sorpresa en estos casos es bastante sonora, y eso que mi amiga es discretita y suave como Platero.
-¿Cuántos días vas a estar aquí?-preguntó angustiada.
-Cinco.
-Estoy complicadísima con el trabajo, la casa y mi hija que no se adapta a la beca, pero buscaré un tiempo-intercambió ella.
-Mira, se me ocurre una idea. El domingo me voy a reunir con unos amigos muy cercanos y quiero brindarles algo típico español. Es por la tarde, en mi casa. Puedes ir con tu marido lógicamente.
-Lo intentaré-sonó su voz más lánguida que una mirada de un animal doméstico en pena-.Lo intentaré.
Para la reunión también compré cervezas nacionales, enlatadas, como es usual en Cuba, aunque estaban bastante bautizadas por una o varias manos de cohecho, apenas sin espuma y transparentes como el agua, cerveza mala, de muy mala calidad y a precios escandalosos.
La pasamos bien, la verdad. Nos divertimos recordando los viejos tiempos y, como es usual, introduciendo de vez en cuando la pregunta de ¿te acuerdas de fulano?
Hubo un momento en que entró el tema de la situación del país, cuyo desmenuzamiento duró tanto que me aburrí, me sentí fuera de contexto, excluido, perdido. Me di cuenta de que ya no era de allí. Sentí una profunda tristeza disimulada al corroborar que los que emigramos, llegado un momento, no somos ni de un lado ni de otro; y, sin embargo, cargamos con el peso del desarraigo como si la vida te cambiara un problema por otro. Que de hecho es así.
Demasiado tiempo duró la exposición del tema de la venta de huevos clandestina. El precio en mercado negro del huevo de gallina, las sanciones hasta con la cárcel para los traficantes de huevos de granja.
¿Y yo no tendría otras cosas que contar?
Por supuesto que sí, y ellos estarían encantados con escuchar mis relatos del otro mundo. Pero –y esto es una triste verdad- en Cuba urge la catarsis, la “descarga”, que es como se llama allí hablar de lo mismo en todas partes y a todas horas.
Alguien me dijo una vez que quejarse es terapéutico. Pero, apostilló, también depende de con quien te quejes.
Me consolé pensando en que, varias veces, cuando vivía allí, me comporté como mismo hicieron mis amigos. Es la relatividad de las cosas la que hace cambiar el punto de vista.
Mi querida amiga no apareció aquel domingo. Llamó por teléfono al día siguiente –la víspera de mi regreso a Barcelona- y se disculpó con toda honestidad:
-…Es que tuve miedo de que se hablara de política…Ya sabes como es Manuel.
-No te preocupes. Hiciste bien porque se habló de política, de la política de distribución de los huevos del Estado. Ahora, fuera de broma, recuerda que te sigo queriendo igual y que te llevo en el corazón.
(Continuará…)
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