lunes, 11 de mayo de 2009

“Estuve en Segovia y me acordé de ti”



En mi otra vida –quiero decir, cuando estaba indocumentado-, un invierno fui a parar a un apartamento pequeño situado en el mismísimo centro de Barcelona. Me lo alquilaron junto a una novia que dejó de serlo en cuanto nos dieron las llaves, por pura coincidencia y no porque la ruptura tuviera algo que ver con la entrada en un nuevo espacio.
Yo no tenía muebles ni casi nada, aunque sí unas ganas de comerme al mundo que superaban las cuatro paredes nuevas y todo el ámbito exterior, entendiendo el paisaje de la ventana como una quimera, o un proyecto de mutación. Se veía el mar a lo lejos, y eso era pedir mucho. El Mediterráneo es carísimo; es un mar de lujo en estos y aquellos tiempos no tan lejanos, y entonces se situó de fondo en la cristalera que había allí. No parecía un mar muerto, sino un remoto asidero toda vez que me invitaba a tocarlo con las manos, algo tan fácil como bajar al metro y enseguida emerger por una de las vulvas del suburbano de esta ciudad, salir despedido en la estación del mar, aunque, claro, luego estaría el regreso a casa.
Así que estuve contemplando el paisaje largos meses sin acercarme al agua. Me dediqué a reordenar los muebles que había dejado la antigua inquilina, una alemana de Hamburgo. Eran muebles de Ikea, muy pocos en realidad. Había un futón acolchonado, estructura con la que comencé a sostener un diálogo casi a diario, tratando de ubicarla en algún sitio para aprovecharla mejor. También recuerdo un molinillo de pimienta, una caja de madera con letras negras que simulaba un guacal de municiones, pero en cuyo interior descubrí, para mi asombro, un arsenal de palillos de incienso; había también una foto suya, tipo carné, en una de las gavetas del mueble de la cocina; y un cenicero azul que había sido un suvenir.
Se veía una inscripción en él que rezaba, a lo largo del borde, en círculo:
Estuve en Segovia y me acordé de ti.
Lo utilicé mientras estuve en esa casa. Mis conversaciones con el objeto de barro fueron largas, espesas, complicadas. Aquella fue la época en la que yo suponía que estaba pasando algo importante en mi vida, algo así como un paso a la pubertad, período de tiempo explosivo que se desarrolla más bien de adentro hacia afuera, en el que brotan las ganas de correr hacia todas partes, nacen semillas en las axilas, vellos, rompen la piel emanaciones químicas, también protuberancias de todo tipo, incluyendo a los granitos y las erecciones espontáneas.
Todo hacia afuera.
Desde mi ventana sentía algo similar otra vez. Aquellas sensaciones me llevaban confundido a mis casi cuarenta años. Se podía estar solo pero a la vez acompañado de un triángulo intensivo, y aquel triángulo no era otra cosa que la composición en un espacio casi virgen, “desmueblado”, la composición del Mediterráneo con una declaración de amor grabada en un cenicero; y mis mutaciones, por supuesto.
El cenicero olvidado –o dejado a ex profeso- tomó vida, más vida, cuando, por ordenanzas del tiempo, pisé Segovia.
A través del acueducto de esa ciudad -quizá una metáfora del Mediterráneo-, al cabo de unos cinco años, volví a entrar en el apartementico de Barcelona donde me habían dejado un recordatorio. Y entonces me acordé de ella, la alemana de Hamburgo a quien nunca conocí.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

CLARO!AL CABO DE LOS AÑOS SEGOVIA VUELVE A SER UN PUNTO EN TU VIDA,"TODO ESTA CONECTADO" COMO REZA EL ANUNCIO DE UN PERIODOCO GRATUITO.
UN SALUDO .ROBERTO

antonio dijo...

España entera es un recuerdo para todos.
Lo último en "suvenir", que bueno,
es un par de huevos fritos, sobre el cenicero, y la frase: estoy hasta los huevos de..........
el personaje deseado.
vuelvo
un placer sincero leerte.