Contemporáneas, una fue secretaria de infinidad de empresas de la capital, desde editoriales, de muebles, del hospital oncológico y hasta de una agrupación de proyectos de la Industria Básica; la otra se dedicó a cantar en la Nueva Trova, un movimiento que empezó siendo un dolor de cabeza para el gobierno por su estética hippie y terminó absorbido por el Poder, comprometido hasta la médula.
Mi madre decidió darse de baja de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) porque no estaba de acuerdo con hacer guardias nocturnas y a la mañana siguiente ir a trabajar, lo que le costó regulares controles de compromiso con la Patria, revisiones periódicas -en sus declaraciones de principios- que llegaban a través de la presidenta de la entidad, que era su amiga cuando no encarnaba el papel de vigilante; Sara, en cambio, con su excelsa voz, cantó a todo pulmón para enaltecer a estos Comités, desde fechas tempranas en las que se podía creer en ellos, hasta fechas tardías en las que solo eran un residuo de una política fatal de control hacia los ciudadanos.
Una venía del seno de una familia de clase media –libreros, para más señas- que había construido tres o cuatro casas en un barrio residencial llamado Alturas del Vedado, pero, producto de las leyes de la Revolución, terminó su vida en un modesto apartamento de un edificio prefabricado de estilo soviético, también denominado Solar Vertical, donde, a la entrada de los ascensores rotos, se podía encontrar jugadores de dominó y vendedores ilegales de coquitos almibarados y cucuruchos de maní. La otra, no me consta, pero supongamos, venía de abajo; por esa misma impronta, transitó por edificios prefabricados hasta terminar en uno especial para artistas, periodistas oficiales y deportistas de alto rendimiento, una torre llamada por la picaresca popular El Beverly Hills de La Habana, con ascensores nuevos, telefonillo en la entrada y guardia permanente por si acaso algún maleante decidiera molestar a estos personajes de élite.
Mi madre enfermó de cáncer fulminante y en menos de seis meses, con el vientre hinchado producto de una metástasis en el peritoneo, murió en el ruidoso apartamento de nuevo tipo, donde había que recoger agua en depósitos diversos porque no a toda hora fluía el vital líquido por los grifos. Estuvo ingresada en un hospital desvencijado del centro urbano hasta que la enviaron a casa porque no había camas suficientes en la clínica, además de que allí no había que comer. Yo viajé a verla por última vez. Su cuarto era un velatorio de vecinos solidarios, una recopilación de trastos viejos, incluyendo una tele, un DVD y un acondicionador soviético de aire, comprado todo a contrabando con el poco dinero que le quedaba de la venta ilegal de la última de nuestras casas. Pero también, camuflado entre vecinos, había un conjunto de aves carroñeras que deseaba ese pequeño territorio maltrecho, por necesidades básicas de conseguir una propiedad al coste que fuera necesario. Murió en la miseria material porque todos aquellos trastos y el inmueble lleno de goteras y roñas no valían casi nada.
Sara, también con cáncer terminal, recibió en cambio honores de Estado –el legendario presidente envió coronas a la funeraria- y previamente fue atendida en el hospital más exclusivo de la ciudad, donde la limpieza, el orden y la base material de avituallamiento y farmacéutica es de países llamados del Primer Mundo; le dieron un centro asistencial prohibido para cubanos de a pie, como si todas las instituciones, traicionando los fundamentos de la Patria, no fueran para el pueblo entero. Su carrera de artista política le valió ese lugar, después de haber estado presente en cuanto acto o tribuna comprometida hubiese en el país. Incluso, su lucha por mantenerse al lado de la jerarquía sirvió para que su pareja fuera reconocida también con honores de Estado, para que fuera citada como “Compañera”, ese sobrenombre en la cofradía de ellos que todos sabemos lo que quiere decir. El legendario presidente, homofóbico hasta el tuétano, ya viejo y senil, sintió necesario esa concesión póstuma para demostrar al pueblo que él no es tan malo como lo pintan, aunque a estas alturas ya no vale de nada la señal.
Mi madre se casó tres veces y tuvo varios “compañeros” en su vida, fuera de los matrimonios. Fue rebelde desde los 15 años; se marchó de la casa de mi abuela y terminó insertada en otra de las casas de los libreros, con una férrea tía, pero aun así logró que la sacaran de los colegios de monjas. Cantaba en la ducha, en los pasillos de la casa, nos cantaba a nosotros, nos llevaba a los carnavales para arrollar detrás de las comparsas de negros, siendo rubia y de ojos verdes. Nunca estuvo alineada a nada –incluso se pasó de irreverente- e hizo de su rebeldía el porqué de su existencia, al punto de atrincherarse contra todo y contra todos, hasta que comenzó a ver marchar a sus hijos –bien lejos- y comprendió que esa vida no valía nada. Se fue dejando morir, casi deseando lo que le llegó con total virulencia al final.
Al igual que Sara –pero en condiciones afectivas distintas- solicitó que incineraran su cuerpo y arrojaran las cenizas al Malecón. Para entonces, ya yo había regresado. Mi hermano se encargó de transportar la urna hacia el mar.
En Cuba ya no quedan rastros de María Elena González.
Mientras, para Sara González, fallecida recientemente, los medios estatales, las instituciones –no solo de la música- garantizan largos homenajes, memorias infinitas y el nombre de una escuela, tal vez.
No crean que he querido comparar. Esto es un montaje paralelo sobre dos seres coetáneos que, viviendo en el mismo lugar, escogieron caminos diferentes.
Foto del autor (publicada en el diario Granma el 27 de agosto de 1997)
De izquierda a derecha, Sara González y Anabel López, hermana de Silvio Rodríguez, en un dúo ocasional (pinche sobre la imagen para ampliar y leer).
1 comentario:
Magnífico. Muy emotivo y real. Gracias!
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