Hubo una época en la que casi todas las noches sonaba un despertador cuando el cuerpo se había ido al otro mundo, exhausto, pero también acostumbrado a descansar las horas que fueran posibles.
Era bastante normal, entre el sueño, escuchar la voz de
aquel jefe de albergue que nos tenía aterrorizados, a las tres, a las cuatro de
la madrugada, según el reloj de algún compañero. Mesa –su apellido quedó
cuadrado en la memoria histórica- usaba como entretenimiento un método bastante
limpio. Consistía en inundar la estancia a un palmo del suelo mientras
dormíamos, para luego hacernos saltar de la cama y, todavía hipnotizados, evacuar el agua por las escaleras.
Debíamos utilizar la tabla que hacía de entrepaño en las
taquillas y con ella achicar hacia afuera, formando escuadras, de varios
alumnos, que comenzaban desde el interior de los cubículos en dirección al
pasillo. Pero Mesa nos quería desnudos. Decía que, total, nos íbamos a mojar de
todas maneras.
La desnudez en los albergues de las becas cubanas de los
años 70 y 80 era cuestión natural. Las duchas estaban abiertas y los muebles
sanitarios también. La pubertad la conocimos entonces en esos planteles
masificados, donde la inocencia se compaginaba fácilmente con la crueldad.
Mesa nos quería desvestidos para ensalzar todavía más su
poder, a través de la humillación. Sobre él no tengo un recuerdo de abuso
sexual. Su perversión funcionaba con el sometimiento a tareas molestas, como
interrumpir el sueño de cincuenta estudiantes de secundaria que a la vez
trabajaban en el campo y tenían que cumplir ciertas normas de producción.
Después de sacar el agua con las tablas, oreábamos el
suelo de granito con frazadas y pasábamos un abrillantador de paño. Entonces
nos retiraba a la sala de estar, un vestíbulo desproporcionadamente amplio con
respecto a los dormitorios, que daba a la entrada de cada albergue en los
edificios pre-fabricados de estilo soviético. Allí, según el reloj escondido de
algún compañero, nos aproximábamos a la hora de la diana oficial.
Formados en filas y todavía desnudos, nos ponía en
atención. La vista al frente y los ojos
bien abiertos. En silencio.
Mesa pasaba entre las hileras a pocos centímetros de
nuestros ojos y elegía uno, sin motivo aparente, para descargar una bofetada
que alguna vez me tocó de pleno.
Despojado de su desvelo, realizado al fin y muy visiblemente
feliz, daba la orden de entrar en fila india y de acostarnos de nuevo.
Era mayor que nosotros, unos tres o cuatro años. Pero con
esa diferencia bastaba para ejercer el miedo en la pubertad. Debió ser
repitente y lo tenían allí para garantizar el orden interior. Algunos
profesores también le rendían cuentas. Era un monstruo instalado cómodamente en
uno de los muchos internados que había en Cuba, en aquellos tranquilos años en
los que entraban barcos mercantes inmensos procedentes de la URSS, cada día, cada semana,
cada mes.
Pero la tranquilidad era una cortina de humo.
Por dentro estaban estos sitios ideados bajo la consigna
guevariana de combinación entre el estudio y el trabajo. En busca del Hombre Nuevo,
según se quería lograr mediante la nobleza teórica de aportar algo útil a la sociedad.
¿O es que acaso nuestros internados –eufemísticamente llamados Becas- eran
parte de un plan para el desmembramiento familiar y el fortalecimiento de la
dictadura comunista?
Una de esas noches, un rodillo de madera que el propio Mesa
había desprendido de un instrumento de limpieza me alcanzó. Quiso lanzarlo a la
cabeza de otro pero falló e impactó el tiro en mi oreja izquierda, en mi sien y
en parte de mi mandíbula. Me desmayé a los pocos segundos. Me llevaron a la
enfermería, pero estaba cerrada y no había enfermero allí. Alguien, seguramente
un profesor de guardia, taponó mi oído con relleno de colchón hasta llegar al
hospital en el carro de servicio.
El relleno de colchón provocó septicemia y, como después tenía
fiebres altas durante al menos un par de días, llamaron a mi madre y ésta me
sacó de la beca definitivamente, del mismo lugar donde me había matriculado dos
años atrás.
El especialista dijo que mi oído había perdido facultades
al realizar pruebas audio- métricas, dolencia que empeoró a la vuelta del
tiempo cuando fui designado a una compañía de tanques de guerra en el Servicio Militar
General.
En el momento de dejar la beca –porque me lo crucé en el
pasillo central-, Mesa caminaba tranquilamente con su uniforme planchado y
almidonado en cuello y mangas; sus botas negras lustradas y sus cordones
haciendo un entramado recreativo y decorativo, unas trenzas, con unas tapitas
de tubo de pasta para dientes cerrando las puntas.
Yo tenía 13 años y había ido allí, a la ESBEC Gilberto
Arocha, en Güines, para cumplir con el
deseo de mis padres, que era estar a tono con los tiempos, con los postulados
de la Revolución.
Nota: Esta historia es real.
La imagen superior, tomada del portal de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), es un fotograma del corto de ficción Camionero, de Sebastián Miló, que aborda el tema.
Más sobre este asunto en The Huffington Post Voces.
1 comentario:
Todos los adolescentes cubanos, en mayor o menor medida, han sido víctimas de este tipo de acoso estudiantil. Los internados eran (o son, aun quedan algunos) los centros escolares donde estos delincuentes juveniles campeaban a sus anchas. Me imagino que uno de los motivos por los que han desaparecido parcialmente los pre-univ. en el campo sea este. Los principales culpables, sin lugar a dudas, eran los profesores y miembros de la Dirección del Centro, que en muchas ocasiones también ejercían violencia física y psicológica sobre el alumnado. Yo recuerdo a un jefe de Internado que nos quitaba el pase (que por mi época era cada 15 dias)si encontraba una brizna de polvo en cualquier recoveco por escondido que estuviera dentro del albergue. Luego a estos pichones de delincuentes(me refiero a los estudiantes acosadores) el Estado les dio la posibilidad de seguir estudiando, incluso carreras universitarias y les pagaba un estipendio de hasta 100 pesos. En fin, experimentos desafortunados, que a primera vista parecen inocuos y bien intencionados, pero que nos han convertido en el país de los universitarios a golpe de chuletas y los profesionales integrales que no tienen ni p.. idea de lo que han estudiado.
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