miércoles, 11 de julio de 2012

El torturador adolescente


Hubo una época en la que casi todas las noches sonaba un despertador cuando el cuerpo se había ido al otro mundo, exhausto, pero también acostumbrado a descansar las horas que fueran posibles.
Era bastante normal, entre el sueño, escuchar la voz de aquel jefe de albergue que nos tenía aterrorizados, a las tres, a las cuatro de la madrugada, según el reloj de algún compañero. Mesa –su apellido quedó cuadrado en la memoria histórica- usaba como entretenimiento un método bastante limpio. Consistía en inundar la estancia a un palmo del suelo mientras dormíamos, para luego hacernos saltar de la cama y, todavía hipnotizados,  evacuar el agua por las escaleras.
Debíamos utilizar la tabla que hacía de entrepaño en las taquillas y con ella achicar hacia afuera, formando escuadras, de varios alumnos, que comenzaban desde el interior de los cubículos en dirección al pasillo. Pero Mesa nos quería desnudos. Decía que, total, nos íbamos a mojar de todas maneras.
La desnudez en los albergues de las becas cubanas de los años 70 y 80 era cuestión natural. Las duchas estaban abiertas y los muebles sanitarios también. La pubertad la conocimos entonces en esos planteles masificados, donde la inocencia se compaginaba fácilmente con la crueldad.
Mesa nos quería desvestidos para ensalzar todavía más su poder, a través de la humillación. Sobre él no tengo un recuerdo de abuso sexual. Su perversión funcionaba con el sometimiento a tareas molestas, como interrumpir el sueño de cincuenta estudiantes de secundaria que a la vez trabajaban en el campo y tenían que cumplir ciertas normas de producción.
Después de sacar el agua con las tablas, oreábamos el suelo de granito con frazadas y pasábamos un abrillantador de paño. Entonces nos retiraba a la sala de estar, un vestíbulo desproporcionadamente amplio con respecto a los dormitorios, que daba a la entrada de cada albergue en los edificios pre-fabricados de estilo soviético. Allí, según el reloj escondido de algún compañero, nos aproximábamos a la hora de la diana oficial.
Formados en filas y todavía desnudos, nos ponía en atención. La vista al frente y  los ojos bien abiertos. En silencio.
Mesa pasaba entre las hileras a pocos centímetros de nuestros ojos y elegía uno, sin motivo aparente, para descargar una bofetada que alguna vez me tocó de pleno.
Despojado de su desvelo, realizado al fin y muy visiblemente feliz, daba la orden de entrar en fila india y de acostarnos de nuevo.
Era mayor que nosotros, unos tres o cuatro años. Pero con esa diferencia bastaba para ejercer el miedo en la pubertad. Debió ser repitente y lo tenían allí para garantizar el orden interior. Algunos profesores también le rendían cuentas. Era un monstruo instalado cómodamente en uno de los muchos internados que había en Cuba, en aquellos tranquilos años en los que entraban barcos mercantes inmensos procedentes de la URSS, cada día, cada semana, cada mes.
Pero la tranquilidad era una cortina de humo.
Por dentro estaban estos sitios ideados bajo la consigna guevariana de combinación entre el estudio y el trabajo. En busca del Hombre Nuevo, según se quería lograr mediante la nobleza teórica de aportar algo útil a la sociedad. ¿O es que acaso nuestros internados –eufemísticamente llamados Becas- eran parte de un plan para el desmembramiento familiar y el fortalecimiento de la dictadura comunista?
Una de esas noches, un rodillo de madera que el propio Mesa había desprendido de un instrumento de limpieza me alcanzó. Quiso lanzarlo a la cabeza de otro pero falló e impactó el tiro en mi oreja izquierda, en mi sien y en parte de mi mandíbula. Me desmayé a los pocos segundos. Me llevaron a la enfermería, pero estaba cerrada y no había enfermero allí. Alguien, seguramente un profesor de guardia, taponó mi oído con relleno de colchón hasta llegar al hospital en el carro de servicio.
El relleno de colchón provocó septicemia y, como después tenía fiebres altas durante al menos un par de días, llamaron a mi madre y ésta me sacó de la beca definitivamente, del mismo lugar donde me había matriculado dos años atrás.
El especialista dijo que mi oído había perdido facultades al realizar pruebas audio- métricas, dolencia que empeoró a la vuelta del tiempo cuando fui designado a una compañía de tanques de guerra en el Servicio Militar General.
En el momento de dejar la beca –porque me lo crucé en el pasillo central-, Mesa caminaba tranquilamente con su uniforme planchado y almidonado en cuello y mangas; sus botas negras lustradas y sus cordones haciendo un entramado recreativo y decorativo, unas trenzas, con unas tapitas de tubo de pasta para dientes cerrando las puntas.
Yo tenía 13 años y había ido allí, a la ESBEC Gilberto Arocha, en Güines,  para cumplir con el deseo de mis padres, que era estar a tono con los tiempos, con los postulados de la Revolución.


Nota: Esta historia es real. 
La imagen superior, tomada del portal de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), es un fotograma del corto de ficción Camionero, de Sebastián Miló, que aborda el tema.
Más sobre este asunto en The Huffington Post Voces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Todos los adolescentes cubanos, en mayor o menor medida, han sido víctimas de este tipo de acoso estudiantil. Los internados eran (o son, aun quedan algunos) los centros escolares donde estos delincuentes juveniles campeaban a sus anchas. Me imagino que uno de los motivos por los que han desaparecido parcialmente los pre-univ. en el campo sea este. Los principales culpables, sin lugar a dudas, eran los profesores y miembros de la Dirección del Centro, que en muchas ocasiones también ejercían violencia física y psicológica sobre el alumnado. Yo recuerdo a un jefe de Internado que nos quitaba el pase (que por mi época era cada 15 dias)si encontraba una brizna de polvo en cualquier recoveco por escondido que estuviera dentro del albergue. Luego a estos pichones de delincuentes(me refiero a los estudiantes acosadores) el Estado les dio la posibilidad de seguir estudiando, incluso carreras universitarias y les pagaba un estipendio de hasta 100 pesos. En fin, experimentos desafortunados, que a primera vista parecen inocuos y bien intencionados, pero que nos han convertido en el país de los universitarios a golpe de chuletas y los profesionales integrales que no tienen ni p.. idea de lo que han estudiado.