Extravagancia de un calendario impuesto en, al menos, tres generaciones de cubanos
Hoy es un día muy especial. Me quita alrededor de cuarenta años solo
pensar en este día. Me deja sin dolores de cabeza, sin gafas progresivas
(la mejor alternativa para las bifocales de toda la vida), sin
entumecimiento en las manos cuando existe humedad (que en Miami se
siente todos los días), sin las manías de querer entenderlo todo (que es
un verdadero rollo existencial).
Estoy en short, sin embargo, porque el clima así lo requiere. Y la
verdad, no me veo ridículo. Consuelo de cuarentón que, a esta edad,
acaba de ser padre de familia, con todas las responsabilidades que esto
trae aparejado pero que, a ciegas -¿de verdad fue así?-, más temprano
que tarde comprendió que tener hijos es la mejor manera de aterrizar
definitivamente.
Hoy se podría volver a la semilla sin convocar demasiados demonios,
en un flash back bien pensado –a toda carrera- que insuflaría un poco de
aire fresco con la visualización –regodeo- de los lugares que no
pisaremos nuevamente.
La apoteósica acogida que ha tenido Yoani Sánchez en esta ciudad, al
margen de la elucubración política, que es lo que más duele, sirvió para
despabilar emociones dormidas. Ponerlas a dormir había sido un recurso
seguramente extremo del exiliado, pero no queda más remedio.
De la misma manera, despertarlas es asumir el riesgo de retomar el tiempo, con toda la responsabilidad que esto supone.
No habrá tiempo adicional –aunque lo merecemos- para ver realizados
ciertos sueños. El quit de la cuestión es posible que esté en mirar
detenidamente logros parciales, que los hay. Y reírnos un poco de lo que
no fue posible, si tenemos en cuenta la grandiosa suerte de haber
nacido en un país surrealista.
Hoy, por ejemplo, podríamos sentirnos escolares. Podríamos sentirnos pioneros. O sea, niños.
Es la única ventaja del calendario extravagante que nos impusieron para siempre.
Esta crónica se publicó originalmente en www.cubanet.org
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