Los contenedores no daban abasto y el personal de recogida de escombrerías (como se nombra en catalán a la basura, ¡qué fino!) comenzó a odiar la navidad. Quien escribe estas líneas sintió aumentado su rechazo histórico hacia estas fechas; en primer lugar porque no lo educaron para tal ambiente, y, a la vuelta del tiempo, porque conoció la epifanía en la dura circunstancia de verse solo en una sociedad cerrada y profundamente egoísta. Este año me sumé, pues, al sentir de los recolectores de basura que trabajan con el material de desecho.
A saber:
Cajas de cartón de diferentes formatos y papel de envolver en cantidades industriales.
Una parte ínfima de estos desechos pasó por mis manos antes de llegar a su destinatario. En cada paquete que despaché se fue mi voz desgañitada por el esfuerzo de vencer la campaña de ventas sin traicionarme a mí mismo. Tuve tiempo de evitar el engaño, tan propicio en eventualidades como estas en las que se compra compulsivamente. Aprendí a envolver –algo tan sencillo- y a amarrar los bultos grandes con una cuerda en forma de asa.
Como la campaña es tan dura, y los viejos colegas de mi empresa lo han vivido, no pocos se escurrieron con una baja médica intencional. Y otros se marcharon para siempre. Se trabaja mucho, a límites inhumanos.
Los almacenes se vaciaron en pocos días, destilando un suspiro de alivio al quedar libres los pasillos por donde una vez pasó el hombre –y la mujer- cansado, derrotado, con la vista fuera de foco. Hubo pérdidas por hurto a discreción, aunque esta merma ya la tiene contada el dueño de todo este aparataje inmenso. El propio empresario tuvo que dejar sus cajas vacías, sus papeles de colores en el contenedor más cercano a su casa, y no me consta que sus paquetes hayan pasado por mis manos.
En el descalabro vivido el último mes, transité por barrios de Barcelona rellenando plantillas flojas de personal, como un sujeto itinerante que va dejando su mirada solamente contemplativa porque no hubo tiempo para más, excepto para labrar un par de amistades que se recolectan junto al peso de las horas.
Vendí muchas cámaras de fotografía digital destinadas a niños de entre cuatro y ocho años. Máquinas de alrededor de cien euros. Esto me pareció una aberración.
También innumerables marquitos digitales, lo que consideré el regalo más popular de este año. Y aquí me gustaría detenerme.
¿Hasta dónde hemos llegado con el marco digital?
A sustituir el tradicional soporte de la foto fija, la que acompaña nuestra estancia, por un aparato multimedia que va pasando fotogramas con una frecuencia predeterminada e incluso con música “de fondo”, hasta completar un álbum familiar o estrictamente personal. Me parece el colmo de la cursilería en materia de nuevas tecnologías; sin embargo, sé que lo cursi es sustancia vital en el mundo contemporáneo, y, por qué no, es también libertad de expresión.
Vendí muchos marcos digitales, por tubería, con sus respectivos mandos a distancia. Algunos modelos con el encuadre intercambiable para no aburrirnos del color, del esmalte, del tono mate.
Y algo que me partió el alma ha sido el enredo que ha provocado el TDT en los ancianos. A muchos, sus congéneres, les regalaron un aparatito decodificador de señal para las navidades. Se acerca el “apagón” analógico –todavía falta, no hay que alarmarse-, y los pobres yayos están liados con la nueva era digital. Se vendieron como churros los cacharritos éstos, también con su mando a distancia.
El resultado, a nivel de barrio, donde me encuentro ahora (no voy a mencionar el lugar por razones de seguridad y estilo periodístico):
Tenemos diariamente decenas de abuelos en la tienda para pedirnos que les sintonicemos el TDT. Y nosotros, con pena, declinamos la ayuda. No está dentro de nuestro contenido de trabajo. La pregunta que se desprende de todo esto es por qué sus descendientes no le dedican un mínimo de tiempo a instalarles el decodificador.
A la tienda nos llegó una señora bastante mayor, de esas que a una legua se les nota que han trabajado durísimo toda su vida, que han criado seis o siete hijos, en los tiempos de la posguerra, que vinieron a la Cataluña próspera a tirar sus energías hacia delante, y nos pidió con la mayor confianza del mundo que le explicáramos en qué consiste la “televisión vegetal”.
Se refería, en el supuesto de nuestro oficio psicoterapéutico, cándido y socio-lingüista, a la televisión digital.
Notas:
A saber:
Cajas de cartón de diferentes formatos y papel de envolver en cantidades industriales.
Una parte ínfima de estos desechos pasó por mis manos antes de llegar a su destinatario. En cada paquete que despaché se fue mi voz desgañitada por el esfuerzo de vencer la campaña de ventas sin traicionarme a mí mismo. Tuve tiempo de evitar el engaño, tan propicio en eventualidades como estas en las que se compra compulsivamente. Aprendí a envolver –algo tan sencillo- y a amarrar los bultos grandes con una cuerda en forma de asa.
Como la campaña es tan dura, y los viejos colegas de mi empresa lo han vivido, no pocos se escurrieron con una baja médica intencional. Y otros se marcharon para siempre. Se trabaja mucho, a límites inhumanos.
Los almacenes se vaciaron en pocos días, destilando un suspiro de alivio al quedar libres los pasillos por donde una vez pasó el hombre –y la mujer- cansado, derrotado, con la vista fuera de foco. Hubo pérdidas por hurto a discreción, aunque esta merma ya la tiene contada el dueño de todo este aparataje inmenso. El propio empresario tuvo que dejar sus cajas vacías, sus papeles de colores en el contenedor más cercano a su casa, y no me consta que sus paquetes hayan pasado por mis manos.
En el descalabro vivido el último mes, transité por barrios de Barcelona rellenando plantillas flojas de personal, como un sujeto itinerante que va dejando su mirada solamente contemplativa porque no hubo tiempo para más, excepto para labrar un par de amistades que se recolectan junto al peso de las horas.
Vendí muchas cámaras de fotografía digital destinadas a niños de entre cuatro y ocho años. Máquinas de alrededor de cien euros. Esto me pareció una aberración.
También innumerables marquitos digitales, lo que consideré el regalo más popular de este año. Y aquí me gustaría detenerme.
¿Hasta dónde hemos llegado con el marco digital?
A sustituir el tradicional soporte de la foto fija, la que acompaña nuestra estancia, por un aparato multimedia que va pasando fotogramas con una frecuencia predeterminada e incluso con música “de fondo”, hasta completar un álbum familiar o estrictamente personal. Me parece el colmo de la cursilería en materia de nuevas tecnologías; sin embargo, sé que lo cursi es sustancia vital en el mundo contemporáneo, y, por qué no, es también libertad de expresión.
Vendí muchos marcos digitales, por tubería, con sus respectivos mandos a distancia. Algunos modelos con el encuadre intercambiable para no aburrirnos del color, del esmalte, del tono mate.
Y algo que me partió el alma ha sido el enredo que ha provocado el TDT en los ancianos. A muchos, sus congéneres, les regalaron un aparatito decodificador de señal para las navidades. Se acerca el “apagón” analógico –todavía falta, no hay que alarmarse-, y los pobres yayos están liados con la nueva era digital. Se vendieron como churros los cacharritos éstos, también con su mando a distancia.
El resultado, a nivel de barrio, donde me encuentro ahora (no voy a mencionar el lugar por razones de seguridad y estilo periodístico):
Tenemos diariamente decenas de abuelos en la tienda para pedirnos que les sintonicemos el TDT. Y nosotros, con pena, declinamos la ayuda. No está dentro de nuestro contenido de trabajo. La pregunta que se desprende de todo esto es por qué sus descendientes no le dedican un mínimo de tiempo a instalarles el decodificador.
A la tienda nos llegó una señora bastante mayor, de esas que a una legua se les nota que han trabajado durísimo toda su vida, que han criado seis o siete hijos, en los tiempos de la posguerra, que vinieron a la Cataluña próspera a tirar sus energías hacia delante, y nos pidió con la mayor confianza del mundo que le explicáramos en qué consiste la “televisión vegetal”.
Se refería, en el supuesto de nuestro oficio psicoterapéutico, cándido y socio-lingüista, a la televisión digital.
Notas:
1. Por contagio mercantil, el trasiego de género me llevó a autoregalarme un electrodoméstico de la tienda (ver en la foto) que no tuvo tanto éxito de ventas, pero que a mí me encantó desde el primer día. Se trata de una radio con look retro, inspirada en los años 50, que pagué sin descuento -¡qué vergüenza de empresa!- para compartirla imaginariamente con mi padre.
2. Desde Argentina me escribe una amable lectora para indicarme que no se aclara arriba qué cosa es el TDT. Lleva razón: se infiere solamente. Estas son las siglas de la Televisión Digital Terrestre. Gracias a Marcela.
6 comentarios:
Mi amor, lo que has tenido que pasar en estos días no tiene nombre, estrés, sin día descanso, sin la única vida que la del trabajo, etc. Sabes que te he apoyado y reconfortado en cada uno de los momentos y lo seguiré haciendo!
Me encanta que siempre tengas a tu padre en mente y que vayas poniendo en la casa esos pequeños detalles que remarcan su presencia. Sabes que es cierto, sufro por no haberlo conocido personalmente.
Te adoro,
Isabelita
Estas son las facetas disparatadas del consumismo, que ahora te han tocado vivir, como hablamos esta mañana. (Sin hablar de las comisiones que te tocan por la venta)
Para que desconectes, si puedes, aquí tienes la página de cine cubano, de todos los tiempos
Espero que la disfrutes. Puñal
http://cinecuba.blogspot.com/2008_01_01_archive.html
Me gusta mucho cómo escribes, y de lo que escribes. Gracias. Te seguiré leyendo
Bienvenido (a) seas, queseto...Saludos a las provincias orientales. un abrazo.
jajajaja, jorge. Soy un(a) y no soy cubana, pero sí "aficionada" y por supuesto el nombrecito tiene que ver con Oriente, aunque yo sea habanera de corazón. Como dije, te sigo leyendo.
No me abandones. Sospeché tu género, no sé por qué. Creo que lo tuyo con la isla es algo más que afición. Te espero, sin fumar pero te espero. Esta nota es para queseto..
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