martes, 11 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



El peso cruel de la desnudez (IV)

En el mismo instante que le di la espalda al panteón donde dejé a mi padre, noté alivio en el alma. Tal sensación tiene un resultado físico, aunque parezca una metáfora. Es la ligereza del cuerpo, la descompresión de la cabeza –sobre todo la desaparición de un tormento en la frente-, y la suavidad en las articulaciones de las manos. Parece que has dejado de cargar un saco de cemento, o un peso similar que te aprisionaba los músculos de la espalda.
En ese momento uno no se pregunta por qué tuvo que suceder así, con tantas tribulaciones por el medio, ni por qué el viejo –que no era viejo- tuvo que irse tan pronto. No hay capacidad para mezclar las preguntas filosóficas ni entrelazarlas, ni complicarse en divagaciones existenciales. Hay algo más fuerte y absoluto que es el cierre de una tapa de mármol, el sentido de haber cumplido con nuestro propio padre y con uno mismo.
Se goza, por muy desconcertante que resulte ahora escribirlo.
Haber cruzado el Atlántico en un plis-plas, haber desajustado un sistema de trabajo con los compañeros –alguno habrá realizado mis funciones-, haber compuesto una maleta –una sola- y sobre todo manosear el pasaporte cubano –que causa pavor-; todo esto fue necesario resolver en menos de una semana, más la búsqueda de un billete urgente que no supusiera un coste demasiado alto. Pero esto último, ya se sabe, es pura utopía. Al final uno termina pagando lo que se presente al precio que sea cuando viaja con motivos impostergables. No quise imaginarme la escena antes. Creo haberlo dicho en estas crónicas.
Lo dejé todo en manos del tiempo.
El ofrecimiento de un gran amigo para realizar el trámite más duro, más cruel, me libró de lo peor, de la peor imagen. Él y la viuda de mi padre se encargaron de colocar los restos en el osario. Yo permanecí algo retirado, a escasos metros.
De todas maneras –y esto entronca perfectamente con el surrealismo tropical cubano, tan bien expuesto en el cine nacional-, vivimos una secuencia complicada –al menos yo la sentí como la más difícil de digerir- que fue el traslado del osario en el maletero de un automóvil soviético, el carro que apareció para la ocasión. Íbamos mudos en el trayecto. No quería pensar en el absurdo de Virgilio Piñera en el teatro cubano, ni en la sordidez de algunas películas de Titón. No quería pero lo pensé. Mi padre viajaba detrás, con la rueda de repuesto y la caja de herramientas.
Todavía hoy supongo que será mejor tomarme la escena como un trámite. Repito: fue lo más duro de todo.
El panteón adonde definitivamente fue a parar mi querido viejo está ocupado por unos catalanes ilustres. Está bastante bien cuidado, a juzgar por el deterioro general de la Necrópolis de Colón. Me refiero al deterioro que ocasiona el tiempo, al desgaste natural de las cosas y la falta de mantenimiento. Pero este aspecto es general en toda la isla.
¿Se podría esperar un cementerio restaurado?
El empleado que nos acompañó –iba a decir el operario, como un acto reflejo- dispuso de todo con verdadero oficio. Nos dio las instrucciones básicas del proceso de depósito en el panteón, con pocas palabras y algo de compasión en la mirada. No podía dar más condescendencia, porque su trabajo es doloroso de principio a fin. Se hundió, pues, bajo tierra, y nos solicitó que le alcanzáramos el osario.
Así de sencillo.
Todo quedó cerrado al viento y al sol, guardado para toda la vida si se quiere porque la amiga que me ofreció ese lugar, ese espacio entre sus antepasados familiares, me había dicho que lo hacía a cambio de nada. O sí, a cambio de mi paz, de mi sosiego, de la tranquilidad de mis hermanos.
Y eso fue lo que sentí sobre el asfalto hirviente del mayor camposanto habanero. Paz. Necesidad urgente de ganarle al tiempo y al Universo un botón siquiera con mi nombre incrustado.
Algo mío. Experiencia, por ejemplo. Ganar una experiencia inenarrable en estas páginas en su amplio aspecto sensorial.
Porque lo más significativo de toda esta experiencia, supongo, es que podrá transferirse en uno o varios abrazos.


(Continuará…)

3 comentarios:

Ivis dijo...

Estas crónicas son desgarradoras, querido Jorge. Pero son bellas también. Tu destino ha sido caprichoso y te ha llevado a conocer la muerte mucho antes de lo que debías, por tu trabajo y por la triste pérdida de tu padre. Supongo que eso te sirva para vivir con más intensidad, si fuera posible, ya ves que la vida es una sola y a veces corta. Te envío un abrazo desde Mallorca y otro para M. Tienen que venir a visitarme.

Jorge Ignacio dijo...

Sí, mi querida Ivis. Como bien dices, nunca conté con conocer la muerte tan de cerca y todo ese conocimiento se precipitó en estos últimos siete años. Pero me siento más fuerte. Sin llegar a los extremos de una pérdida irreparable como la de mi padre, necesitaba una sacudida en mi vida. Gracias por dedicarme estas cercanas palabras.Te queremos.

Ivis dijo...

Gracias a ustedes por ser tan especiales.
Un beso.
Espero verlos pronto.