Las mismas calles. El mismo olor (VIII y final)
Las calles estaban oscuras. Estaban desiertas.
El grosor de los troncos gigantes del Vedado confundía a los ficus con muros de piedra, descascarados y húmedos, manchados de musgos. El silencio general era el típico de las madrugadas, pero yo sabía bien que eran solo las nueve de la noche. El taconeo continuo de un transeúnte me martillaba la espalda, la nuca; me helaba la sangre. Se acercaba en silencio el repique de los tacones. Donde hay ruido de tacones no debe haber silencio.
Pero sí. Había un silencio aterrador.
Lo tenía detrás, a escasos metros. Seguramente pensaría que yo era un turista, que llevaba dinero en los bolsillos. Llevaba dinero, en efecto.
Giré la cara de repente y el hombre me vio el susto en los ojos. Era un caminante más que debía regresar de su trabajo o simplemente iría a resolver algún trámite. Nada más que eso. Siguió de largo y se llevó el ruido de sus zapatos. Quedé solo nadando en las anchas calles del Vedado, conocidas por mí; más que conocidas, vividas intensamente en mi eterno andar de un lugar a otro, cuando visitaba novias en el municipio, cuando me echaba a la oscuridad para pensar un poco o tomar aire.
La Habana siempre fue oscura.
Ahora me embargaba la terrible circunstancia de parecer un extranjero en mis propias parcelas, y me embargaba el miedo de andar por un lugar conocido que ya no me pertenecía. Se apoderó de mí cierta ambivalencia que transitaba, alternaba, entre la melancolía y el miedo. No sabía cómo dominar esos extremos, si disfrutarlos u odiarlos, y sabía que tenía el tiempo calculado, como nunca antes, por encima de aquellos adoquines. Hace muchos años el tiempo me sobraba, como mismo me sobraban las piedras duras y entonces también me sobraban los zapatos, y le sobraban a mis novias.
Echábamos a andar contentos, tomados de la mano, jugando, a las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada, buscando la avenida Línea, que era el paso fronterizo y allí nos calzábamos como si nada. En aquellos años los ruidos de tacones significaban un escándalo de la pubertad, solamente enraizado con la inocencia, con el semen desbordado, incontinente, y pezones erizados como burbujas de pan. Aquel ruido era el conocimiento de una sustancia gustativamente amarga que salía de los pezones, con olor a fieras, con olor a rasguño entre los dientes. Aquellos años pensaba que era así el olor del sudor de las muchachas.
Hasta que, por las mismas calles oscuras del Vedado, descubrí que el olor a sudor de la entrepierna era mucho más fuerte y más salvaje. Que debía amarlo o lo rechazaría para siempre. Con los zapatos de puyas en una mano, una novia me pidió que la desflorara entre las ramas colgantes de los ficus, semi tumbados los dos en unas raíces a flor de ciudad que eran duras y tejidas como un monte de Venus arborescente. Con destreza introdujo mis dedos entre sus muslos y me dijo:
-¡Esta es la esencia de una mujer!-, llevándome la untura a mi rostro.
No hubo desfloración. Y así transcurrió el tiempo por las mismas calles, entre juegos e incontinencias.
Amé aquel olor para siempre.
Yo tenía quince años, lo que quiere decir que habían pasado casi treinta desde entonces.
Y las calles continuaban oscuras y ahora tenía miedo, pánico a no poder salir de allí.
Se hacía interminable el camino. Quizá por la tristeza de comprobar que no había pasado el tiempo para bien en esos caminos. Todo estaba más viejo, más abandonado.
La muchacha atrevida de mis recuerdos sabía que yo me había marchado del país. Me había escrito una carta en la que me reprochaba que yo no le contaba nada acerca del alumbrado público en Barcelona, donde vivo ahora. Y también recordé aquella carta entre la angustia que me provocaba no poder salir de un mismo lugar.
Luego pasé a soñar que no podía salir del país, que las autoridades me retuvieron indefinidamente por mi osadía de querer visitar ciertos lugares, ciertas gentes y vías del Vedado.
Estaba sudando a cántaros. Pero no solo eso: había tenido una eyaculación difundida por toda la cama. Abrí los ojos y no vi nada. No había referencias de ninguna calle desierta excepto de las humedades. Me levanté de un salto y encendí la luz.
Eran las cuatro de la madrugada. La maleta estaba hecha, llena de artesanías para regalar. El pasaporte en su sitio. La ropa dispuesta, el reloj avanzando y yo en medio de una situación desesperada entre las cuatro paredes de mi antigua habitación. En mi antigua casa, que ya no era mía.
Soñando desordenadamente con unas calles y con una ciudad que abandonaba por segunda vez.
Las calles estaban oscuras. Estaban desiertas.
El grosor de los troncos gigantes del Vedado confundía a los ficus con muros de piedra, descascarados y húmedos, manchados de musgos. El silencio general era el típico de las madrugadas, pero yo sabía bien que eran solo las nueve de la noche. El taconeo continuo de un transeúnte me martillaba la espalda, la nuca; me helaba la sangre. Se acercaba en silencio el repique de los tacones. Donde hay ruido de tacones no debe haber silencio.
Pero sí. Había un silencio aterrador.
Lo tenía detrás, a escasos metros. Seguramente pensaría que yo era un turista, que llevaba dinero en los bolsillos. Llevaba dinero, en efecto.
Giré la cara de repente y el hombre me vio el susto en los ojos. Era un caminante más que debía regresar de su trabajo o simplemente iría a resolver algún trámite. Nada más que eso. Siguió de largo y se llevó el ruido de sus zapatos. Quedé solo nadando en las anchas calles del Vedado, conocidas por mí; más que conocidas, vividas intensamente en mi eterno andar de un lugar a otro, cuando visitaba novias en el municipio, cuando me echaba a la oscuridad para pensar un poco o tomar aire.
La Habana siempre fue oscura.
Ahora me embargaba la terrible circunstancia de parecer un extranjero en mis propias parcelas, y me embargaba el miedo de andar por un lugar conocido que ya no me pertenecía. Se apoderó de mí cierta ambivalencia que transitaba, alternaba, entre la melancolía y el miedo. No sabía cómo dominar esos extremos, si disfrutarlos u odiarlos, y sabía que tenía el tiempo calculado, como nunca antes, por encima de aquellos adoquines. Hace muchos años el tiempo me sobraba, como mismo me sobraban las piedras duras y entonces también me sobraban los zapatos, y le sobraban a mis novias.
Echábamos a andar contentos, tomados de la mano, jugando, a las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada, buscando la avenida Línea, que era el paso fronterizo y allí nos calzábamos como si nada. En aquellos años los ruidos de tacones significaban un escándalo de la pubertad, solamente enraizado con la inocencia, con el semen desbordado, incontinente, y pezones erizados como burbujas de pan. Aquel ruido era el conocimiento de una sustancia gustativamente amarga que salía de los pezones, con olor a fieras, con olor a rasguño entre los dientes. Aquellos años pensaba que era así el olor del sudor de las muchachas.
Hasta que, por las mismas calles oscuras del Vedado, descubrí que el olor a sudor de la entrepierna era mucho más fuerte y más salvaje. Que debía amarlo o lo rechazaría para siempre. Con los zapatos de puyas en una mano, una novia me pidió que la desflorara entre las ramas colgantes de los ficus, semi tumbados los dos en unas raíces a flor de ciudad que eran duras y tejidas como un monte de Venus arborescente. Con destreza introdujo mis dedos entre sus muslos y me dijo:
-¡Esta es la esencia de una mujer!-, llevándome la untura a mi rostro.
No hubo desfloración. Y así transcurrió el tiempo por las mismas calles, entre juegos e incontinencias.
Amé aquel olor para siempre.
Yo tenía quince años, lo que quiere decir que habían pasado casi treinta desde entonces.
Y las calles continuaban oscuras y ahora tenía miedo, pánico a no poder salir de allí.
Se hacía interminable el camino. Quizá por la tristeza de comprobar que no había pasado el tiempo para bien en esos caminos. Todo estaba más viejo, más abandonado.
La muchacha atrevida de mis recuerdos sabía que yo me había marchado del país. Me había escrito una carta en la que me reprochaba que yo no le contaba nada acerca del alumbrado público en Barcelona, donde vivo ahora. Y también recordé aquella carta entre la angustia que me provocaba no poder salir de un mismo lugar.
Luego pasé a soñar que no podía salir del país, que las autoridades me retuvieron indefinidamente por mi osadía de querer visitar ciertos lugares, ciertas gentes y vías del Vedado.
Estaba sudando a cántaros. Pero no solo eso: había tenido una eyaculación difundida por toda la cama. Abrí los ojos y no vi nada. No había referencias de ninguna calle desierta excepto de las humedades. Me levanté de un salto y encendí la luz.
Eran las cuatro de la madrugada. La maleta estaba hecha, llena de artesanías para regalar. El pasaporte en su sitio. La ropa dispuesta, el reloj avanzando y yo en medio de una situación desesperada entre las cuatro paredes de mi antigua habitación. En mi antigua casa, que ya no era mía.
Soñando desordenadamente con unas calles y con una ciudad que abandonaba por segunda vez.
5 comentarios:
El desasosiego, la inseguridad, el extrañamiento, el ya no ser, la inquietud, la lejania, la cercania, los años idos, el no pertenecer, el inicio sexual, la pesdadilla...¡cuantas cosas en tus lineas!
Luis Peña
así mismo es, Luis. El ya no estar, o estar prestado. Es una sensación terrible. Ahora entiendo a los emigrantes, por ejemplo, italianos que salen en las películas norteamericanas. Así, supongo, se construyó N.York, con la misma desazón y el mismo extrañamiento. te confieso que el primer día tuvo que ir un amigo a buscarme adonde estaba, y me sacó a pasear. Con 43 años, y, de esos, 36 vividos en aquella isla. ¡Tremendo!
Gracias de nuevo por tu visita, querido amigo.
QUE TRISTEZA ME DA LEERTE. DE VERDAD. SOBRE TODO PORQUE CONOCI UNA PARTE DE TU VIDA EN LA QUE EXISTIA TU PADRE, UN HOMBRE EXTRAORDINARIO, COMO TU. IMAGINO POR LO QUE PASASTES AL PERDERLO, PERO DESGRACIADAMENTE ES LA VIDA. SE QUE ERA UN HOMBRE ADMIRABLE , YO LO RECUERDO CON MUCHO CARINO PORQUE SE QUE EL ME QUISO TAMBIEN A MI.
Y DE TI QUE PUEDO DECIR? QUE ERES UNICO. QUE TE QUIERO MUCHO Y A PESAR DE LOS ANOS QUE HAN PASADO NUNCA TE HE OLVIDADO, SIEMPRE ESTAS PRESENTE EN MI. TE QUIERO
LUISA MARIA
Sé que existe melancolía, dolor, tristeza y esperanza en estos textos. Como se diría vulgarmente en el barrio donde vivo, "es lo que hay", y por eso no se puede evitar. Cada día pienso que mi padre entrará por mi puerta para compartir un jamoncito bueno y un vinito. Yo también te quiero, Luisa María. Gracias por visitarme vestida de letras. Gracias otra vez.
yoyi, gracias por agregarme a tus blogs, haré lo mismo para compartir tráfico.
me encantó este relato, como en muchos de ellos hay una melancolía deliciosa, de esas que dan ganas de sentarse en un sillón y sufrir un ratico, y después decir, ´ta bueno ya!
muchos besos
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