domingo, 20 de noviembre de 2011
Votar por primera vez
Con más de cuarenta años y por culpa de una dictadura tropical
Primero fue mentir, para escapar de la isla, y luego fue esperar unos largos diez años, cinco de ellos en estatus de ilegal durante la segunda legislatura del partido que acaba de ganar las elecciones en España. Para ejercer un derecho universal ha sido necesario el abultado paso del tiempo, para utilizar dos boletas, una dirigida al Congreso de los Diputados y otra al Senado, metidas en respectivos sobres blanco y salmón, deslizados éstos con suavidad por la hendija de una caja de metacrilato.
Todo transcurrió en silencio. No había casi nadie votando. El colegio electoral, donde, de mantenernos en el mismo lugar, estudiarán mis hijos a la vuelta del tiempo, nos recibió con una asombrosa calma vespertina. Había tres mesas funcionando y, a la entrada, los bulticos con las papeletas de unos diez partidos políticos. Tuve que preguntarle a mi mujer qué hacer, cómo organizar la secuencia de mis pasos. Desde una mesa del sufragio me observaron. Me di cuenta enseguida porque la mirada pesa; además de que, por muy bajo que hablé con mi mujer, aquella chica debió escucharme. Ella se quedó pensando qué pasaba conmigo, con ese señor vestido elegante pero informal, entre canoso y moreno, con gafas de pasta graduadas, con cierto aire retro entre el bolso deportivo cruzado, la americana de paño oscuro, el jeans y las botas de cuero, la bufanda a juego; más un tándem de lactante, una mujer rubia y pequeñita, el paraguas clásico de empuñadura marrón, el secretismo a las puertas del salón y la duda, sí, ¡qué cosa más rara!
¿Un hombre despistado?
No, señorita de la comisión electoral, vengo con retraso pero no ha sido por mi culpa. Vengo de un país donde no hay elecciones presidenciales y sólo se realiza un simulacro para elegir unos representantes de la circunscripción; que a la larga no representan a nadie, sino se convierten en fantasmas vecinales. No he tenido tiempo para informarme bien de cómo es el proceso aquí pero sí tengo claro que no es obligatorio votar, como allá.
¿Será posible? ¿No ha tenido tiempo en diez años?
No, señorita interventora, me he dedicado a otras cosas. ¿Tengo derecho, no?
Pero todo se quedó en un juego de imaginería personal, de un lado y de otro.
Es posible que a nadie le importe mi vida ni mi estilo ni a la hora que fuimos a votar.
Pero me sentí feliz, a pesar de mi torpeza, de mi ignorancia, a pesar de aquella mirada y a pesar de que sabía que el país volvería a las manos del partido que, cuando llegué a la democracia, me dejó en un limbo legal.
Foto del autor
Ayer por la tarde, en un colegio electoral de Barcelona.
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