lunes, 16 de julio de 2007

La cuarta pared

Isabelita es una muchacha muy tierna, candorosa, aunque con los pies bien situados sobre la tierra. Es muy práctica, como la gran mayoría de los catalanes que conozco; ágil de pensamiento, elíptica, como la gran parte de los catalanes a los que he tratado, pero tiene una caída de pestañas tan seductora que me hace suponer que es etérea. Tiene esa ambivalencia, la muy coqueta. Cuando nos abrazamos, vuela junto con una interjección que proyecta a media voz: “¡ah!”. Tan dulcemente se me escapa por los callejones del barrio gótico de Barcelona, amarrada a mí, claro, pero en fuga hacia los más recónditos espacios de la antigüedad medieval que tanto disfrutamos en ambientes vespertinos, poco antes de que ambos nos marchemos de vuelta al trabajo. Es la reina de la improvisación. Y es, por encima de todo, y dicho por ella misma, visionaria.
Nos conocimos una tarde en una cafetería de Las Ramblas. Según me ha confesado, mi alma la removió de su asiento cuando entré por la puerta. Dice que sintió una descarga sensacional de toda mi fuerza interna, un poderío inquebrantable y con mucha mecha del que me habló luego para mi información, porque ni yo mismo me reconozco en sus palabras. Tal debió ser la conexión espiritual –inalámbrica, ya todo va inalámbrico-, que caí a su lado en un sofá de dos plazas que tienen en la cadena norteamericana de café express Starbucks. Pedí permiso para compartir el mueble color pastel y dejé el vaso plástico sobre una mesita en la que ya descansaba su vaso plástico blanco. Si yo fuera a creerle al ciento por ciento, entendería que mi alma llegó primero al sofá y después mi cuerpo con el café. Supondría que, cuando se unieron de nuevo los dos sistemas, mi parte abstracta le perteneció a Isabelita durante el tiempo que compartimos el asiento, y mi volumen figurativo sólo ejecutaba los movimientos de llevar el vaso a la boca y cruzar una pierna encima de la otra alternativamente. Fui poseído. Pero yo no lo sabía. De eso me enteré después, otro día.
Comenzamos a salir de noche los fines de semana y a comer juntos de lunes a viernes, en distintas cafeterías de menú, y a tomar el café en los bares góticos, semigóticos, ultragóticos y ultramodernos (o sea, postmodernos) del barrio antiguo. Al cabo de quince días, mirando vidrieras, como siempre hacíamos, encontramos una oferta para un fin de semana en París con salida desde Barcelona, tiradísima de precio, la verdad. Isabelita había vivido allí dos años y hablaba el francés perfectamente, y le brillaron los ojos. Noté que tenía muy buenos recuerdos parisinos. Yo nunca había estado allí –creo que lo he mencionado antes en estas mismas páginas-, y de hecho, en el momento de escribir estas líneas, todavía no he llegado físicamente a esa capital. ¿Lo tomamos? Sí, lo tomamos. Salimos de la agencia de viajes con los billetes que incluían el avión de ida y vuelta, el transfer desde el aeropuerto al hotel -un hotel de dos estrella que, por el nombre, podía ser una casa de citas: Edén Magenta, ¡por Dios!-, y desayuno. Fue así de ran-pan-pan. Yo que toda mi vida había soñado con viajar a París en un tour organizado, resulta que en menos de un mes estaría allí con una deliciosa e inquietante mujer mucho más joven que yo, a la que casi acababa de conocer envuelta en los aromas hirvientes de un café de Las Ramblas.
Una noche fuimos a bailar al Velvet, en la calle Balmes, un sitio donde se puede disfrutar la música de los años 80 si no te fijas mucho en los brutales cortes –y malas costuras- del discjoker y te dedicas a rozarla a ella. A Isabelita le encantó. Le encantó la música y le encantó que nos rozáramos. Pasaba la noche a golpe de tónica, sin gin, y yo con mis legendarios rones a palo seco. Tenía exactamente 30 años; Isabelita, quiero decir, porque la música ya suma unos cuantos más. No me cuadraba que se supiera la mayoría de las letras de las canciones, por su edad. Entonces fue cuando tomé más en serio su dotación natural, y me refiero al poder de la mente. Ella debía transportarse en el tiempo con gran facilidad, penetrar o absorber las vibraciones de los demás y, a través de ese canal, llegar a poseer las mentes, como sucedió conmigo. Con la salvedad, me aseguró, de que no le ocurría con cualquiera. En efecto: Isabelita era un médium. Y yo un conducto.
Cerramos el Velvet. Nos echaron, para decirlo con más exactitud, pasadas las cuatro de la madrugada. Mi médium estaba tonificada de pies a cabeza. Sus cachetes enrojecieron con la noche, y su caída de ojos resultó fulminante cuando encendieron las luces del local. Estaba yo en mis dieci pocos años, tarareando a los Bee Gees, a Electric Light Orquesta. Estaba en mi punto álgido de la nostalgia mezclado con el hurto de mi corazón a cuenta de Isabelita. En la calle Balmes, amarrados a una farola –si no hay farolas me la acabo de inventar- me dijo resuelta, envolvente: “¡Llévame a tu casa!”.
-Me lo pones fácil –armonicé-. Vivo a dos pasos de aquí.
-Para luego es tarde- murmuró tirando de mi chaqueta.

Nunca compro tónicas. Me adelanté a pensar por el camino qué ofrecerle. Me acordé de que tenía algo especial guardado en el doble fondo de un armario pero tenía que solicitar un permiso extraordinario. Pregunté a Isabelita:

-¿Tú crees que será posible establecer una conexión con La Habana ahora mismo?
-Hombre, desde una cabina...-respondió señalando uno de los muebles urbanos de Telefónica.
-No, mi niña, tiene que ser espiritual.
-Pues sí. ¿Qué pasa?
-Tengo guardada una botella que forma parte de una reserva especial de un ron que tiene 12 años de añejo. Me la regalaron por mi 40 cumpleaños y juré descorcharla con mi padre. ¿Tú crees que se pueda obtener una dispensa?
-Yo debería aconsejarte que mantengas la promesa, pero creo que tendremos que abrirla hoy. Intentaré conectarme con La Habana. ¿Cómo se llama tu padre?

Subimos a mi piso con la música del Velvet por dentro. En el ascensor bailamos, de aquella manera concupiscente, tumultuosa. Entré directo al refugio del añejo. Palpé, acaricié la botella, se la mostré a la muchacha con un gesto premonitorio. Ella sonrió. Busqué dos vasos, pusimos música y dejamos la puerta del dormitorio abierta para que entrara el alba directamente desde la curvatura de la Tierra que se ve desde mi ventana del salón. Amaneció por fin. La sesión de desnudos, que era lo que tocaba a continuación, la iniciamos con una luz rojiza que nos remontó nuevamente al Velvet con su estética kitch: las banquetas altas de cuero sintético, dos barras en semicírculo, lámparas planas y unos focos direccionales que alumbraban las caras de las camareras enfundadas en satén colorado. El ron era exquisito. Bajaba balsámicamente. Isabelita se mostraba ahora con el torso al aire, dejándome poca imaginación por si yo hubiera querido exagerar la belleza de sus pechos. Los veía venir. Los había tocado antes, en el Velvet verdadero. Sus pechos eran como ella: tiernos, aparentemente intocados, redondos, enarbolados. Rodamos por mi dormitorio rompiendo objetos mal aparcados. Me miró fijamente, mojó sus labios de ron y me dijo, otra vez resuelta:

-Hay un problema.
-No te has podido conectar con el Caribe- bromeé.
-Eso está resuelto hace rato. El problema es que soy virgen.

Yo que soy lento esa vez no actué así. Parece que, con la cercanía, Isabelita había estado provocando mis revoluciones, esa fuerza interna que yo no me veo pero ella sí, y repliqué en el acto una frase sencilla, oportuna, nunca mejor encontrada:

-Déjate llevar, mi niña, ser virgen no es un problema cuando deseas a alguien...Estamos a mano.

Claro, fue una reacción inmediata para inspirarle confianza en los dos, primeramente para que no se sintiera mal por algo soluble y tierno. Pero enseguida actué como si fuera yo mismo, el de todos los días, el conservador y protector que suelo ser:

-Espera. ¿Por qué no lo dejamos para París, para que te lo pienses mejor? Aquella es la ciudad donde está permitido romper esquemas y otras pieles...-propuse.
-No has entendido nada. Tiene que ser ahora. Si he llegado hasta aquí es porque tiene que ser ahora.
-Bien, pues así será, pero te confieso que es mi primera vez.
-¿No me digas que también eres virgen?
-No. Lo que quiero decir es que jamás he desvirgado a nadie.
-Te lo has encontrado todo hecho.
-Sí, en el sentido rompedor gráficamente dicho sí. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años tenía una novia que me pidió lo mismo que tú y no fui capaz de complacerla. Me temblaba todo el cuerpo en ese momento y no llegué a entrar. Recuerdo que no podía quitarme la imagen de su madre de la mente, de cuando se enterara, de la paliza que nos iba a pegar...y no fui capaz. De esto hace más de veinte años. Hoy en día aquella chica tiene dos hijos y vive en Helsinki, y me quiere mucho, ¿sabes?
-¿La has vuelto a ver?
-No. Hablamos por teléfono. Estuvo una noche en Barcelona con su marido y me llamó, precisamente desde Las Ramblas. Le inventé una excusa. Le dije que estaba fuera de la ciudad.
-Bien, muchacho de ojos brujos: aquí tiene que consumarse la desfloración. Ni tú conoces a mi madre, ni yo te voy a dejar escapar.

A partir de entonces me quedé con la duda de si Isabelita, que no es muy católica que digamos, me eligió por la fuerza de la entrada de mi alma en un espacio cerrado, o porque pensó, esquemáticamente, que un cubano nunca se negaría. Es muy sintomático: hoy en día es muy raro llegar virgen a los 30 años.
El viaje fue absolutamente limpio de obstáculos. Al menos yo lo sentí así. Estábamos tan a gusto explorándonos que se nos pasó el tiempo sin darnos cuenta. Recuerdo que nos quedamos dormidos a plena luz del día, y también que dos o tres horas más tarde Isabelita me despertó de un sueño dulce haciéndome el amor inconsultamente. Me estaba violando otra vez, como cuando violó mi lugar en el espacio y me colocó con su mente en un sofá matrimonial de una cafetería. Fue pleno, desasosegado el encuentro de nuestros cuerpos. Intentamos guardar fuerzas para el viaje a París, y, en lugar de tónica ella y ron yo, estamos tomando muy a menudo una infusión de jengibre que nos recomendaron en el barrio gótico, para aumentar la potencia. Todavía, cuando me despierto, añoro ese momento intangible en el que crucé su cuarta pared sin darnos cuenta, la frontera que nos separaba físicamente del punto de encuentro donde debemos estar tomándonos un café por tiempo indefinido. He pensado en no lavar las sábanas y las fundas de las almohadas. Me gustan esos dibujos alegres.


Primavera 2006

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Mi amor, no recordaba lo tierna y exultántemente erótica que es esta crónica. Recuerdo el día que me la diste a leer, fue a la semana del suceso en cuestión, y no supe que decir, me quedé callada. ¿Sabes por qué? me desbordaste con la impresión que te causé, tus ojos ardían en fuego mientras observabas como leía lo que habías escrito. Aún hoy me sigo desbordando y me has hecho llorar de emoción, por tanto amor y nostalgia de aquellos primeros días.
Ninguna relación es perfecta, pero si que es cierto que entre nosotros hay una comunión realmente mágica, telepática.

Gracias por cada uno de los momentos que me has hecho, me haces y me harás vivir.
Te quiero guapo

Isabelita

machetico dijo...

Nice and sweet. Capitulo bello. El de la musica en la disco es DISCJOCKEY, que cabalga pero no bromea. Saludos, George.

Jorge Ignacio dijo...

Saludos y gracias por la lectura, Machetico. Mañana miércoles, si lo deseas, puedes continuar con el viaje de Isabelita y el narrador por París. Es verdad que fue agradable y dulce, como dices. Me has recordado a mi padre que me llamaba George. Una pregunta: ¿Por fin Rosa Ileana Boudet ya sabe quién eres?
Jorge

Jorge Ignacio dijo...

Saludos y gracias por la lectura, Machetico. Mañana miércoles, si lo deseas, puedes continuar con el viaje de Isabelita y el narrador por París. Es verdad que fue agradable y dulce, como dices. Me has recordado a mi padre que me llamaba George. Una pregunta: ¿Por fin Rosa Ileana Boudet ya sabe quién eres?
Jorge