martes, 10 de julio de 2007

Hay alguien en casa


Los primeros días en La Habana, de camino a encontrarme con algunos amigos, pasé dos veces, sin querer, por una avenida desde la que se veía mi casa a lo lejos. Creo no haber sufrido arritmia alguna vez, al menos conscientemente, antes de estos momentos que narro. El corazón se me quería salir del pecho, y, otra vez, comencé a toser. Cuando me pongo a toser, mi mujer ya sabe de qué va la cosa. Son los nervios, los más profundos, mis fibras intrincadas allá donde no puedo llegar. Es increíble cómo esas fibras hipersensibles se activan, ya bien sea por choques ambientales que le son familiares, o también por recuerdos, o por rechazo a algo que va a llegar. Mi mujer aún no estaba orientada en la ciudad y solo se dio cuenta de que algo me volvía a rondar los nervios, que habían estado descansando desde que salimos del aeropuerto, pero, evidentemente, solo descansaban a medias.
Entonces logré tomar aire –cuando me sucede un ataque de tos nerviosa, le hago una seña con la mano para que me deje tiempo para respirar-, y pude indicarle con cuatro palabras casi inaudibles:

-Esa es mi casa.
-Cariño –restauró la frase inmediatamente-, no hables en presente que te hace daño. Recuerda que ya no vives aquí.

Apreté los dientes y las muelas, como si estuviera triturando una almendra, al parecer como un mecanismo de defensa instintivo para alcanzar un poco de aliento. Yo no podía hablar. Al apretar las mandíbulas una contra la otra, la tensión nerviosa se descarga ahí y uno puede recuperarse, pero se estropean las piezas dentales. En ese momento me era absolutamente necesario resolver el problema que tenía delante. Pensé en no decirle nada a mi mujer, aprovechándome de su ignorancia sobre el terreno, pero luego hubiera sido peor. A mi mujer le gustan las cosas, como decía mi padre, en caliente.
Esa fue la primera vez que vimos la casa a lo lejos. La segunda, ya ella estaba sobre lo eventual antes de que cruzáramos la avenida. La segunda vez fue ella misma la que me recordó, señalando, cuál era mi casa.
Después de pasar por delante sin querer, en sucesivas salidas desvié la ruta a propósito y mi mujer se dio cuenta. Así que me dijo, con mucha dureza, una gran verdad. Al escuchar sus palabras me entró la duda de qué hubiera hecho ella en mi lugar:

-Mira, guapo, no lo alargues más; esto es puro trámite. Cuanto antes lo resuelvas, mejor. Y así podremos estar más tranquilos los dos- fue lo que me soltó sin ambages, como si estuviéramos hablando de una visita al dentista.

Sin embargo, debo reconocer que tenía razón. Por varios motivos: Cruzar el Atlántico cuesta caro, metálicamente hablando; estábamos en La Habana por fuerza mayor y no sabíamos cuándo podríamos volver; el pasado es un recuerdo, que puede ser más o menos dulce, pero no es más urgente que la actualidad, al menos en alguien racional como nosotros, aunque nos gustaría ser de otra manera. Y si pasábamos de largo por la puerta de mi casa, dejábamos la posibilidad de arrepentirnos a la vuelta del tiempo. ¿A qué yo le temía? Esa es una buena pregunta. Supongo que a mí mismo. Supongo que me hubiera gustado ir a Cuba en un viaje a buscar mis cosas, y en otro a visitar el sitio donde enterraron a mi padre. Es muy posible que las dos misiones juntas, más el tambaleo interior del regreso en sí mismo, me hayan puesto en una situación límite. No era hora de filosofar, porque nuestros días allí estaban contados. También temía a la posibilidad de encontrarme con algunos vecinos indeseables, gente que uno borra de por vida y respira luego. En fin, cosas superfluas. Un paquete de tonterías que amontonamos entretejidas en el alma, hojarasca de la espiritualidad que hacen mucha resistencia en momentos cruciales. No fue al día siguiente de la conversación con mi mujer en la avenida, ni al otro, sino casi al final del viaje cuando me decidí a volver a lo que fue mi casa durante casi cuarenta años, un caserón más o menos espléndido que ocupa una privilegiada parcela de El Vedado. Construido en los años 40, mi familia se dio a la tarea de cuidar la austeridad exterior, y de colocar unas paredes por dentro de poco menos de medio metro de ancho. Me dijeron una vez que ese sistema constructivo se llama citara/citarón , y consiste en poner ladrillos cruzados. Entre esos muros insonorizados transcurrió mi vida -¡ay, si los tuviéramos en Barcelona no nos escucharían los vecinos, mi amor!
Allí crecí y me las ingenié para sobrevivir a la ilegalidad, alquilando habitaciones a escondidas del Estado. ¿A escondidas del Estado? Quise decir sin declarar el hecho. Allí, muchos años atrás, en el garage, durmió un Cadillac negro de mi padrastro, a quien no he vuelto a ver. Ni al automóvil ni a él. Desde los tempranos años 70 mi padrastro se pasaba mucho tiempo arreglando el carro. Luego llegó la época de la universidad, y me quedé solo en casa con mi hermano. Dos colegiales, inquietos, inhabilitados para la vida doméstica, malos estudiantes, un poco bandoleros, divertidos. La vecina de enfrente nos denunció un día porque, dijo, se realizaban en nuestra casa fiestas de perchero.
La policía nos advirtió que cerráramos las ventanas. Mi hermano y yo no sabíamos lo que era una fiesta de perchero, aunque tiramos de la majestuosa carpintería francesa para cancelar la visión. Después dividimos la casa. Mi hermano hacia un ala y yo en la otra parte. Cada uno con su cocina y baño. Más tarde se marchó mi hermano del país y me quedé solo en el caserón, hasta que empezaron a llegar amigas de provincias. Pasado un tiempo, mi madre volvió. Estábamos juntos, pero no revueltos. Llegaron los tiempos duros. Vendí ron en el domicilio y algunos aguacates una vez al año. Me casé, me divorcié, me junté, viví como tres o cuatro concubinatos y me fui del país.
A los seis años regresé con una mujer que no tenía nada que ver con toda esta historia. Digo tenía, porque se implicó de verdad. La casa la habían vendido –en los papeles consta solo una permuta, porque vender está prohibido, aunque sean tus paredes de toda la vida. Hay quien no vuelve más a su lugar de origen, pero yo, por otras razones, retorné, aunque de paso.
Al llegar a la avenida miré de soslayo la puerta de la casa para ver si estaba libre. Pero no, desdichadamente había un hombre sin camisa tomando el fresco, en actitud de morador total. Avanzamos con soltura aparente, hasta alcanzar la entrada. Desde la reja del portal dije en voz alta, sin soltar la mano de mi mujer:

-Perdóneme usted. ¿Puede venir un momento?
-¿Qué desea?- respondió el descamisado, de unos 40 años, fumador, bastante seco y serio.
-Es que yo viví en esta casa y me gustaría hablar con usted un momento.
-Pasen- expresó repasándonos de arriba abajo, con un cuidado asombroso, cuidado del detallista un poco desconfiado y arisco.
-No queremos molestar. Ella es mi mujer –dije señalándola-; vivimos fuera de Cuba y estamos de paso. Solo queríamos saber si todavía están algunos papeles míos guardados en un closet.
Yo anhelaba algo más que la papelería, dejada a la fuerza para volar limpio de polvo y alimañas. Mi máquina de escribir, la primera que tuve antes de conseguir un ordenador, una Remington Rand de los años 40 (como la casa), era algo tan especial en mi vida, así como un perro con dientes salidos que rondaba mi vivienda e iba a dormir los mediosdías. Cosas superfluas en las que nunca he dejado de pensar. Y en la mata de aguacates, y en las fotos, negativos, cajitas llenas de recuerdos de la gente, de mujeres, de novias bastante lejanas. Un millón de objetos, animados o no, me pasaron por la mente en segundos al enfrentarme al hombre sin camisa que observaba tranquilamente la calle. Ese hombre no dejó que transcurriera mucho el tiempo antes de apaciguarme:

-Ya sé quién eres. Algunos vecinos me han hablado de ti. ¿Tú estás en España, no? Tranquilo, no hemos limpiado ese closet. Tuvimos la corazonada de que volverías, y por suerte no has tardado mucho desde que vivimos aquí.

El hombre, de mi generación, tiró su brazo derecho encima de mis hombros. Nos invitó a pasar y se presentó formalmente ante mi mujer. Hizo café, pero para ese momento yo todavía no había logrado relajarme.
La máquina de escribir no pude traerla. Pesa mucho. Traje una pieza liviana en donde los fabricantes estamparon la marca y el modelo. Y vinieron los papeles más importantes y las fotos. Mi mujer se horrorizó con la cantidad de cajitas y reliquias de muchachas. No me regañó en La Habana por prudencia; aunque lo hizo de vuelta a Barcelona. Celitos, se debe suponer. El hombre de la casa, que prefirió no ser identificado en estas crónicas, nos dejó su número de teléfono –el mismo mío, no lo había cambiado-, una dirección electrónica y una tarjetita de su empresa.

-¡Vuelvan cuando quieran!- aseguró calurosamente.

Dimos las gracias, asintiendo con la cabeza, pero en ese preciso instante mi mujer y yo tuvimos la misma sensación, la de atrapar el presente a toda velocidad, y el presente no estaba siquiera cerca de allí.


(Nota: la foto que acompaña este texto corresponde a la fachada de otra casa de El Vedado)


Julio 2007

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