Los días de mi infancia, en los que hubiera dado más lágrimas por una bicicleta, se juntaron con mi profunda juventud. El día en que se fue la luz en casa, se hizo un horizonte en mi alma. Dos cosas graves no deben ocurrir a la vez, por lo que la sabiduría de la vida me colocó encima de un ciclo que tiraría en lo adelante hacia todas partes. Se me habían olvidado los llantos de niño, y en ese preciso instante en que subí a las ruedas del presente continuo, no valoré el regalo. Era un regalo, sí, porque se podía adquirir a un módico precio, un dinero que no significaba nada en relación con el coste de la vida. Era un premio, además, que nos hicieron a todos en el trabajo simplemente por estar allí. Las muchachas fueron obsequiadas con los ciclos azules y fáciles de dominar. Lucían hermosas aireando su cabellera, agarradas con estilo al manillar, mostrando sus piernas brillosas que refractaban la luz, que reflejaban el sol, la luna, el mar cuando iban junto al mar. Se volcaron en mantos de rubias, de morenas, mulatas, negras. Salían del trabajo y de todas partes esparciendo un deje femenino por toda la ciudad, una fragancia azul. A nosotros nos tocaron los ciclos negros, con caballo entre las piernas. Era un designio: Debíamos ir detrás de ellas. Y eso hicimos, hasta que nos cansamos de perseguirlas. El lenguaje no estaba ahí. El lenguaje seguía siendo el mismo sistema de códigos de la conquista tradicional. El dulce ambiente de las bicicletas era un espejismo que nos duró poco. Al principio sí que fuimos felices pedaleando y cansándonos con orgullo. Con ese mismo orgullo llegábamos a nuestras casas después de haber rodado cinco o seis kilómetros por nuestras calles agujereadas y empinadas, un peligro que nos amenazó de muerte en las interminables noches que estaban por llegar. Por eso recuerdo que el orgullo se convirtió en tensión, en terror. El asesino agazapado nos esperaba en cualquier calle por la noche. Una bicicleta se convirtió en un valor de uso importante. Nuestras calles no estaban preparadas para que rodáramos a todas horas, con alguien sentado detrás, sujetado a nuestra cintura con las manos, y con la punta de los pies apoyando el resto del cuerpo en un insignificante tornillo. Fue nuestro transporte alucinante, porque nos obligó a bajar de peso a una velocidad vertiginosa, y nos impuso unos reflejos que antes pasaban desapercibidos por nuestras mentes. Nuestras maneras viales de viajar se forjaron sobre la marcha. No hubo cursos prácticos. Al cabo de pocos meses de habernos agasajado con esa estructura, nos dimos cuenta hacia dónde íbamos. Íbamos hacia la barbarie, hacia la desaparición física o mental, o ambas. Nuestros cuerpos, nuestras cabezas no estaban preparadas para la masificación obligatoria de un ciclo. Comenzamos con las pesadillas de noche, durmiendo mal, y terminamos bajos de peso, enfermos de miedo. Las muchachas dejaron sus vueltas azules para estacionarse en los semáforos a pedir auto stop. Al llegar este momento, ya habían ocurrido miles de desgracias. Nuestras bicicletas no fueron detrás de ellas con amor. Las bicicletas de las mujeres se convirtieron en trastos de oscuro deseo. Nosotros seguimos un tiempo más, años, encima de nuestros hierros porque nos era difícil suponer otra manera de llegar. Aprendimos a convivir con la grasa, con las gomas, con la suciedad y con los ejercicios inoportunos. Llegábamos a los lugares extenuados, con poca sonrisa. El gobierno no nos había avisado de que se trataba de una opción única, peligrosa, y eso fue lo que nos amargó más. No tardó en llegar el día en que nos sentimos perdidos y ridículos pedaleando la ciudad, bajo un sol abrasador, uniformados sin saber por qué y sin que se nos consultara antes. Nuestras bicicletas eran chinas, de una sola marcha, de piñón fijo, macizas, espectacularmente grandes y pesadas. En nuestra tradición cultural no estaba señalizado ese modo de vida. Nos adaptamos a todos los inconvenientes, superamos las dificultades del terreno y al final las fuimos dejando. Comíamos mal y no subíamos a esos ciclos por deporte. Era pura necesidad. Terminamos odiándolas. Necesitábamos otro transporte general, en el que no tuviéramos que conducir ninguna otra cosa que no fuera nuestros sueños. Yo me marché. Al dejarlo todo, transferí mi bicicleta. Mi hermano pequeño, benefactor, sintió que le tocaba el turno en la rueda de los regalos. Lo dejé llorando porque me propuse no dársela en primera persona. Esa transferencia la dejé encargada a alguien que no iba soltar ni una lágrima. Alguien mayor, como yo.
Verano 2007
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