Suponiendo que mi cuerpo cumpla con las expectativas de vida de este lado del mundo –a mi mente no la menciono, por si acaso-, en mí habría ocurrido un antes y un después justo en la mitad de mi existencia. A los 40 años, cifra nada despreciable, marqué esa frontera, sin quererlo, con el propio hecho de emigrar de mi país. Yo no era consciente de este análisis, por supuesto; fue casual que alguien me tendiera un puente a esta edad para conocer un mundo nuevo, con todos los inconvenientes y novedades que se ponen en juego. Antes de salir de Cuba, y justo en el momento de dejarlo todo allí, yo podía vislumbrar cómo iba a ser mi futuro profesional y, más o menos, el afectivo. Estaba, digamos, muy bien encaminado en el oficio que me gustaba hacer, llegando casi a la cúspide de lo que en el mundo de hoy han dado en llamar verticalidad profesional. Me estaba convirtiendo en un especialista de un tema concreto y, a la vez, comenzaba a dominar un mundo de cosas del periodismo cultural, que era lo mío; sabía algo de los vericuetos del gremio, incluía entonces algunos ardides tópicos para “marcar la tarjeta”, o lo que es lo mismo, para presentar un trabajo decente después de una tremenda juerga. Me conocían los creadores del sector artístico que habitualmente cubría; me hacían agasajos que consistían en entradas gratis a las funciones de teatro; recibía invitaciones a hoteles de provincia para, en otros casos, cubrir los eventos locales; me llamaban por teléfono al fijo de la casa para proponerme un tema intempestivamente; los creadores me abrían una puerta, sin darse cuenta y sólo por necesidad elemental, hacia el saber multidisciplinario de nuestra cultura popular. Podía escoger mis destinos dentro de la isla –siempre y cuando cumpliera antes con los objetivos editoriales de mi jefe-, y pude favorecer a alguien en particular si hubiera querido. Era joven –todavía lo soy-, finalista en mis obligaciones, poco ambicioso y bastante bohemio. Tenía poder, un poder relativo, como casi todo, pero lo tenía.
Una vez, en la fiesta inaugural de un festival internacional de teatro, recibí una bofetada a traición. Fue típico: me tocaron el hombro por detrás y, al girarme, obtuve la descarga iracunda de una actriz bastante mala a la que no le gustó lo que dije por escrito. Luego consiguió mi teléfono fijo (móviles no teníamos, por suerte) y me insultó por esa vía, gritando, una y otra vez, que yo tenía la sartén por el mango. Aquello me llamó sobremanera la atención. Jamás en mi vida me había dado cuenta de eso. Un amigo me recordó que la prensa es el cuarto poder. O sea, recibí el fruto contraproducente del oficio sin haber disfrutado de eso que la actriz llamaba poder. Al recordar esta anécdota, acabo de llegar a la conclusión de que mi vida ha sido una cadena de eventualidades, desde el puesto de trabajo que ocupé por casualidad –nunca fui buen estudiante-, hasta el viaje de “ida” que realicé hace seis años a esta ciudad. Y aquí me quedé, sin saber nada del asunto. En esta otra parte de mi vida, la que recién comienza según se ve, me llegaron bofetones de todos tipos y colores pero, en lugar de una dama con saña, fue el día a día el autor. Aquí, aunque tengo un teléfono móvil en el bolsillo, estoy más incomunicado que antes, o, para ser justo, estoy subcomunicado. Es necesario asumir que lo que acabo de contar arriba pasó, que podría volver, aunque lo que tengo delante es el proyecto con mi mujer de abrir un negocio propio, enfocado más bien hacia la venta de artículos del hogar.
Barcelona, como ciudad, también tuvo un antes y un después –la frontera fueron las olimpíadas del 92. En esto estaba pensando cuando me quedé solo unos minutos en la sala de espera del aeropuerto de Madrid, aguardando por mi vuelo para acá. Mi mujer fue al baño y me perdí a lo lejos recordando cosas de mi vida. Acababa de regresar de La Habana –con ella- después de seis años de dejar todo y saltar al vacío. Mis amigos estaban iguales, en sus casas de toda la vida, a las que llegamos de memoria porque no se me había olvidado ni un detalle. Es algo parecido a aprender a montar bicicleta. Mis amigos, debí decir, estaban iguales excepto que tenían hijos. Nos reunimos con ellos como si se tratara de una cita habitual y no hubo que desdoblarse en ningún aspecto. El ron seguía sobre la mesa; y la lluvia tan caliente como siempre, tan salvaje, con su misma personalidad. El olor a las calles mojadas me hizo creer que yo no había movido un pie de mi ciudad, que había estado trabajando en casa un tiempo y había desconectado el fijo. En todo el viaje que hicimos mi mujer y yo, no quise pensar, pero al quedarme solo detrás de unos cristales panorámicos y ver el movimiento incesante de un aeropuerto internacional, caí en la cuenta, detrás de la nostalgia, de que al llegar a Barcelona me esperaba la otra mitad de mi vida.
Julio 2007
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