Una vez, en la fiesta inaugural de un festival internacional de teatro, recibí una bofetada a traición. Fue típico: me tocaron el hombro por detrás y, al girarme, obtuve la descarga iracunda de una actriz bastante mala a la que no le gustó lo que dije por escrito. Luego consiguió mi teléfono fijo (móviles no teníamos, por suerte) y me insultó por esa vía, gritando, una y otra vez, que yo tenía la sartén por el mango. Aquello me llamó sobremanera la atención. Jamás en mi vida me había dado cuenta de eso. Un amigo me recordó que la prensa es el cuarto poder. O sea, recibí el fruto contraproducente del oficio sin haber disfrutado de eso que la actriz llamaba poder. Al recordar esta anécdota, acabo de llegar a la conclusión de que mi vida ha sido una cadena de eventualidades, desde el puesto de trabajo que ocupé por casualidad –nunca fui buen estudiante-, hasta el viaje de “ida” que realicé hace seis años a esta ciudad. Y aquí me quedé, sin saber nada del asunto. En esta otra parte de mi vida, la que recién comienza según se ve, me llegaron bofetones de todos tipos y colores pero, en lugar de una dama con saña, fue el día a día el autor. Aquí, aunque tengo un teléfono móvil en el bolsillo, estoy más incomunicado que antes, o, para ser justo, estoy subcomunicado. Es necesario asumir que lo que acabo de contar arriba pasó, que podría volver, aunque lo que tengo delante es el proyecto con mi mujer de abrir un negocio propio, enfocado más bien hacia la venta de artículos del hogar.Barcelona, como ciudad, también tuvo un antes y un después –la frontera fueron las olimpíadas del 92. En esto estaba pensando cuando me quedé solo unos minutos en la sala de espera del aeropuerto de Madrid, aguardando por mi vuelo para acá. Mi mujer fue al baño y me perdí a lo lejos recordando cosas de mi vida. Acababa de regresar de La Habana –con ella- después de seis años de dejar todo y saltar al vacío. Mis amigos estaban iguales, en sus casas de toda la vida, a las que llegamos de memoria porque no se me había olvidado ni un detalle. Es algo parecido a aprender a montar bicicleta. Mis amigos, debí decir, estaban iguales excepto que tenían hijos. Nos reunimos con ellos como si se tratara de una cita habitual y no hubo que desdoblarse en ningún aspecto. El ron seguía sobre la mesa; y la lluvia tan caliente como siempre, tan salvaje, con su misma personalidad. El olor a las calles mojadas me hizo creer que yo no había movido un pie de mi ciudad, que había estado trabajando en casa un tiempo y había desconectado el fijo. En todo el viaje que hicimos mi mujer y yo, no quise pensar, pero al quedarme solo detrás de unos cristales panorámicos y ver el movimiento incesante de un aeropuerto internacional, caí en la cuenta, detrás de la nostalgia, de que al llegar a Barcelona me esperaba la otra mitad de mi vida.
Julio 2007
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