Si años atrás alguien me hubiera preguntado sobre qué estaba escribiendo, le hubiese dicho que se trataba de mis memorias de Barcelona, mis experiencias, mis días y mis noches, personajes reales e imaginados que se han cruzado en mi camino, en mi pensamiento; situaciones vividas con mayor o menor calidad, circunstancias en las que me he visto envuelto sin saber a ciencia cierta si es que podían tocarme por la edad, o porque cuando uno emigra está más expuesto a las adversidades. Diría que se trataba de una precoz relación de hechos, de reflexiones, plasmados sobre el papel con un doble objetivo, o triple: no perder el oficio de escribir, transmitir la observación y el pensamiento de un forastero –teniendo en cuenta que el visor de afuera puede mirar diferente-, y, por último, probar por primera vez una redacción sin temores, sin ojos sobre la espalda, sin miedo y sin censura. También agregaría la enorme posibilidad balsámica de la escritura cuando la soledad se vuelve persistente. A los 40 años, considero yo, poseemos una edad todavía temprana para plantearnos escribir nuestras memorias. Pero, claro, no se trata de las memorias de toda una vida sino de las más recientes, las que tal vez pudieran enlazarse con algunos recuerdos más viejos. Es, le explicaría a mi interlocutor, una suerte de decir aquí estoy, de decírtelo a ti mismo a través de las palabras escritas, una reafirmación en primera persona, si se quiere, que funcionaría como complemento o parte esencial del instinto de conservación, no el físico, que es el más fácil de conseguir y es el que está algo predeterminado, sino el instinto de conservación mental.
Como mi trabajo consiste en estar al lado de personas muy mayores, me parecía pretencioso redactar semblanzas a mi edad, y elegí el camino de la crónica periodística desde la primera persona para desahogarme. Con el tiempo me cayeron en las manos libros de gentes más o menos de mi edad que estaban haciendo más o menos lo mismo que yo, incluso en la misma ciudad y bajo la enorme presión de la nostalgia. Entonces, si alguien me hubiera preguntado, le hubiese dicho que se trataba de un libro de memorias frescas cuya estructura se amoldaría a un hilo conductor bastante simple: mis mudanzas en Barcelona, además de cartas a mi padre que nunca le llegaron. En un año, había vivido nueve traslados, contando sólo los sitios del área metropolitana. A saber, y en orden de llegada: De Vall’Hebrón al Eixample derecho, de ahí a Fabra i Puig y Meridiana; luego volví al Eixample pero al izquierdo; de aquí a Montgat; más tarde volví a Vall’Hebrón; después fui a Nou Barris; regresé al Eixample derecho; hasta que conseguí alquilarme solo en el piso donde vivo, que, dicho sea de paso, está en el Eixample izquierdo, otra vez. Como debe suponerse, con el tiempo va creciendo el equipaje.
Hubiera sido interesante narrar cada uno de los ambientes donde viví, así como describir las personas que habitaban dentro. Esto me hubiese dado una secuencia rica de matices, de situaciones. Alguien estará pensando que el hilo de las mudanzas sería un “road movie” literario (personajes interesantes no me hubieran faltado), descubriendo la ciudad al mismo tiempo; o sea, no viéndola desde la barandilla de un bus turístico, sino intrincado en los bares, las tiendas y los video-clubs de cada barrio. Esta idea no he podido llevarla a cabo por la sencilla razón de que, cuando ocurrían aquellos pasajes, me sentía verdaderamente triste y desorientado. Alguna fuerza interior me decía que no debía escribir nada por el momento, para que los textos no llevaran la huella del dolor, de la miseria descubierta por sorpresa, de las decepciones que siempre te dejan un malísimo sabor. Siempre he tenido la dificultad de pensar que voy a morir en cualquier momento. Quiero decir: no saber controlar lo que se puede hacer con el tiempo. Mi trabajo, repito, consiste en permanecer varias horas del día al lado de personas que se encuentran en el ocaso de sus vidas, que lo saben, que han perdido el pudor y no les importa hablar de la muerte constantemente. Veo a mi lado unos ojos húmedos, ajados, hundidos en cuencas cansadas; miradas seculares, silenciosas y tristes, que pudieran deslumbrar y no quieren, o ya no les interesa; palpo huesos casi desnudos, que tiritan de frío; escucho una voz lejana hablando sobre sí misma, reiterando los días de la niñez. Porque, dentro de cuarenta años, viajaremos a la semilla, volveremos a usar pañales y llevaremos caramelos en los bolsillos. Nos tratarán como a unos mocosos, nos colocarán un pecherín de felpa, y nos darán grandes cucharadas de papillas imitando un avión, y nos harán absorber con pajilla un suero fisiológico con sabor a naranja para que no nos deshidratemos en verano.
Me sentía agotado al llegar a casa, al hogar transitorio, el que fuera, y no tenía ganas de escribir. Sencillamente no podía. Tal vez un obrero de la construcción hubiera llegado menos exhausto. Así que el tiempo pasó y fui tomando notas en la mente hasta que llegara el momento de poder escribir. La última mudanza, la más reciente, digamos, fue hace dos años y medio, a bordo de un Renault Clio. Teresa y yo habíamos visto un sobre-ático coquetón en la calle Provenza con un precio razonable para como estaba el mercado. Nos gustó a pesar de que no tenía muebles, ni un solo bombillo, y eso que lo vimos de noche y corriendo, porque el encargado, como casi siempre sucede con los agentes que muestran pisos de alquiler, tenía prisa. Tuvimos suerte, mucha suerte. Había unas vistas impresionantes sobre media Barcelona; de izquierda a derecha, desde las tres chimeneas de la termoeléctrica de Sant Adrià de Besos, hasta Montjüic, en el plano frontal. Saliendo a una pequeña terraza, y también situados desde la ventana de un pequeño dormitorio, la Sagrada Familia, el controvertido templo gaudiano, con montañas de fondo; y desde un dormitorio más grande, en la parte trasera de la casa, el Tibidabo, iluminado de noche como una tarta, y de día, algunas veces, entre brumas, o bajo un sol implacable otras, y una vez nevado, este año, por primera ocasión. A mis amigos les decía que el piso quedaba a los tres vientos, uno procedente del Mediterráneo catalán, otro de la ciudad de Girona o de Francia , y un tercero del interior de la provincia de Barcelona. Faltaría un cuarto viento procedente de Madrid, o de Tarragona, para situarlo más cerca, pero esa ala me faltaba porque la tapiaba el cuarto de ascensores. Era un piso muy iluminado por la irradiación natural, algo parecido a un palomar, tanto por la situación encima del edificio, como por las dimensiones que tenía. Sala, cocina y comedor quedaban en un solo ambiente, aunque tenía dos dormitorios y un baño pequeño, y una terraza minúscula en la que, a priori, vi que podía colocar una lavadora y un tendedero. En fin, un estudio grande y a la vez un piso pequeño. Era un mirador perfectamente ubicado en el centro de la urbe, vecino de dos edificaciones históricas: la del Hospital Clínico y la de los Bomberos, algo que a la postre tuvo menos gracia por el continuo sonido de las sirenas. Para mí estaba magnífico: bien comunicado por líneas de metros y autobuses, comercialmente inmejorable, cercano, muy cercano, al Mercado del Ninot, otro edificio emblemático por su antigüedad como surtidor de víveres del barrio. “Nos lo quedamos”, dijimos al encargado, que iba con un candelabro viejísimo mostrándonos cada una de las estancias, dibujándolas, quizá, más con palabras y suposiciones. No pedimos una visita de día. No había tiempo que perder. Los detalles eran lo de menos, porque, por aquella época, la oferta de pisos se había puesto difícil, más que ahora, más que todos los tiempos, según dicen los que conocen del tema, y era lógico, porque coincidimos con el principio del famoso boom inmobiliario y ya los propietarios comenzaban a querer vender en lugar de alquilar. A los pocos días firmamos y nos dieron las llaves y por fin vimos aquellas cuatro paredes a la luz del día, vimos el pedazo de mar que sin dudas era un regalo (no debía estar incluido en el precio), y oteamos el horizonte hasta quedarnos entretenidos un rato con el ir y venir de las cestas rojas del teleférico del puerto. Cuando apunto que firmamos, es solo un decir. Yo no tenía legalidad alguna, ni informe de la renta anual, ni nómina en el trabajo, ni movimientos interesantes en mi cuenta bancaria, requisitos imprescindibles para convertirme en arrendatario. Fue Teresa la que quiso que yo tuviera mi propio espacio, mi necesario lugar, la que me instó para que dejara de compartir vivienda con desconocidos o con conocidos intolerables, la que se ofreció para firmar. Fue así como se dio la gran contradicción de que un inmigrante inaugural, invernal, pues era la temporada, alquilara un apartamento para él solo en una magnífica zona, pagándolo, por supuesto, mediante la irracional impronta de gastarse más de la mitad de su salario. ¡Pero podría escribir! Podría colgar sus fotos, comprarse una planta que lleve poca agua e invitar a cenar, a la luz de dos velas, a la mujer que aceptara el juego de identificar cúpulas modernistas, o, sencillamente, a la que se dejara llevar por las luces de los aviones.
En mi familia siempre se ha dicho que la alegría, en casa de pobre, dura poco. Recordé la frase cuando tuve que cortar con Teresa a los pocos días de instalarme en el piso. Y ella, automáticamente, cerró el contrato de arrendamiento. Me dejó en la calle, vamos, sin más rodeos. Llamé a mi hermano a La Coruña y le conté el desastre. A los pocos días voló hacia Barcelona y logramos firmar un nuevo contrato a su nombre. Ahora que ha pasado el tiempo y he podido escribir sobre estos asuntos, me sigue pareciendo surrealista el hecho de pagar dos veces, en el lapso de un mes, las escrituras de alquiler de un mismo apartamento, las mismas cuotas de comisión, las mismas fianzas, el mismo importe del mes corriente. Todo por duplicado. Parece un mal chiste, pero fue así. Con la sucesión de los días, los meses y los años, el dinero se ha convertido en una metáfora de los grandes absurdos de la vida, porque he logrado aceptar el paisaje citadino, poblado de grúas, eso también hay que decirlo. Lo he utilizado como divisa en más de una fiesta de la Mercé, pirotécnicamente hablando, y he cenado afuera acompañado de dos velas y de una hermosa mujer, otra que no tuvo que rubricar nada y con la que nunca he repasado mis recuerdos tristes. No se me dan las plantas en casa. Ya he comprado cuatro y seguiré intentando. Escribir, así como otros ejercicios intelectuales menos depurativos, se hace posible encima del mundo, cuando la altura no provoca el vértigo del camino por el que pasa el hombre trashumante. El azar me detuvo en esta casa, coquetona, independiente, renombrada. Desde entonces subo con prestancia y he logrado que el portero desconozca que no soy el titular.
Junio 2005
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