viernes, 28 de noviembre de 2008

El repartidor de caramelos



Volví a encontrar la marca de los caramelos Solano y su jueguito en el arco de la boca, su dureza, su sabor a café con leche, su slogan para cuidar la salud.
Caramelos sin azúcar.
El yayo, un nonagenario que ya no está en este mundo, los llevaba en el bolsillo como prendas de lujo; como se llevan los regalos ocultos tras un papel pintado. Gracias a esos caramelos mis días a su lado transcurrieron con un toque de miel, con la esperanza cada mañana de romper la envoltura de nylon oprimiendo el contenido y rajando así una punta, con la presión necesaria para que el caramelo no saliera disparado hacia lo lejos.
Sus dedos eran trémulas extensiones delgadas, largas, huesudas. Con ellos no conseguía romper el envoltorio, y me lo pedía a mí. El ritual de romper los papeles de los Solano duró aproximadamente tres años y medio, hasta que el yayo dejó de comprarlos por fuerza mayor. Porque debo explicar que hasta el último día de su vida los llevaba encima junto con un pañuelo mocoso, la radio de pilas y su billetera, además de su carné de identidad caducado que el ministerio de interior no se lo quería cambiar producto de la edad.
No tenía dientes, ni muelas. Solo encías tremebundas que arrasaban los callos en salsa, las paletillas de cerdo y las costillitas de cordero, todas las carnes en su jugo. Se le escapaba el suquet por las comisuras, y yo se las limpiaba con amor como si fuera mi abuelo. Nadie que no sea un abuelo te regala caramelos de café con leche todas las mañanas con la esperanza de verte reír, con el solícito deseo de que le rasgues la envoltura de esa piedra mágica que nos tenía becados en la confitería del barrio.
La mujer que despachaba allí hoy entró en mi tienda y me recordó enseguida. Rememoró mi rostro al vuelo, pero no lo supo ubicar. Mi rostro estaba fuera de contexto en su imaginario de dependienta. Noté su desconcierto y la ayudé un poquito, porque yo sí sabía quién era. De hecho, desde que me situaron en esta tienda, estoy por hacerle la visita y termino dilatando el incumplimiento. Pero las piedras rodando se encuentran. Y uno puede crecer y prosperar; uno puede ser el mismo en esencia y ser otro en apariencia. Uno puede ser un asistente geriátrico –cuidador de ancianos, en la tipología descriptiva de esta sociedad-y también puede ser vendedor de electrodomésticos.
Porque el mundo, sin embargo, se mueve.
Lo que no prescribió Galileo Galilei fue que rondáramos una misma manzana durante unos diez años para llegar al mismo lugar, al mismo punto de partida. Y ese comienzo de la historia siempre tuvo un mostrador por el medio.
Ella detrás vendiendo caramelos y yo solicitándole un manojo de un euro y medio, más o menos. Así largos años, porque fueron eternos para mí.
Ahora yo detrás acomodándole los canales a un televisor de 20 pulgadas y ella exprimiéndose los recuerdos, reubicando mi rostro entre miles, decenas de miles que había visto en su larga vida.
-¿No te acuerdas de mí, Ester?- pregunté con las manos en la masa, o sea, en los botones de la pantalla.
-Sí, lo que no sé de dónde-me dijo con cara de angustia.
-Yo soy aquel, como diría Rafael, pero no el pintor, sino el músico, pues soy aquel que te compraba diariamente una bolsita de caramelos Solano…
-¡Hombre, ya recuerdo! ¿Qué es de la vida del señor José?
-El yayo murió, hace lo menos cinco años. Y ya ves las vueltas que da la vida.
-Ahora trabajas aquí. Sí que es curioso-apuntó Ester con absoluto convencimiento de la redondez de la Tierra.
-Te digo más-continué-: Por aquellos años, mi primer televisor fue comprado en esta tienda. Y ahora soy el encargado. ¿Ves este manojo de llaves?
La mujer se quedó mirando alrededor la cantidad de aparatos audiovisuales que había; las freidoras, las máquinas de afeitar, las batidoras y corta fiambres encaramados en una estantería de tres metros de altura. Me apretujó las manos dentro de las suyas con cariño, con nostalgia y agradecimiento a la vida por el hecho de que ambos estuviéramos trabajando, aunque fuera en el comercio.
Al menos esa fue la lectura que me trasmitió el apretón.
-¿Pero aquel televisor que compraste ya es antiguo, no?-preguntó Ester para señalar de otra manera lo rápido que pasa el tiempo.
-Sí, todavía lo tengo por casa guardado en un altillo. Pero ya no lo uso. Era…Mejor dicho, es un Hitachi de tubo de 21 pulgadas. Toda un reliquia en comparación con las monadas que tenemos aquí.
Ester metió una mano en el bolsillo de su bata de colores y sacó un caramelo Solano de café con leche. Me dijo, casi en retirada fugaz, porque había dejado a su compañera sola en la tienda:
-Toma, casualmente tengo uno aquí. Es una lástima que aquel señor no pueda verte lo bien que luces detrás del mostrador.
-De alguna manera me verá, porque pienso en él muy a menudo, y, además, la vida no me ha devuelto a este barrio por pura casualidad. ¡Y gracias por el piropo, pero no se merece!


Advertencia:
Cualquier semejanza con la realidad es la propia realidad.
Hace algún tiempo escribí unas notas de recuerdo al yayo José que pueden leerse aquí:

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estas crónicas de la vida, de sentimientos, de realidades, de las anécdotas que invaden los dias y las noches, debían aparecer diariamente en nuestra prensa, pero no es así...
¡Por suerte existe esta bitácora!
¡Por suerte tienes tú esa sensibilidad para contarnos estos frgamentos de la vida!
Luis Peña

Jorge Ignacio dijo...

¡Luis! A la prensa escrita no le interesa gastar papel en estas cosas del alma. Entre otras cosas, desgraciadamente, porque la gente no tiene tiempo para leerlas, y se gasta el papel en el fiambre, matando y salando. yo seguiré este camino porque es el que me gusta, y no pierdo la esperanza de encontrar alguna vez un sitio donde me paguen por escribir. Debe haber alguno en el mundo. Esta historia es verídica. Yo mismo me asombro de cómo volvemos al mismo lugar y cómo me han cambiado las circunstancias. Vivir para ver, qjuerido amigo. Un fuerte abrazo desde Barcelona, una ciudad intransigente como muchas grandes y modernas.