
Alguien nos ha permitido pasar sin desembolso alguno y nos sigue atentamente. Está entretejido en la explicación de nuestro guía, como apoyatura escénica, pero su misteriosa presencia es solo un cuerpo espectral.
Lleva un juego de llaves en las manos, pasándose los hierros de una palma a otra con destreza. En ese intercambio de direcciones viaja un teléfono móvil dispuesto a dar las campanadas para convocar a una misa administrativa, salpicando las tablas con una ruptura teatral, si hubiese repicado. Yo estaba tan atento al guía como a ese teléfono. Había desconectado el mío antes de pasar el umbral, para dejar fuera de juego a un artilugio sorprendente que se posiciona en el momento menos esperado. El joven debía ser alguien importante, lo suficientemente autorizado como para llevar ese artefacto a la vista y a punto de vibrar silenciosamente, en el mejor de los casos. Por fin se pronuncia y descubro su acento dulce procedente de alguna región tropical, subtropical más posiblemente. Su rostro y su estilo de vestir ya me habían puesto sobre la pista.
Pensé que podría ser un misionero enviado a Mallorca, un representante de los nuevos tiempos eclesiásticos, de esos clérigos que no se andan con ambages. Medía poco más de metro y medio de altura. Su rostro y su cabello negro cuidado eran demasiado juveniles para el aire de párroco progresista que llevaba. Llegado un momento de dudas, el guía le solicitó argumentación en algunos aspectos intrínsecos del inmueble. No cabían entonces más dudas. Era un encargado de la majestuosa obra, la catedral con más salero que yo hubiera visto jamás.
Me moría de curiosidad. Ese joven nos llevó de la mano subrepticiamente al grupo que participábamos en Blogueando a Cuba. Nos abrió los caminos más recónditos de la iglesia, su entramado doméstico, las bambalinas donde colgaban los trajes del día, el traspatio de la casa que suele estar menos maquillado que la sala. Nos subió al piso intermedio, entablado, donde los turistas no llegan, por encima del altar. Sus puertas se abrieron sin llaves. Y el teléfono portátil no llamaba.
Debido a un enroque de los miembros del grupo, cayó a mi lado. Le lancé la primera pregunta casi en un susurro, con temor de que alguien me detectara.
-¿Eres colombiano?-lo tuteé a quemarropa, porque esa distancia fue la que me inspiró.
-No, soy cubano.
Al responderme me desconcertó. Nunca espero que un cubano sea tan discreto, mucho menos moviéndose en un grupo de paisanos. Pero no tenía mucho tiempo para seguir con mi inquisición. Llevo el virus profesional en el tránsito sanguíneo. Debía descubrir quién era ese joven con acento a medio camino entre España y las Américas.
-Nosotros somos cubanos-agregué ese dato, con cierto entusiasmo.
-Sí, sí, ya me lo habían dicho por teléfono-aseguró con menos embullo que yo, cortándome educadamente, con una sonrisa suave. Por su proyección, me pareció un ejemplar político acostumbrado a lidiar con masas de trabajadores. Pero un tipo así qué hacía en ese lugar, con tanto poder evidente más allá del llavero pesado y metálico.
Entonces estiré mi brazo derecho con la mano abierta.
-Me llamo Jorge-le dije.
-José Capote-alternó.
-¿Trabajas aquí?-. La pregunta fue sencilla y directa, no libre de una enorme duda existencial. Sé muy bien que los cubanos estamos dispersos por el mundo, como los judíos. Dos millones diseminados en la diáspora. La palabra diáspora era religiosa y venía al caso.
Le seguí el movimiento de sus labios y la expresión de sus ojos, ayudado por la imaginación tan precisa en esos lugares donde la luz es racionada, tenue y coloreada por el filtro de un rosetón que, según nos explicaron, mide 90 metros cuadrados. De lejos -porque una catedral es tan espigada como el vuelo de las aves migratorias- me parecía que el vitral redondo no podía abarcar más que la inmensa mayoría de las viviendas en este país. José –ya su nombre jugaba en mi dispersión fantástica del pensamiento- demoró unos segundos en articular la respuesta. Miró entre las manos una luz azulosa que le avisaba de algo.
-Perdona un segundo-me solicitó educadamente-Sí, sí, ahora mismo voy-habló por el aparato que parecía un objeto anacrónico.
La llamada tan esperada por mí había llegado. José se me escapaba de la escena y sabía que no volvería a verlo. Me debía una respuesta. Intentó despedirse seguro de que yo había escuchado lo que dijo al teléfono. Alcé las cejas, las arqueé inquisitoriamente, otra vez.
-Ah, soy el gerente-y me estrechó su diestra como un ejecutivo que no se desprende del aire de prisa crónica. Pero José también transmitía sosiego. Debe ser que administrar un templo sagrado ofrece templanza, paz interior, equilibrio.
El paisano se despidió en general y se esfumó rápido por una puerta pequeña antes de que pudiéramos agradecerle la entrada gratuita a ese bello edificio, antes de que yo le preguntara si él era religioso.
Se escurrió entre las sombras que proyectaban los relieves diversos de los decorados, como alguien que transfiere el bien sin hacer ostentación de que una vez pasó por allí.
Lleva un juego de llaves en las manos, pasándose los hierros de una palma a otra con destreza. En ese intercambio de direcciones viaja un teléfono móvil dispuesto a dar las campanadas para convocar a una misa administrativa, salpicando las tablas con una ruptura teatral, si hubiese repicado. Yo estaba tan atento al guía como a ese teléfono. Había desconectado el mío antes de pasar el umbral, para dejar fuera de juego a un artilugio sorprendente que se posiciona en el momento menos esperado. El joven debía ser alguien importante, lo suficientemente autorizado como para llevar ese artefacto a la vista y a punto de vibrar silenciosamente, en el mejor de los casos. Por fin se pronuncia y descubro su acento dulce procedente de alguna región tropical, subtropical más posiblemente. Su rostro y su estilo de vestir ya me habían puesto sobre la pista.
Pensé que podría ser un misionero enviado a Mallorca, un representante de los nuevos tiempos eclesiásticos, de esos clérigos que no se andan con ambages. Medía poco más de metro y medio de altura. Su rostro y su cabello negro cuidado eran demasiado juveniles para el aire de párroco progresista que llevaba. Llegado un momento de dudas, el guía le solicitó argumentación en algunos aspectos intrínsecos del inmueble. No cabían entonces más dudas. Era un encargado de la majestuosa obra, la catedral con más salero que yo hubiera visto jamás.
Me moría de curiosidad. Ese joven nos llevó de la mano subrepticiamente al grupo que participábamos en Blogueando a Cuba. Nos abrió los caminos más recónditos de la iglesia, su entramado doméstico, las bambalinas donde colgaban los trajes del día, el traspatio de la casa que suele estar menos maquillado que la sala. Nos subió al piso intermedio, entablado, donde los turistas no llegan, por encima del altar. Sus puertas se abrieron sin llaves. Y el teléfono portátil no llamaba.
Debido a un enroque de los miembros del grupo, cayó a mi lado. Le lancé la primera pregunta casi en un susurro, con temor de que alguien me detectara.
-¿Eres colombiano?-lo tuteé a quemarropa, porque esa distancia fue la que me inspiró.
-No, soy cubano.
Al responderme me desconcertó. Nunca espero que un cubano sea tan discreto, mucho menos moviéndose en un grupo de paisanos. Pero no tenía mucho tiempo para seguir con mi inquisición. Llevo el virus profesional en el tránsito sanguíneo. Debía descubrir quién era ese joven con acento a medio camino entre España y las Américas.
-Nosotros somos cubanos-agregué ese dato, con cierto entusiasmo.
-Sí, sí, ya me lo habían dicho por teléfono-aseguró con menos embullo que yo, cortándome educadamente, con una sonrisa suave. Por su proyección, me pareció un ejemplar político acostumbrado a lidiar con masas de trabajadores. Pero un tipo así qué hacía en ese lugar, con tanto poder evidente más allá del llavero pesado y metálico.
Entonces estiré mi brazo derecho con la mano abierta.
-Me llamo Jorge-le dije.
-José Capote-alternó.
-¿Trabajas aquí?-. La pregunta fue sencilla y directa, no libre de una enorme duda existencial. Sé muy bien que los cubanos estamos dispersos por el mundo, como los judíos. Dos millones diseminados en la diáspora. La palabra diáspora era religiosa y venía al caso.
Le seguí el movimiento de sus labios y la expresión de sus ojos, ayudado por la imaginación tan precisa en esos lugares donde la luz es racionada, tenue y coloreada por el filtro de un rosetón que, según nos explicaron, mide 90 metros cuadrados. De lejos -porque una catedral es tan espigada como el vuelo de las aves migratorias- me parecía que el vitral redondo no podía abarcar más que la inmensa mayoría de las viviendas en este país. José –ya su nombre jugaba en mi dispersión fantástica del pensamiento- demoró unos segundos en articular la respuesta. Miró entre las manos una luz azulosa que le avisaba de algo.
-Perdona un segundo-me solicitó educadamente-Sí, sí, ahora mismo voy-habló por el aparato que parecía un objeto anacrónico.
La llamada tan esperada por mí había llegado. José se me escapaba de la escena y sabía que no volvería a verlo. Me debía una respuesta. Intentó despedirse seguro de que yo había escuchado lo que dijo al teléfono. Alcé las cejas, las arqueé inquisitoriamente, otra vez.
-Ah, soy el gerente-y me estrechó su diestra como un ejecutivo que no se desprende del aire de prisa crónica. Pero José también transmitía sosiego. Debe ser que administrar un templo sagrado ofrece templanza, paz interior, equilibrio.
El paisano se despidió en general y se esfumó rápido por una puerta pequeña antes de que pudiéramos agradecerle la entrada gratuita a ese bello edificio, antes de que yo le preguntara si él era religioso.
Se escurrió entre las sombras que proyectaban los relieves diversos de los decorados, como alguien que transfiere el bien sin hacer ostentación de que una vez pasó por allí.