martes, 7 de agosto de 2007

El pollito de Néstor

Recuerdo perfectamente aquel 5 de agosto de 1994 (me puedo equivocar en el día, pero no en la hora, ni en el mes, ni en el año). Yo no sabía nada de lo que estaba sucediendo. Llegué al periódico como cada tarde y subí por las escaleras, porque los dos ascensores estaban estropeados. Casi al alcanzar el pent house, donde habían instalado las oficinas de la redacción cultural, me crucé con mi jefe en la escalera de caracol, que chirriaba de óxido hasta más no poder; la escalera, quiero decir. Las barandillas eran tan emboscadas que casi me arrastró cuando coincidimos en el mismo punto, y sujetándome, extrañado, le gasté una broma:
-¿Vas a apagar un fuego?
-¿No sabes lo que está pasando?-, me preguntó sin mirarme a la cara y sin detener la carrera.
Entonces fue cuando me enteré por él de que un grupo de gente había armado una revuelta en la Habana Vieja y Centro Habana, que estaban rompiendo vitrinas de tiendas, que lanzaban improperios a los agentes del orden público y que, en fin, podía estar sucediendo el comienzo de una revuelta urbana para tumbar al gobierno. La magnitud de aquel episodio nunca la sabremos si no es por una fuente viva que haya sido testigo presencial, porque, como era de esperar, la prensa solo se limitó a decir que se trataba de un grupo de delincuentes que hacían pillaje. Después de sentarme en mi puesto de trabajo, me quedé pensando en la cara de mi jefe, en su actitud general, que no escondía el aspavientos, la urgencia. Además, recuerdo que me dijo que iba volando hacia el lugar de los hechos. O sea: no iba en funciones profesionales, sino a defender la mal llamada Revolución. ¿Acaso no había efectivos suficientes en la policía nacional? ¿Y, en caso de que se tratara de una revuelta masiva, no estaban las fuerzas del ejército preparadas? Claro que él no era imprescindible para aplacar la sublevación, pero su deber de revolucionario (otra vez mal utilizado el término), de militante del partido comunista de Cuba, tal vez de agente de la seguridad del estado, le habían disparado el resorte comprimido de servicio a la patria.
Resumiendo: luego me enteré de que las revueltas callejeras sí tenían tintes políticos y fueron aplacadas en pocas horas por fuerzas paramilitares vestidas de trabajadores de la construcción, comandadas, in situ, por el mismísimo Fidel Castro. Esas fuerzas paramilitares no eran otras que las denominadas Brigadas de Acción Rápida que se organizaban en los centros laborales de todo el país, conjuntamente entre los militantes del partido (el único) y los de la Unión de Jóvenes Comunistas. A mí siempre me pareció una tontería aquellas brigadas. Quiero decir que me parecieron una manera más de tener a la gente agrupada y entretenida en la guerra fantasma contra los norteamericanos, y nunca quise alistarme, aun siendo militante de la juventud. No supe verdaderamente para qué servían hasta ese día, atando cabos.
Muchas veces subestimamos al comandante refiriéndonos a él como un loco, un hombre senil y obsesionado con enfrentarse a los Estados Unidos de Norteamérica. Hasta que un día descubrimos que es un astuto dictador, que se iba merendando nuestros cerebros poco a poco hasta hacernos capaz de dar la vida por él en cualquier circunstancia, a ciegas incluso. Por eso el comandante no perdona a los que se dan cuenta, y es por supuesto más radical con los que logran escapar de su merienda. Aquel 5 de agosto sentí pena por mi jefe, y no porque me resultara simpático, sino porque supe que estaba dispuesto a entregar toda su carrera profesional, su talento y su obra inconclusa como escritor en una reyerta urbana todavía en fase inicial. A partir de ese momento comencé a darme cuenta adónde había ido a parar: al mejor periódico del país –quiero decir: al de mayor tirada-, pero también a un plantel de compromiso político que a mí no me interesaba en lo absoluto. Aquella tarde, que resultó el preámbulo del segundo éxodo masivo por mar más grande de la historia del país, comprendí en la intimidad de mi oficina que tenía solo dos caminos: comenzar a construirme una máscara, o comenzar la preparación de un viaje definitivo, o lo que es lo mismo: empezar a ir dejando poco a poco la isla.
En Barcelona no había recordado aquella tarde de agosto hasta que llegó Néstor a mi casa. Néstor era un alma en pena. Tenía los ojos azules hundidos en sendas cavernas moradas de mal dormir. Tenía cara de loco, de ser incomprendido y no podía evitar la desgracia en la mirada, por mucho que intentara comunicar su hombría a toda prueba. Era un jabao con el pelo corto para evitar la calvicie incipiente y para que no se le vieran demasiado los rizos, supongo, o también pudiera ser como vestigio de una educación rígida y militarizada. Me lo presentó la mujer de un amigo, que lo acababa de conocer a través de su primo, cuyo primo estaba de paso por la ciudad y lo enlazó en mi vida por cuenta de esa milagrosa cadena humana que por suerte existe todavía. Néstor andaba buscando desesperadamente una habitación para irse de La Mina, el barrio más marginal de Barcelona. Cuando nos conocimos, me contó que en el apartamento donde vivía aparecían gentes nuevas todos los días, que no limpiaban la mierda con la escobilla del inodoro, que se comían su comida y que así no se podía vivir. Pero la desesperación de sus ojos no venía solo por ese ambiente, sino además porque estaba llevando una vida de semiesclavitud: trabajaba casi 12 horas diarias de madrugada, y, cuando llegaba a su cuarto, no lo dejaban dormir los inquilinos que, además, fumaban porros, según me dijo con expresión alarmada. Por malas experiencias que he tenido como administrador de un piso (casero a la fuerza, porque no me gusta este papel), yo estaba rotundamente negado a convivir con alguien que no fuera bien recomendado. Pero, para ser sincero, por otro lado yo andaba buscando un amigo, un amigo hombre, al que pudiera confiarle algunas cosas y con el que pudiera salir de conquistas. Un amigo que me empeñé en fabricar de la nada, o más bien de la nada temporal, porque de acuerdo con mis circunstancias no tenía más remedio que encontrar un amigo por necesidad. También hay que decir que he tenido mala suerte alquilando a chicas, aun cuando se pueda pensar que son más organizadas, más limpias. La última vez que compartí piso con una (de la que hablaré más adelante), terminé tendiéndole sus bragas al sol, porque se perdía varios días y me dejaba la lavadora puesta. Así que Néstor entró en lo que yo le llamo la casualidad del momento histórico. Por un precio más bajo del que le cobraban en La Mina –esto no lo declaró él, sino me enteré después por otras vías y por azar-, entró a mi casa finalizando este último verano, y le abrí, de paso, las puertas de mi corazón. Supongo que porque tenía ganas de abrirlas, por identidad nacional, por casualidades históricas también, porque su cara me daba pena.
Néstor estaba en realidad tan perdido como yo lo estuve hace un par de años, desorientado y con una fatal división: el cuerpo aquí y la mente en su casa de La Habana. Era un ser rústico –lo cual no es ninguna ventaja pero tampoco un defecto- y taciturno, hablador cuando le daba la gana y mujeriego como yo, a juzgar por sus conversaciones. Desde el principio me impresionó positivamente que fregara todos y cada uno de los utensilios de cocina y platos y vasos que usaba. El día que se mudó –una tarde- cayó un tronco de aguacero como no había visto yo en mucho tiempo, de esos diluvios tropicales que después, cuando sale el sol, huelen estupendamente bien. Pero ese mismo día, y ahora me voy a dejar llevar por el espiritismo, ocurrieron dos cosas importantes: una es que Anna me llamó por teléfono para invitarme a Roma, y la otra es que, por la noche, bailando salsa, en compañía de mi nuevo compañero de piso, conocí a Adoración.
Con el tiempo, Néstor fue contándome cosas de su vida. No había alcanzado graduarse de la universidad, pero llegó a ser director de una importante empresa con capital mixto cubano-español. No me era difícil comprenderlo: era un hombre de confianza del gobierno. Era un militante de la juventud que alcanzó la categoría de cuadro profesional, que es un estándar de persona formada políticamente para emprender cargos directivos de alta responsabilidad, aunque no conozcan el ramo. Salen a cuenta porque el gobierno cubano valora más la confiabilidad, la fidelidad, quiero decir. He conocido muchos: desde directores de periódicos incapaces de redactar una crónica, hasta directores de hoteles, ineptos en protocolo y además monolingües. Néstor era uno de estos agentes especiales a los que van rotando por empresas en dependencia del denominado movimiento de cuadros, para que no se corrompan y no lleguen a alcanzar demasiado poder. Desde mi punto de vista, tenía un rasgo de su personalidad negativamente añadido: era muy poco humilde, lo cual le hacía sufrir más porque, en los casi dos años que llevaba en España, no acababa de asumir que su vida había cambiado, que tenía que reciclarse en emigrante, con todos los riesgos, venturas y desventuras que eso conlleva a los 40 años. Continuaba con su discurso de dirigente, montado en una nostalgia poco compasiva que lo iba destrozando todavía más que las madrugadas de estibador de muebles; y no podía evitar sentir envidia con respecto a mí. Por la sencilla razón de que yo era su casero, el administrador de los pagos del alquiler, la luz, el agua y el gas. Me daba la impresión, por la manera en que me hablaba, de que nunca se detuvo a pensar en que yo también llegué a España con una maleta, y que estuve casi cuatro años indocumentado buscándome la vida en trabajos duros pero dignos. La respuesta de su tortura, supongo yo, estaba en que no salió de Cuba por convencimiento político, sino porque, como muchos dirigentes itinerantes, un día cayó en desgracia y no pudo hacer otra cosa que escapar.
Entre las historias que conversamos en el salón de mi casa, tomándonos un buen ron y fumando –él un puro y yo un cigarrillo-, estaba aquel pasaje de su vida que me hizo recordar a mi jefe remontándome hasta agosto de 1994, un año imposible para vivir, con unos cortes de luz eléctrica a estas alturas prácticamente innombrables por el dolor que provoca el ejercicio en la memoria, un año en el que comíamos zumo y piel de toronjas y col mañana, tarde y noche; un año en el que yo cerraba la página de cultura todas las noches y luego me iba en bicicleta para mi casa por las calles oscuras, con el miedo sembrado en el estómago porque en aquella época te mataban para robarte la bicicleta; un año en el que terminé en el psiquiatra –el pobre médico, Arturo, lo recuerdo, no sabía qué decirme para ayudarme a superar una crisis nacional-, porque se me unió un divorcio con todas la penurias aquellas; un año en el que yo tenía que escribir críticas de puestas de teatro que hablaban en clave de lo mismo que estaba pasando en la calle; un año en el que miles de gentes se marcharon del país cruzando el muro del Malecón, y murieron, lógicamente, muchos, y muchos nunca aparecieron. Porque, sí, la vida da muchas vueltas. Mientras Néstor me contaba que él había sido uno de los que, vestido con camiseta blanca del contingente Blas Roca Calderío, brigada nacional de albañiles de la construcción, reprimió a golpe y porrazo la revuelta del 5 de agosto, por dentro escuché la voz de mi padre que me imploraba perdón. Y lo perdoné, en nombre de mi padre que ha vuelto a refugiarse en la fe católica y que está a favor de la reconciliación nacional. También en nombre de todos los que hemos creído alguna vez en la mal llamada revolución cubana, y en nombre mío, que había crecido tanto en los últimos cuatro años de exiliado.
Capté la necesidad que tenía Néstor de recuperar el poder, su poder, que no tenía por qué ser igual que el mío. Pero él estaba deshecho ante la imposibilidad de comprender el mundo, ante la inmodestia, y me utilizó para crecerse por unos instantes de extrema disipación, lejos, mentalmente, de los muebles que él cargaba de madrugada y de los viejitos que yo cuidaba por el día; empapados de ron, mirándonos de soslayo por culpa de esa actitud machista que nos caracteriza y nos atropella desde que éramos niños. Entonces volví a reencarnar en mi padre, y perdoné a Néstor.
También lo perdoné otra vez que, viéndolo hacer un esfuerzo sobrehumano para poder pagarse una vivienda, una comida y guardar algún dinero para sus hijos, le propuse que dejara las madrugadas y se fuera para mi empresa, que admiten trabajadores sin documentación. Yo realizo un trabajo duro, pero al menos no corro el riesgo de que se me pierdan los ojos dentro del cráneo por las malas noches, y tengo menos probabilidades de padecer de una hernia discal por acumulación de peso. Me dijo que no, que me lo agradecía, pero que él no estaba dispuesto a limpiarle el culo a la gente. Néstor debió morderse la lengua y no lo hizo, y yo, que debí decirle que limpiando mierda he montado la casa donde él vive, me callé. Pero volví a perdonarlo. No hay nada peor que estar perdido, sin expectativas, sin garantías legales, irreconocido por un país y fugado de otro, impersonalizado en una ciudad estresante y estresada que no te brinda una oportunidad para auto-estimarte. Lo he vivido en carne propia, y cada día intento superar esa maldita circunstancia, con recursos del pensamiento, con humildad.
Al cabo de los cuatro meses de vivir en mi casa, Néstor me informó que su mujer venía de Cuba a pasarse 20 días con nosotros. Él mismo le había financiado el billete de avión y ella había conseguido un visado a través de una empresa con capital extranjero en la isla. Me confesó que verla era como una válvula de escape, como una tregua para continuar hasta que pudiera regularizar su situación aquí, que había reunido dinero para ese propósito. Yo le dije que no había problemas, que el espacio que teníamos lo compartiríamos como buenos hermanos, pero que estuviera preparado porque, cuando ella marchara, iba a ser peor de soportar la distancia. Para navidades, Liudmila llegó a esta casa una noche en que bajó la temperatura a 4 grados. Adoración estaba aquí y salimos los cuatro a tomar cerveza y comernos un shawarma cada uno. En días sucesivos, me ofrecí para enseñarle la ciudad a Liudmila quien, coincidentemente, se apellidaba Castro; pero ella estaba concentrada en las tiendas y no quiso aceptar ningún paseo. Una tarde llegué del trabajo con hambre y con prisa, porque tenía horario partido. Néstor estaba durmiendo y Liudmila cocinando. Cuando me acerqué a mirar lo que hacía, se apresuró a decirme: “¡Aquí me ves, terminando el pollito de Néstor!”.
Como soy de donde mismo vino ella, entendí que no estaba invitado. Es fácil: el diminutivo que tanto se utiliza en Cuba, de alguna manera suavizaba la exclusión de la mesa, fonéticamente. La conclusión que saqué, ipso facto, fue que ella (ellos) no me iba a mantener a mí, que si quería comer que me cocinara, que me comprara la comida. Y otra conclusión: el poco dinero que tenían se lo gastarían en pacotilla. Yo le había advertido a Liudmila que, en España, comer no es un problema. Se lo dije así lacónicamente porque supuse que no hacía falta más ilustraciones. Pero me equivoqué. Me estaba sintiendo excluido en mi propia casa y me daba mucho dolor. Tuve que invocar a mi padre de nuevo para conseguir perdón. Lo hallé. Junto con el recuerdo de la ética intachable de mi padre, encontré una de las secuelas del totalitarismo en el que crecimos los tres que en esos momentos habitábamos el apartamento del centro del Barcelona. Esa misma noche vino Dora y compartimos techo las dos parejas, separados por una estrecha pared de pladur. Le dije que no se cohibiera, que disfrutara sus orgasmos. Después de que Dora gimió todo lo que quiso, comenzaron Liudmila y Néstor a menear la cama contra la pared.
-¡Que sean lo felices que puedan!- le comenté a Dora al oído-. La mayoría de las veces, las miserias que llevamos dentro nos las provocan las propias circunstancias del país donde vivimos. Los culpables no somos nosotros. Son los gobiernos.

Diciembre 2005
(Continuará...)

2 comentarios:

Infortunato Liborio del Campo dijo...

"Aquella tarde, que resultó el preámbulo del segundo éxodo masivo por mar más grande de la historia del país," y de cualquier otro país...¿Tu conoces en la historia moderna algún otro país donde los ciudadanos se hayan lanzado al mar en un solo día por decenas de miles en frágiles embarcaciones tratando de huir desesperadamente de su gobierno y sin que mediara un solo disparo? Porque bueno en los paises que existen conflictos bélicos la población se desplaza, huye de las balas, de las bombas, o de los machetes (como en Ruanda). Pero que haya bastado que se supiera que el gobierno no los iba a perseguir por unos días para que todo el que pudo se montara en lo que fuera y saliera huyendo, yo creo que eso no se ha dado en la historia de la humanidad. Hace poco salió una narración de uno que vivía cerca del centro del conflicto, creo en Penúltimos Días. Fue mentira que Fidel se metió en el centro de la bronca como nos mintió la televisión y tu experiódico.

Jorge Ignacio dijo...

Fidel apareció en el lugar de los hechos, aunque un rato después de la revuelta, cuando todo estaba controlado. Él nunca ha estado cerca del peligro, según he podido leer en varios testimonios. Y coincido contigo, infortunato: vi en primera persona las balsas improvisadas que salían de todos lados y muchas sin siquiera velas. El ángulo que intenta aportar este relato es el del perdón, si es posible perdonar y tirar hacia adelante. La vida da muchas vueltas. Gracias por tu comentario.