sábado, 12 de septiembre de 2009

Los símbolos llegan por fuerza mayor



Mientras esperaba a un amigo, ayer por la tarde, me senté en la terraza y vi en el edificio de enfrente una barbacoa humeante, con una familia alrededor. El aire de otoño y el sol juntos sigue siendo una cosa rara en mis registros ambientales. Unos instantes a solas me recordaron cuando llegué a Barcelona, harán ocho años por estos días.
Resulta que todavía no comprendo los cambios de estaciones. El súbito cambio que vuelca a la sociedad en el orden normal de cosas, la vuelta al trabajo y a las escuelas, el sentido dialéctico que adopta el tiempo al remover el ropero, destapar las cajas de zapatos y encontrar en una de ellas un reloj de pulsera todavía con la hora exacta, vivo, resistiendo la terrible circunstancia de no ser el preferido.
Y los papeles rebuscados saliendo de archivos amateurs, de esos que amontonan textos y datos insulsos, que fueron insulsos un día pero al reaparecer dan una idea de cómo aprovechar el pasado.
Y el espejo en el baño, ambientado con luces tenues para ocultar las canas. No sé por qué ocultar las canas.
De vuelta a la terraza, de donde no me he movido, sueña –suena, quise decir-el teléfono y es mi amigo que me pregunta qué bebida traer, porque no encuentra una botella ideal para mí. Le doy alas a su gestión. Me da igual lo que traiga. De hecho, en casa tenemos de todo. Hay dos botellas de vino –tinto y blanco- en la nevera, cervezas y algún material fuerte para el final.
Me viene a la mente una de las primera visitas que hice cuando llegué aquí. Fui a casa de Jorge Ferrer, que vivía en los altos de un edificio antiguo sin ascensor. Llegué con una botella de ron. Jorge había sido compañero de la universidad y alguien me había dado su teléfono. Cuando me abrió la puerta, extendí el “rifle” y éste se me quedó mirando como si hubiera visto un fantasma.
-Bueno, pasa, pero eso ahora no –me dijo señalando el “material”.
La botella no fue abierta.
Me brindó un vino.
Fue la primera vez que supe que un vino es más apropiado para visitar, aun cuando lo “otro” sigue siendo el vínculo ideal de “lo cubano”. También supe que hay que adaptarse al medio.
Me llega un flash a la mente, la cara del hombre aquel que toca el acordeón en el metro y que fue una de las primeras personas en quien me fijé, alguien familiar en mi vida de Barcelona. Lo volví a encontrar en estos días, después de mucho tiempo, como si él hubiera estado de vacaciones y volviera al trabajo. Las mismas gafas antiguas, la misma delgadez, las mismas sandalias de cuero, el mismo pantalón antiguo ancho, la misma sonrisa y, en resumen, el mismo encanto que lo hace uno de los músicos más entrañables de la calle. Del subsuelo, quise decir.
No ha cambiado el repertorio. Toca fabulosamente el acordeón, lo que me hace pensar que es francés, un francés olvidado. Deslizó entre sus dedos la música de 17 instantes de una primavera, ah, el serial soviético que vimos en Cuba, cuando a casi todos nos gustaba ser un espía. Mal recuerdo. Pero el hombre del metro no tiene la culpa, así que deposito una moneda en su estuche por primera vez. Antes no le dejaba nada porque pensaba que estaba puesto ahí para ambientar mis trayectos.
Tocan el timbre de abajo. Es mi amigo.
Lo hago pasar. Él es un joven de Georgia que trae del brazo a su adorable mujer cubana. Es muy joven, demasiado quizá para obligarlo a hablar sobre 17 instantes de una primavera, aunque a mí me apetece recordar aquellos tiempos en mi terraza con el toldo echado. Mi mujer tiene todo listo en la cocina. Ha limpiado la casa y ha puesto un ambientador de sándalo. Abro la puerta y los hago pasar. El joven georgiano extiende el brazo con una bolsa.
-Fue lo único interesante que encontré-me dice.
Es una caja negra alargada, un Johnnie Walker de 12 años.
Comienzo a recordar a mi padre y cambio los planes. Ahora no deseo hablar sobre 17 instantes de una primavera, sino sobre mi pobre viejo que trabajaba en protocolo del Banco Nacional de Cuba, recibiendo delegaciones de Europa del este que dejaban en sus manos cajas negras iguales que la que ha traído el joven georgiano, compradas como obsequios en aeropuertos de tránsito.
Doy un giro en mis propósitos y saco hielo y vasos inmediatamente. Rompo el sello de origen de la botella y sirvo amplias porciones, para el georgiano y para mí. Supongo que un georgiano no se negará. Propongo un brindis en silencio y pienso en mi padre que tenía que entregar a sus superiores todo tipo de regalos.
Mi padre nunca tuvo valor para quedárselos.

6 comentarios:

la margarita mia dijo...

hola, a todos nos extraña la nueva vida que emprendemos lejos de lo que conocemos y de lo que hemos mamado siempre, a mi me costo acostumbrarme (y eso que creo que aqui en las islas es mas facil), pero calculando me tomo unos cuatro años hacerme con el sitio, y también tenía cositas que acogí para hacerme la vida mas facil, ya eso ha quedado atras hace mucho tiempo, pero sigo aferrada a esas pequeñas cositas que me devuelven y recuerdan de donde vengo, saludos.

Jorge Ignacio dijo...

Sí, uno se amolda, pero es preferible no perder la identidad para no violentar el mundo interior. cada cual escoge su camino y cada uno lleva le emigración como puede. en canarias supongo sea más difícil olvidar. un saludo afectuoso para ti, margarita.

Pelusa dijo...

Teniendo en cuenta el tema de 17 instantes, probablemente sea rumano el del acordeon, un gitano... los tocan especialmente bien. Es como si lo llevaran en la sangre.
Yo no vi el serial nunca en Cuba, era muy niña cuando lo pusieron, pero lo vi hace unas semanas en youtube. Y sabes que? Me fascino. Si bien es cierto que era portavoz de un dogma nada oculto, es un excelente documento historico, tanto por las imagenes del fascismo como por las del socialismo de esa epoca. Y la musica es inolvidable.

Me quedo con el vino.
Un saludo

Pelusa dijo...

Por cierto, yo escuchaba "En el jardin de la noche" hace mucho tiempo, quizas antes de tu paso por ahi...

Silvita dijo...

Pues yo me quedo con la artillería pesada, el rifle del cubano, y también el del georgiano!
Casi me da vergüenza confesarlo, no sé por qué, pero soy algo ronera, jeje. Sólo que poco a poco, no me gusta emborracharme, que va, eso lo vivo como una enfermedad y al otro día me quiero morir. El vino también me gusta, claro, pero me da un sueñito que me acurruco y ahí se acabó la fiesta: esto es todo por hoy queridos amiguitos.

De qué lejano pasado me llega la primavera instantánea esa! Tal vez la busque en el youtube: el agente entubado!
Por cierto,yoyi, a mí también el cambio de estaciones me descoloca, me da también dolor de cabeza, y encima salgo desabrigada, creyéndome que el sol calienta porque brilla, pero no todo lo que brilla calienta, y ahí es donde empiezan los catarros que curamos con el ron de las nostalgias, limón criollo y miel de abeja.
Besitos,
silvita la naufraguita en la isla de los piratas.

Rodrigo Kuang dijo...

Como sabes, mi cultura alcohólica no es muy profunda, pero sí tengo un vívido recuerdo de 17 instantes de una primavera, con aquel Viasheslav Tijonov en blanco y negro que en efecto, hacía que todos quisiéramos volvernos espías. No sabíamos quién era el 007 y el modelo soviético nos colmaba de emociones. Hasta "En Silencio Ha Tenido Que Ser" fue un eco de aquella serie.