miércoles, 8 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Puerto de montaña y puerto de mar (XV y final)

La tarde/noche en que se fue, cayó un aguacero cerrado y largo, como los aguaceros tropicales pero sin olor salvaje. La llevamos en el coche hasta el aeropuerto y juntos, los tres, despachamos su vuelo, un low cost de la compañía holandesa Transavia que viaja regularmente entre Barcelona y Copenhague. Le tocó un Boeing 737-700 todo forrado de verde esperanza por dentro, un color muy adecuado por si acaso el cliente no se siente muy a gusto en la dimensión de las nubes blancas; o, contrariamente, como en aquella ocasión, rodeado de nubarrones negros apiñados unos sobre otros y bastante furiosos.
Parecía que el tiempo no quería dejar a Silvia marcharse de aquí. El vuelo lo retrasaron hasta que el mal tiempo remitió, pero de eso nos enteramos después. María y yo regresamos a casa por una de las rondas que envuelven a Barcelona y nos despistamos en una de las salidas. Esto nos sucede a cada rato, esté lloviendo o no. El coche se portó bastante bien y los limpiaparabrisas hicieron su trabajo sin chistar apenas. Era entre semana y estábamos de vacaciones, por lo cual sentíamos un vacío al no tener que preocuparnos por dónde aparcar de regreso, además de que la ronda estaba solitaria como casi nunca ocurre. Sin embargo, el mayor vacío lo marcaba la despedida misma. Nos habíamos acoplado bien con los manejos del tiempo y del espacio; nos habíamos respetado las marchas particulares en todos estos días sosegados en los que compartimos techo y comida, ilusiones y recuerdos de todo tipo.
Yo le había dicho a Silvia que Barcelona era, hasta hace pocos años, una ciudad de espaldas al mar. Por supuesto que no me creyó en un primer momento, pero la llevé por los lugares del litoral donde había fábricas hasta 1992, fecha olímpica donde las haya en la que demolieron todo en esa franja para construir paseos marítimos y, en definitiva, abrir los caminos hacia el Mediterráneo. La gente antes de esa fecha no se bañaba en las playas que ella vio, en las playas, por ejemplo, del Hospital del Mar. Más que todo porque ahí no había playas sino residuos químicos y oscuros campos de piedras. La Barceloneta no era esa fiesta constante para la vista, era un pueblo de pescadores con pocos recursos, de empleados del mar que suministraban a la lonja municipal sus capturas de media y profunda noche, y luego de dormir un poco se iban a reparar sus botes. Hoy, un piso de La Barceloneta, destartalado o no, no importa, cuesta un ojo de la cara y la mitad del otro ojo, porque después de las olimpíadas Barcelona se abrió no solo al mar, sino también al mundo.
En el 92 se hizo la zona de la Villa Olímpica, sus dos altas torres y, debajo de éstas, las discotecas interminables que son en sí mismas una ciudad aparte. Se hicieron las rondas por las que transitamos María y yo cuando regresamos del aeropuerto, para no tener que atravesar la ciudad, y se construyeron, entre otras maravillas de la arquitectura moderna, las instalaciones de Montjuic. Ese era un lugar con muy mala reputación porque, al igual que en La Cabaña de La Habana hiciera el Che Guevara, allí el franquismo ejecutaba presos políticos, y también había una comandancia general en un castillo con vistas al puerto. Es, por otro lado, una montaña mítica de la cual se sacaron muchísimas piedras para levantar catedrales y palacetes, hace de esto incontables años. Ahora Montjuic –Monte Judío, en su traducción del catalán- es un parque natural inagotable en un solo día, porque alberga museos, jardines y espacios para conciertos. Allí subimos, faltaría más.
Silvia no vio el estadio olímpico porque el autobús que tomamos no pasó cerca, aunque supongo que este punto perdido esté anotado en su agenda para un regreso. Creo que ella es de las personas que no fuerzan nada esperando a que las cosas solas se crucen en su camino. La banda sonora de aquellas olimpíadas que todos vimos en Cuba dentro de un televisor ruso estaba todavía en el aire. Aquel Freddie Mercury supuestamente al lado de Montserrat Caballé nos venía a la memoria como un fantasma, con sus dientes grandes, asomado a una nueva Barcelona que recién se estrenaba aquella noche de arqueros y soñadores. Creo que desde lo alto de Montjuic, donde uno puede comprender mejor el dibujo de la ciudad extendida, se siente que en realidad hemos llegado y que podemos volver en caso de que nos marchemos alguna vez.
Además de las olimpíadas del 92, María y yo sentimos que podía existir una Barcelona antes y otra después del viaje de Silvia, porque uno siempre está aquí necesariamente con visión objetiva, trajinando con el metro hacia todas direcciones y queriendo vivir emociones fuertes dentro de lo que permite el tiempo. Sin embargo, pocas veces uno sube a la montaña. Debe ser que no siempre se reciben visitas que inspiren hacerlo.

(FIN)

Foto del autor
El puerto deportivo de Barcelona al atardecer. Al fondo a la izquierda, Montjuic, un cerro que ofrece la bienvenida o el adiós en dependencia de los hechos. Esta montaña fue el corazón de los juegos olímpicos celebrados en 1992. Barcelona, para crecer, históricamente ha tenido que inventarse grandes eventos. En 2004 organizó el Fórum Universal de las Culturas, con nuevas construcciones al lado del mar en la periferia de la ciudad. Mucho antes, tuvo dos Exposiciones Universales, una a finales del siglo XIX y otra a principios del XX.

1 comentario:

Eduardo... dijo...

Hola! Ilustre, que pena que llego el final, han sino unas cronicas por la ciudad condal muy descrictivas, llenas de pacion e interrogantes.
Saludos, Eduardo.