miércoles, 20 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (IV)



Mi mujer, al ver esta foto, aseguró sin sonrojo que el sujeto tiene buena planta. Las españolas no regalan elogios fácilmente. Mucho menos las catalanas, una “raza” de féminas que trata al pan como pan y al vino como vino, ya sea sobre una cosecha de mesa o sobre un exquisito reserva de los campos del Priorat. Por ese motivo siempre estoy atento a lo que ella dice: Le enseñaron a no marear la perdiz porque en Catalunya nunca sobró el tiempo.
Entonces, con la foto delante, dibujó al “guajiro” por dentro, algo que también me sorprende a cada rato, aunque esto último está relacionado con su poderosa intuición. En efecto: Omar Claro es un buscavidas auténtico que no se conforma con lo que ve, sino escarba pacientemente hasta encontrar las raíces de donde vienen las cosas. Conversando en Miami en una bodega de vinos, sacó un par de libros autografiados que resumen todos estos años en los que nos dejamos de ver. El primer “material” es un compendio de anécdotas y entrevistas que Omar tenía en el tintero y no podían salir de allí hasta que la libertad de opinión se lo permitiese. Medallas de oro y rostros de bronce (Ed. Trafford, 2006) imprime en el papel muchas leyendas urbanas que teníamos en Cuba, acerca de lo que pasó en la vida privada de ciertos deportistas de élite maniatados por el castrismo. Datos que salen de una libreta de notas trashumante, porque Omar, el viajero que buscaba un sitio en este mundo, llevó sus apuntes a Honduras en una primera emigración, hasta que pudo conquistar una redacción deportiva en el gran Miami.
Sorprende, hojeando Medallas de oro…, la fina ironía con que el autor explica, por ejemplo, cómo fue el caso de los Mercedes Benz que el gobierno cubano intentó arrebatar a los atletas Javier Sotomayor y a la también saltadora Ioamnet Quintero. Sorprende el lenguaje claro (honor a su apellido) con el que entrevista al pitcher cubano y millonario Liván Herández, atrapado en una colección de autos deportivos caros y al mismo tiempo en una sencillez despampanante: Liván, con su primer cheque en las manos, invitó a cenar a una muchacha y la llevó a un MacDonald’s. Pero también sorprende intercalada en estas páginas una entrevista a Guillermo Cabrera Infante, de paso por la Ciudad del Sol. Cuerpo a cuerpo, elegante y limpio encuentro en la habitación de un hotel. El escritor se siente cómodo hablando de algo que le pesó demasiado: No volver nunca a su país, a su Gibara natal.
Precisamente, Omar, compañero mío de guerras en la universidad, llegó a La Habana procedente de Banes, el norte oriental de la isla de Cuba. Quiso conquistar la capital, al igual que Cabrera Infante, y lo logró, convirtiéndose en cronista deportivo de la televisión nacional. Su provincia de origen, Holguín, dio a la luz dos autoritarios personajes: Fidel Castro y Fulgencio Batista. Y más recientemente ha vuelto a nombrarse –a pesar del olvido- por ser también la tierra chica de Orlando Zapata Tamayo, el disidente negro que murió de hambre, golpes y humillaciones en una cárcel de la dictadura castrista.
Banes queda ahora muy lejos de Miami, al parecer, solamente. El cronista deportivo que quiso y logró conquistar Miami –trabajó durante casi diez años en Univisión 23 y ahora aparece en las pantallas de MegaTV, canal 22- recordó en estos días cómo soñaba con lo que tiene, treinta años atrás, con pantaloncitos cortos y pelado a la “malanguita”, en aquellas provincias orientales donde el tiempo se olvidó de la gente. Con su trayectoria, queda demostrado que, cuando la vida viene con camisas de fuerza, hay que, por lo menos, intentar romperlas.
Omar fue mi amigo en La Habana en los duros años de hambruna nacional, aquellos tiempos en los que comíamos col hervida y después tomábamos un vaso de agua con azúcar. Andaba itinerantemente entre los portales del Vedado, entre los círculos de periodistas, la Facultad y mi casa que era, entonces, un escampadero. Tengo lagunas de memorias que no me interesan resolver. Ha pasado el tiempo y volvemos a encontrarnos en esa ciudad neutral donde confluye todo tipo de gente, a la sombra de unas palmeras tan tópicas que hasta me da risa pensar que estuve allí. Miami, con sus Marlins en la caja de bateo, es algo más que un cliché, que una estampa disidente pegada a la nación cubana.
A mí me dio mucho placer velo allí con las metas cumplidas, despachándose un vino tinto de altura en aquella planicie de la Florida donde los horizontes deben construirse a medida. Miami está sobrada de espacio, a diferencia de las capitales europeas en las que mirar hacia el lado puede molestar.
El segundo libro de Omar se titula Pasión por el cuero (Ed. Soccer entre amigos, 2010) y habla sobre el centenario del fútbol cubano, lo que, a priori, parce una extravagancia. Viniendo de él, explorador, por instinto básico, de objetivos difíciles, el tema merecía una segunda botella de tinto; pedimos entonces un Priorat catalán (habíamos comenzado con un Ribera del Duero suave y con cuerpo, si no recuerdo mal) escogido a propósito para que nos diera el pelotazo de las cuatro de la tarde, la hora atravesada en la que uno anda fugado de los cronogramas habituales. Sí, parece ser demostrable que los españoles dejaron una importante afición por el fútbol en la isla, que hubo clubes cardinales y que todo murió por falta de interés institucional.
En Barcelona, donde vivo desde hace una década, jamás se me ocurriría tomarme una copa de vino a esa hora, a 34 grados centígrados de temperatura exterior como había en el South West hace pocos días. Aunque en Miami todos los interiores están climatizados, se me hacía raro el descorche pero, al mismo tiempo, estaba viviendo un reencuentro de esos que obligan a pasar páginas del almanaque a destajo. Es un privilegio encontrar a un amigo luego de dos décadas pasadas por el tamiz del exilio, en el que, como los judíos, los cubanos hemos ido a parar a todos los confines del mundo.
Ver a Omar,claro y feliz –al margen de las turbulencias probatorias de la vida- me confirma lo importante que es un sueño como fuerza motora, lo que puede llegar a multiplicarse el tiempo si uno se lo propone. De lo que sí estoy seguro –como casi todo aquel al que le ha tocado vivir la experiencia- es de que el exilio jamás será un privilegio.

(Continuará...)

Foto del autor
De Banes a Miami, el sueño de un Sports Anchor. El fondo de la imagen corresponde a la bodega de Philippe Douriez, un francés que descubrió bien temprano la pasión por el vino en una ciudad subtropical. Situado en el número 6421 del SW, en la famosa calle 8 de Miami, Best Time Wine Florida tiene unos precios increíblemente buenos, como si compráramos la botella en el lugar de origen.

1 comentario:

Mario dijo...

Siempre Miami ha sido una de mis ciudades favoritas, y por eso es un placer para mi cada vez que voy allí. Sin embargo el ultimo año he buscado oferta de hoteles en ixtapa zihuatanejo por despegar.com ya que quería conocer las playas de Mexico