jueves, 28 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (V)



Ahí está todo, casi todo, concentrado o disperso, pero está en los alrededores del Condado Dade. No se sabe exactamente cuántos agentes secretos de la seguridad del estado cubano viven infiltrados en la cotidianidad de la capital de la Florida, como parte de esa mezcolanza activa de compatriotas que, sin lugar a dudas, ha dado lugar a otra isla, metafóricamente hablando. Otra ínsula que reproduce costumbres cómodamente, en lugar de ampliar sus miras hacia el modus vivendi norteamericano.
Con las garantías legales por delante, las que ofrece un país democrático, el tema de la infiltración política sigue siendo un fantasma, pero a estas alturas no produce dolores de cabeza. Es como si se supiera que eso está en el ambiente “y a mí lo que más me interesa es trabajar, hacer dinero y comprarme lo que siempre he soñado”. También “enviar dólares a mi familia en Cuba, los pobres, que han quedado allá con la ilusión de que les llegue algo para pasar el mes”. Y no importa tanto cuestionarse que esos dólares se los queda el castrismo y da por ellos unos papelitos domésticos que tienen menos peso que el original, porque el billete verde original es cajeado, encima, con interés para las arcas del estado. Negocio redondo para el dueño de la isla.
Mientras tanto, ya “aquí, en Miami, traigo y llevo a todas partes las palabra Libertad. Me duele pensar en los que quedaron a 90 millas al sur de donde estoy ahora, pero tengo que mirar por mí, que vine como balsero, que me jugué el pello bajo ese sol achicharrante y esa maldita sal que me secaba la boca”.
No quise ir a la casa-museo donde estuvo alojado Elián, el niño balsero. No me interesa rascar la pintura de un proceso político perfectamente montado por la inteligencia militar, por los “cibernéticos” de las estrategias a seguir que han maltratado nuestras vidas. Es triste percibir, desde la Capital del Sol, cómo ha habido siempre un manto oscuro viviendo de la política, del diferendo cubano/americano, o lo que es lo mismo, del dolor ajeno. Incluso del dolor cercano, pero si se “hace caja fácil” no hay que mirar a los lados ni mirar atrás.
Miami es un modo de vida como cualquier ciudad democrática del mundo siempre y cuando uno no se deje arrastrar por los maleficios ocasionados por los dos sistemas, que, al final, son el mismo sistema. Intereses políticos destructivos aparte –como si fueran minas antipersonales-, hay un buen clima allí, claro, y mucha gente deseando que pase un ciclón para que las compañías aseguradoras los saque de deudas encaramadas sobre sueños imposibles. O mejor, sobre cuentas imposibles, porque los sueños, no estaría de más recordar, allí sí se han hecho realidad, aunque no vamos a decir cómo fue.
En 1992, mientras Barcelona, la ciudad desde donde escribo, vivía la emoción de los juegos olímpicos que cambiaron para siempre su destino, el huracán Andrew arrasó con el condado de Miami-Dade, con las casas preciosas con jardín y lago detrás, pero dejó rastros claros de ese Mediterranean Revival plantado allí con toda libertad de expresión. En poco tiempo, gracias a los cubanos que no abandonan ni a tiros el sueño americano, volvieron a levantarse las casitas sobre parcelas verdes que, a su vez, brotan de antiguos pantanos tropicales acomodados para fines lúdicos.
La vida volvió a ser como antes y el negocio montado sobre las dos orillas cubanas continuó siendo el puente invisible, perseverante e hipócrita; de cuyas estructuras se apoya la miseria material, por un lado, y el ilusionista american way of life, por el otro.

(Continuará…)

Foto del autor
Dependientas del famoso Palacio del Jugo de Miami, un negocio muy próspero pensado a partir de un típico agromercado cubano. La chica de la derecha, al hacer la foto, me pidió que enviara un saludo a su querida gente de Vueltas, municipio ubicado en el centro de la isla de Cuba.

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