lunes, 26 de diciembre de 2011
Noche Buena, Navidad y San Esteban
Cocochas, buey y langostinos
Todos los años dicen en la televisión el promedio de euros que gastará las familias en estas fechas. El año corriente, según los informativos, ha bajado el presupuesto, de acuerdo con ellos, por la crisis.
Pero los mariscos –los reyes de la fauna ibérica hacia fin de año- se siguen vendiendo todos, a pesar de las estrecheces, a pesar de sus precios astronómicos. Y es que España, en cuestión de gastronomía, es un país muy fuerte. Sin minimizar las estrellas Michelin de ciertos cocineros, quiero decir que una de las cosas más maravillosas y aberrantes de este país es la comida.
En cada casa existe un maestro, sea grande o pequeño, que generalmente es una mujer. Se empeñan en llevar a la mesa un sinfín de platos con sus correspondientes bebidas. ¡Y luego los postres! ¡Qué barbaridad!
Todo debió comenzar por un vermut, que suena a vino dulce aunque, al menos en Catalunya, no es otra cosa que un surtido de platos pequeños contentivos de variados embutidos, quesos y aceitunas de la tierra y pequeños –por el tamaño- productos del mar. En muchas casas de Catalunya, no sé por qué, lo ponen todo a continuación, de manera que el plato fuerte entra muy incómodo después de comer con desesperación el platerío de piezas variopintas donde, casi siempre, hay croqueticas con bechamel hechas en el domicilio.
Si me pongo a enumerar la secuencia de degustaciones a las que regularmente acudimos por fin de año, en primer lugar ofendería a mis compatriotas que viven en la isla, aunque, créanme, pienso en ellos en cada minuto. Luego, podría adquirir empacho solo de pensar lo que he visto los últimos tres días. No solo lo que uno ve en las recepciones de la familia política, sino, además, lo que “echan” en la televisión.
Aunque tiene lógica.
¿Qué sería de este país sin los bares? O lo que es lo mismo: Sin la comida.
En Catalunya no solía celebrarse Noche Buena hasta que llegaron cientos de miles de andaluces y murcianos, entre otros, que expandieron sus hábitos castellanizados, por lo que los mercados, con el tiempo, han tenido que ponerse en función de ellos y sus descendientes. Navidad es el fuerte aquí, con una sopa de galets (tipo de macarrones gigantes en forma de caracol) y pelotas de carne hervida. La Escudella, que se sirve ese día y me hace recordar una invitación en mi primer año de exilio, deja sus restos para el día siguiente. Con la carne reciclada, entonces, se confeccionan los típicos canelones –por supuesto, con bechamel casera- que, según dicen, representan una creación catalana. Ese es San Esteban, sí señor, el esfuerzo digestivo después de haber estado deglutiendo infinidad de gambas y turrones durante todos estos días.
Soy de perfil bajo en la comelatas. Me dedico a observar y a servirme pequeñas cantidades. Viendo la fiesta, compruebo el trauma creado en los años de postguerra, el inacabable agasajo que vino después. Me quedé, durante estas jornadas, con las palabras de un hombre entrevistado para un telediario:
-¿Qué ha comprado usted este año, señor?
-Lo de siempre –aseguró mirando a cámara-: Cocochas, buey y langostinos.
¡Qué variedad! ¡Qué mar y tierra! ¡Qué riqueza de papilas gustativas!
Foto del autor
Compra de última hora en una gran superficie de Barcelona, donde los jamones cuelgan del techo.
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