sábado, 10 de marzo de 2012

Toreros

Los héroes van a la televisión

Son ellos, los de trajes de luces, quienes todavía sostienen buena parte de la cultura popular, desde los cotilleos hasta los pasodobles que se ponen en bodas, comuniones y banquetes.
¿Qué sería del pasodoble sin la corporeidad de un viril matador?
Y luego está el surtido de amantes de los toreros, tan famosas por ser ellas mismas las mujeres de ellos, esas féminas que luego escriben libros, o encargan que se los escriban, las que modelan, las que crían hijos que luego van a ser matadores.
Hay dos casos recientes, impulsados desde la “pequeña” pantalla por esa novia de España que es Mariló Montero, la esbelta dama entrada en años capaz de mantenerse tan joven como una flor, tan afable como un libro de cocina, tan sencilla, llana, directa como un día cualquiera. Nos enamora Mariló con su humildad pueblerina perpetua, con su bonche casi enfermizo hacia el Doctor Gutiérrez, su increíble partenaire. Nos enamora y también nos deja helados con la promoción del torero.
El caso de Padilla es patológico: un hombre con un solo ojo –el otro se lo extrajo el animal con el asta- es capaz de volver al ruedo donde casi muere, ahora con media dimensión del espacio, porque su esencia es el encuentro con la bestia, aunque su mujer no vaya a verlo –dijo el propio Juan José-, pero lo quiere. Mariló también lo quiere y el otro día catapultó el retorno de este maestro, como si no hubiera pasado nada con aquellas imágenes que colaron los telediarios en las que se veía el cuerno que entró por la barbilla saliendo por la cuenca del ojo. Pero no importa; el caso es que el hombre es un héroe porque vuelve a las arenas.
Así es España: grande, grande.
Y el otro maestro, que incluso fue a plató, José Ortega Cano, el viudo de la Jurado, la otra novia de este país.
Pasado de copas, según dicen que iba, invadió el carril contrario en una carretera secundaria de Andalucía y se estrelló contra un pobre hombre que iba a trabajar, un desconocido, cuyo nombre quedó grabado para siempre en nuestros oídos inocentes, a golpe también de telediario. Un jornalero tuvo la mala suerte de cruzarse en el camino con un imprudente enloquecido, o deprimido, da igual en estos casos. Lo cierto es que pagó con su vida sin salir al ruedo, porque, repetimos, solo iba a trabajar.
No obstante, el torero goza no solo de presunción de inocencia –hasta que un juez demuestre lo contrario-, sino también de buenas relaciones. Se merece una entrevista, que le tomen de la mano, que Mariló le mire directamente a los ojos enterneciendo a la audiencia con el gesto; pobre torero que lleva clavos en su cuerpo producto del accidente, que está saliendo de un bache grande, mucho más grande tal vez que cuando perdió a su mujer.
Que exista esta figura folclórica no es tan preocupante.
Al fin y al cabo, grandes escritores se han nutrido de ellos.
Lo que más fascina es cuando tratan de hacerlos héroes.

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