Con la sala medio vacía –o medio llena, mejor-, y una secuencia insoportable de risitas niñeras a mis espaldas, anoche afronté el conmovedor filme La vida de los otros, ópera prima del realizador alemán Florian Henckel von Donnersmarck.
Después de Good by, Lenin, realizada magistralmente en la cuerda tragicómica, que se soporta mejor cuando de hechos dolorosos e históricos se trata, volver a los días –y años- de la pesadilla totalitaria en alemania oriental suponía un ejercicio casi extremo de implicación con el cine. Para mí, en Good by, Lenin está dicho todo desde una manera desenfadada y optimista, porque en definitiva la vida sigue. Cuando todo lo malo ha pasado, si bien es honesto no perder la memoria, por otra parte es aconsejable construir con la materia prima que se tiene por delante, la renovada, la descontaminada, la que está en pañales todavía pues esa suele no llevar adentro el rencor. Es la única manera. De este asunto se ocupó correctamente en su día el país desde donde escribo, dando saltos de gigantes para poder alcanzar el tiempo perdido, no el mismo tiempo, claro, sino el espíritu social que debió caracterizar una época. Es posible –aunque inaceptable- que a cuatro chiquillas se le escaparan las risas durante la proyección de La vida de los otros en el cine al que fui; es que como si le estuvieran hablando de historia antigua, de una Europa anquilosada y tosca por donde se ven unos vehículos cuadrados que avanzan por unas calles desiertas, allá en el lejano 1984. Luego comprendí que alguien se pueda reír –viniendo del país que vengo, en la ruta del surrealismo socialista- con situaciones tan absurdas como que un joven gordito y salpicón se dedique a escuchar por cables la alcoba marital de unas gentes que habitan un edificio viejo. Lo curioso es que, al mismo tiempo en que se sentían risas sueltas por detrás, a mí se me escapaban lágrimas.
Para este cronista no está tan lejano 1984, entre otras razones porque, para poder ubicarme en tiempo y espacio actual, he tenido que empezar a vivir desde cero a los casi cuarenta años. Voy muy detrás de todo tratando de alcanzar una libertad individual que no conocía, pero que mi mente se empeña en ralentizar, incluso en negar. Y existe esa libertad, ya lo creo.
Enfrentar una película tan dramática como La vida de los otros, que versa sobre el control de la existencia individual a manos de unos pocos poderosos, supone para mí un adelanto de lo que pasará en la isla a la vuelta del tiempo, pero, si miro el filme –o sea, su historia- en tiempo real, resulta demoledor. Porque precisamente ahora se ha destapado una ira colectiva en el sector intelectual cubano que reclama no ser sujeto a investigaciones particulares, algo de lo que precisamente se sirve el largometraje alemán como recuento histórico.
Yo le decía anoche a mi mujer que no puedo negar esa realidad, que si la película está en el cine hay que ir a verla. Pasar de largo sería esconderse uno más de lo que siempre se ha escondido. Es la hora de la verdad, de enfrentar el dolor que causa darse cuenta de que uno ha sido parte de los otros durante mucho tiempo. Toda una vida. Prefiero –le decía a mi mujer- no conocer a nadie en mi edificio. Prefiero ser un hombre anónimo. Como tantos otros que corren a tomar un tren. La película plantea una cruda verdad, por suerte hoy casi inexistente en el mundo: vivir en un país donde la gente es propiedad del estado.
La academia norteamericana “se mojó” otorgándole el premio a la mejor producción extranjera. Si los Oscar se pasaban con ficha (en el juego del dominó puede costar caro), hubiera sido imperdonable tal y como está el mundo. Una película tan seria como esta, excelentemente interpretada y con un magnífico guión –del propio realizador-, merecía no quedar en los anaqueles de cine independiente. A mí, no obstante, me sobran unos 20 minutos de metraje. La excelencia interpretativa de esos seres bien delineados, protagonistas y antagonistas a la vez –el escritor y su espía particular-, no merecía para nada un final de tragedia griega tan horroroso como el que le ocurre al otro personaje central –la chica que los une-, y mucho menos un regodeo de telenovela al uso, donde el malo y el bueno, transformados por los nuevos tiempos, no se encuentran jamás. El filme cierra en falso varias veces y tira hasta lo imposible de la sensibilidad del espectador. Le comentaba a mi mujer que no hacía falta decir lo que sucedió después de que cayó el Muro de Berlín. De eso harán, en breve, 20 años. A los seres que vamos rezagados no nos apetece mucho pensar en qué sucederá después, porque, hablando de tragedia griega, aún estamos en el nudo.
Primavera 2007
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