Cuando viajé a Roma con Anna, a finales del verano pasado, creí que nos matábamos en el vuelo de ida. Una terrible turbulencia se había desatado sobre el aeropuerto de Fuimicino, y estuvimos dando vueltas unos 15 minutos buscando los claros por donde colar el avión, entre nubarrones que no nos permitían ver nada, descargas eléctricas, saltos, caídas libres, y el sonido inconfundible de la lluvia sobre el fuselaje. Supongo que el piloto se dejó llevar por el programa informático de navegación, porque el panorama estaba bastante negro. Yo pensé que, siendo de Alitalia, la tripulación conocería mejor el camino. Tonterías: de la fatalidad, allá arriba, no te salva ni el médico chino. Nuestra fila de tres asientos la compartíamos con un asiático que no se inmutó. Estuvo todo el tiempo leyendo un periódico en italiano. Finalmente aterrizamos sin percance alguno. Cuando desembarcamos por la puerta de llegadas, anunciaban por megafonía que estaban desviando todos los aviones hacia otro aeropuerto. Parece que estaban esperando a que los pobrecitos de nosotros tocáramos tierra para cerrar el tráfico aéreo. Lo que nunca me quedó claro fue cómo autorizaron ese vuelo a esa hora, pues Anna y yo lo habíamos visto todo por adelantado desde internet, en los fantásticos servicios de meteorología internacional, con la foto del satélite incorporada, que no falla, como diría mi padre.
Si subimos a ese vuelo fue porque, aunque no comentamos nada entre nosotros, los dos estábamos convencidos de que la gráfica satelital había exagerado. Pero nos equivocamos: el susto fue grande. Cuando salimos del avión, y como no habíamos facturado el equipaje, llevábamos cada uno un paraguas en la mano que nos quedaba libre. Eso se llama previsión. Cosa de viejos, vamos.
Sin embargo no nos bastó. Era un señor aguacero lo que teníamos encima.
Tomamos el tren que nos llevaría hasta la estación de Termini, en la ciudad, y allí, como parte de esas obras exageradas que mandó a construir Mussolini, tendríamos que cruzar de lado a lado la estación central para tomar el metro. El itinerario me lo iba adelantando Anna, que es una excelente guía romana porque posee mucho sentimiento, buen gusto y un instinto femenino especial. Supongo que de esa manera también me entretenía, me contrarrestaba ella el cabreo: aterrizar por primera vez en Roma sin poder ver ni tocar nada, con los zapatos inundados y abriéndome paso entre la gente con la punta del paraguas no era lo que más yo deseaba.
Al día siguiente todo quedó en el olvido, o al menos eso intentamos. Nos recibió la mañana con un sol insultantemente hermoso. Comenzaría, pues, la incursión romana, la mía, la primera, no sé si la única. Tuve tan buena suerte de ser guiado por una mujer excepcional, que conocía el terreno como la palma de sus manos, arquitecta, por más señas, sensible y práctica a la vez. Era una mujer trilingüe: hablaba el italiano, el español y el catalán perfectamente. Me había dibujado un programa ajustadísimo a mis necesidades de forastero-primerizo-corto de tiempo-con raíz latina y cámara fotográfica. Era todo un reto. Roma y El Vaticano en un fin de semana. Además, yo tenía que comer pastas allí, tomarme un helado y degustar un hígado a la italiana, que mi madre lo hacía mucho, con bastante cebolla.
Lo primero que hice fue cambiar de zapatos. Como mismo ejecuté en Madrid en una zapatería al llegar de La Habana, hace ya más de cuatro años, en Roma dejé mi calzado en uso. Le compré un par, de piel, color Burdeos, a unos judíos que lo tenían a un precio increíble. Calzo un 39 ó 40, números difíciles para hombres, pero te pueden dar sorpresas agradables pocas veces. Ahora no me los quito en Barcelona. Me gustan mucho estos zapatos que ponen Made in Italy en las suelas. Con ellos pisé las bellas plazas romanas, los museos, las calles cuyas piedras tienen algunos añitos ya. Con ellos entré a una trattoría de la mano de Anna, una de esas bodegas populares donde se come como en casa, y, por supuesto, pedí un hígado a la italiana. ¡Nunca tan bueno como el de mi madre! Pero era auténtico. Calamares a la romana no encontramos. Ese plato parece ser un invento internacional como el arroz a la cubana, que en Cuba no existe con ese nombre.
En la trattoría estuvimos muy a gusto, atendidos por un gordito comilón y simpático que se dejó fotografiar tranquilamente, y por un indú que hablaba el italiano con acento romano, según observó Anna. Al lado nuestro había una pareja comiendo espaguetis al burro que nos escuchaba atentamente. Cuando él no pudo más de dudas, nos preguntó si podíamos compartir la mesa. Un hecho insólito en Barcelona. Al menos en la Barcelona de hoy. Se mudaron con todos los utensilios para la nuestra y nos presentamos los cuatro sin mediación de nadie.
-Tenemos un gran problema, a ver si nos ayudan a resolverlo- continúo él en italiano con Anna, pero yo lo entendía casi todo-. Hace poco estuvimos en vuestra ciudad y nos llamó poderosamente la atención un cartel repetido por toda una calle que nos pareció que solicitaba algo sobre las aves.
-¿Sobre las aves?- pregunté en castellano, sospechando lo que era.
-Sí. Pedía, supongo que a la municipalidad, que las aves dirigieran su curso por el litoral- dijo en italiano y Anna me tradujo, aunque no hacía falta. Yo entendía perfectamente.
-¿Son tan inteligentes los pájaros catalanes?-remató.
Anna y yo soltamos una carcajada. Es más, nos doblamos de la risa. Tuvimos que tomar un buche de vino peleón para aclarar la garganta. Se trataba del cartel que está colgado en todos los balcones de mi edificio y de todos los edificios de la calle Provenza. Es muy sencillo de comprender que los vecinos de nuestra calle no queramos que construyan la bóveda del Ave, tren de alta velocidad, debajo de nuestros cimientos, en una ciudad demasiado agujereada por los túneles del metro, las excavaciones para aparcamientos de coches, los corredores de los ferrocarriles catalanes y los de RENFE. Todo soterrado para no deslucir la labor de los arquitectos modernistas. Y para que los trenes no se te crucen en el medio del asfalto. ¡Que le pregunten a un romano por qué tienen sólo dos líneas de metro con un único intercambiador, precisamente en la estación de Termini!
Pero claro, aquellos curiosos italianos, con los que compartimos una buena comida local en una trattoría, interpretaron una cosa por otra.
“Volem l’ ave pel litoral”, impreso en letras verdes lo tengo a la vista desde mi ventana. Lástima que Anna y yo tuvimos que romperles una bonita ilusión.
Enero 2006
4 comentarios:
George: Una minucia en este buen relato. Es Fiumicino (riachuelo, riito). Abrazo, amigo y perdona la quisquillosidad.
Así está escrito, Fuimicino, lo que parece que tiene una Ch y no la tiene, aunque suena con ella. No eres nada quisquilloso, todo lo contrario; tus comentarios siempre ayudan con buena letra. Gracias por visitarme el día de mi cumpleaños, y de nuevo me emociona el George de mi viejo. Un abrazo.
Ah, sí ahora me doy cuenta del enroque de vocales. Gracias again.
Entonces:
FELICIDADES!
(que sospecho atrasadas, anyway)
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