viernes, 20 de julio de 2007

Teruel es Teruel


Muchos escritores latinoamericanos, una vez en París, buscan la tumba de César Vallejo y se hacen allí una foto. Muchos intelectuales cubanos van tras la huella de Hemingway, Carpentier o Wifredo Lam; en el caso del escritor isleño, para tener una idea más urbana de cómo vivió afrancesadamente el erudito, que logró quedar bien –y con estilo- con la revolución comunista y con la finura de los cafés parisinos a la vez. Y sobre el chino Lam –que era mulato- nunca está de más una tentativa de cómo pudo captar la luz crepuscular y traducirla a figuras geométricas, mientras en aquellas calles se vivían aires de modernidad ya conglomerados y variopintos; preguntarle, de casualidad, a un pintor de las callejuelas de Montmatre si conoció a ese mestizo escapado de Sagua la Grande, si supo algo humano de él, algo vicioso, por ejemplo. Pero no: cuando subí a Montmatre por la tarde, de la mano de Isabelita, y vi a un pintor de caballete retratando a una bella mujer, un artista plástico con barba larga y suficientes años, con cara de intelectual de centro derechas y agarre posesivo al pincel, me dio por tomarle una foto y hasta dos; y por el visor lo sentí como me miró bastante enfadado y me ordenó: ¡Basta! Creo que lo capté en actitud desafiante. Ya veremos. Lo cierto es que no me quedaron ganas de investigar nada sobre la huella de nadie, entre otras cosas porque no fui a París a buscar nada en concreto.
O sí: tenía marcado en mi libreta de notas que me regaló Anna, que coincidentemente es una réplica de la libreta que usaba Le Corbusier, tenía marcado un telefonazo a Julián. Y fue lo primero que hice al llegar al lobby del Edén Magenta. Me saltó un contestador en francés con La Marsellesa delante. Le dejé un mensaje y continué reinventando la vida en el escote de Isabelita. Ya he dicho en estas páginas –o lo he sugerido- que Isabelita es una mujer muy tierna de 30 años que vivió en París un par de ellos y regresó a su Barcelona natal, buscándose a sí misma y un poco buscándome a mí sin saber nada de mí. Cuando nos encontramos, recapitulo un momentico, se nos cruzó delante una agencia de viajes que nos vendió tres noches en la preciosa urbe a orillas del Sena. Desde que la conocí, me di cuenta de que deseaba enormemente la entrada de la primavera para entregar su cuerpo a un poeta –podría ser yo- y también para descotarse. Me ha confesado que le encanta mostrar el pórtico de sus senos porque, sin más rodeos, le gustan sus pechos. Yo lo acepté como un regalo de bienvenida y tras esa recepción me fui hasta el día de hoy, me fui dejando llevar, pues aquella ventana con balcones a la calle me decía cosas sugerentes. Supuse que en París se vería mejor, ella en conjunto y particularmente su escote estacionario en forma de uve –no vea el lector, entre líneas, la palabra ubre. Isabelita es como yo, que no acepta que nada nos presione cuando estamos juntos.

-Ya te llamará- me sugirió dibujando una sonrisa también descotada.

Al final de la noche logré localizar a Julián en vistas de que éste no me llamaba. Insistí, claro. Siempre me quedaba la duda de que aquel contestador entonado no le hubiera pasado mi mensaje, de que hubiera cambiado de teléfono en una semana, de que se hubiera arrepentido de verme a última hora. Quiero decir sin exagerar que me importaba tanto conocer la ciudad como verlo. Además de haber sido mi cuñado en una época complicada y preciosa, sentía ganas de abrazarlo para compartir en un lugar neutral el peso de la nostalgia. Lo de neutral, obviamente, es un decir políticamente hablando. Sentía curiosidad por saber cómo se llevan quince años sin regresar a tu país, sin la certeza de cuándo podrá ocurrir el regreso, y Julián, en mi imaginario adolescente, me lo podría explicar muy bien. Me podría ofrecer un adelanto, la primicia que buscamos constantemente en tanta gente y pocos saben explicar, ya sea porque no te conocen lo suficiente o bien porque han perdido la posibilidad de explicarlo de tanto explicárselo a sí mismos. Mi amigo, aquel flaco que me preguntaba con ojos dislocados cómo entender a mi hermana, seguía puesto en el altillo de mis memorias juveniles, las más juveniles, quiero decir. Fue el intrépido y tímido muchacho que prefirió el escándalo institucional antes que claudicar políticamente, aunque siempre tuve la sospecha de que su rebeldía, temeraria, tenía también un componente de notoriedad. Los intelectuales a veces no se conforman con el anonimato –es una deuda que tengo conmigo mismo- y hacen saltar su nombre a toda costa. Cuando me encontré con él en París, y nos saludamos, uno de los primeros recuerdos que puntualizó fue que se tuvo que marchar de Cuba porque le censuraron su obra. Eso ya yo lo sabía. Esperaba, sinceramente, algo nuevo, alguna reflexión pesada sobre el devenir de los años y el nacimiento de una nueva vida. Como soy lento, me callé, pero no me arrepiento; porque si no me hubiera callado le hubiera dicho que yo me pasé diez años autocensurándome, y eso también él lo sabe. Lo encontré más gordo, enfundado de negro en riguroso Lacoste, rodando un Mercedes femenino en el que nos trasladó a Isabelita y a mí hasta la catedral de Notre Dame. Allí nos dejó cayendo la noche, porque tenía prisa.
En muchos años no había tenido noticias de él. Conocía su ubicación, pero nada más. Al desembarcar en Barcelona, con la ayuda de internet, me puse al corriente de la vida de muchos amigos desperdigados por el mundo.
A Julián lo estuve esperando una vez aquí, pues me enteré de que pasaría por Cataluña, pero no llegó. Antes, en el impasse que tuvimos en la isla –que ya va durando demasiado- encontré una referencia hacia él en una novela escrita por su mujer. No lo nombraba si no con un calificativo y lo presentaba como un pene. Me dio asco leer aquello, porque no le encontraba sentido a la descripción milimétrica del pene de mi amigo; lo veía efectista más que hiperrealista. Todos los que conocemos la historia que se narra –que parte de la realidad- sabíamos que aquel glande era Julián. Antes de tomar el avión hacia París, pensé en el pasaje fálico tan desagradable, siempre sobre la base de los resultados y no de las motivaciones literarias que no las conocía, ni me interesaban. Era un tema que incluso no valía la pena tocar. Incluso, no le había comentado nada a Isabelita sobre ese particular: sí le había hablado con emoción de la posibilidad del encuentro con mi amigo parisino.
Lo del contestador telefónico -nunca supe qué dijo la voz en francés- era un vaticinio, algo que debía alumbrarme para que no insistiera. Isabelita se quedó helada con la frialdad de Julián la única casi noche que lo vimos, porque no lo encontramos más. A ella ni siquiera la miró a los ojos. La ignoró. Y a mí me mantuvo en ascuas por teléfono hasta que me cansé -¡tenía tantas cosas que ver, entre otras el escote de Isabelita!-, y le pregunté entre dientes a mi guía:
-¿Pasamos de él?
A esas alturas de la contienda volvimos, por lo menos un par de veces más, a enjuagarnos la garganta con ron por nuestra habitación, en el barrio Magenta. Caminamos bastante la ciudad, y tomamos el metro sin que el subterráneo nos privara de París. Como lo hicimos, habría que preguntárselo a Isabelita, que arrastró solo unos pocos minutos mi cara de mierda cuando dije que pasaríamos de mi único objetivo claramente marcado en ese viaje. Enseguida sacó una baraja del pecho y me la regaló. Una preciosa carta que fue el toque citadino que yo andaba buscando, más allá de los sitios monumentales que, ciertamente, bien valen una misa. Isabelita sabía que me hacía mucha ilusión tomar un café con un habitante de la ciudad, que si le ofrecí ron al recepcionista del hotel, en plan de la calle, fue buscando ese acercamiento, que no me conformaría con ver a la gente pasar, con arrastrar la maleta hacia los trenes y al megaeropuerto de esa ciudad. Lo que más me gustó de todo fue que ella solo utilizó una ficha de cambio, con un valor incalculable, en el momento necesario. No estaba anunciado que almorzáramos una tarde de domingo en París en la casa de un matrimonio de Teruel, jóvenes como nosotros, muertos de nostalgia como yo. Con un telefonazo quedamos para la comida, luego de entregar la habitación y dejarle una notica a Ahmed, el recepcionista que quiso hablarnos en español.
Yo sentía enorme curiosidad profesional y no profesional por tomarme un café con alguien en su casa. Ese alguien fueron unos españoles que echaban de menos muchas cosas, como el jamón del país. Pero lo tenían, envasado al vacío y hecho en casa, como también tenían la música para la ocasión –la ocasión de ellos, que resultó la nuestra. Nos esperaron a pie de metro. Toño, matemático de profesión, agarró la maleta de Isabelita. Fue el primer detalle. Estela –de quien no me enteré qué hace y si lo dijo no lo escuché-, me integró a su nostalgia con la mirada. “Aquí no tenemos pandilla”, recuerdo que dijo. Pero no se amilanó. Estábamos escuchando La Oreja de Van Gogh, saboreando un par de vinos franceses de rigor y diferente calaña. Yo, obviamente, quería quedarme allí para siempre. Debo confesar –se lo confieso a Isabelita ahora- que jamás en todo este tiempo me había sentido tan identificado en términos de añoranza. Solo basta la coincidencia y las ganas de virarlo todo al revés. La causalidad también hay que saber buscarla y saber aprovecharla. Camino al aeropuerto –porque nos acompañaron en el tren-, Estela no pudo más y le preguntó a Isabelita que de dónde me había sacado. Toño enrojeció porque evidentemente sentía la misma curiosidad.

-De una cafetería- respondió Isabelita.
-El mundo es pequeño. ¡A ver si un día van por el pueblo y nos tomamos un vinito por allá!- se despidió Toño sobre el cemento de la estación que nos separaba a los cuatro de la buena vida.


Primavera 2006


1 comentario:

Anónimo dijo...

Jorgito
Yo conozco a "Julián"... él no es un intelectual, es un artista... y eso es diferente... su honestidad política y artística está a años luz de la tuya... estoy seguro que Julián también esperaba alguna reflexión nueva pero sobre todo sincera de tu parte... y como tu mismo no eres capaz de reconocer que no has cambiado...
No sé que fue lo que te decidió a no retornar a Cuba... pero Julián dijo e hizo en Cuba, lo que solo te atreves a decir ahora en tu blog, lejos de Cuba... pero como puedes ser tan cínico... y ser tan "honesto" en otros posts que publicas aquí.
Lo prímero que debes hacer es reconocer lo que hicistes y lo que fuistes en Cuba y aceptarlo sin complejos ni miedos...
En fin el mar... si conoces bien a Julián, como dices, sabrás que no le miró los ojos a tu mujer solamente porque sigue siendo un tímido.
Saludos
Otro amigo de Julián... que sí lo vió en Paris