miércoles, 18 de julio de 2007

Un posadero con vocación


El chofer que nos recogió en el aeropuerto Charles de Gaulle nos dejó en un hotel equivocado, en un Magenta de más estrellas, lo cual nos llamó poderosamente la atención. Con la duda y todo no dijimos ni media palabra y saltamos del microbús hacia tierra firme, aburridos como estábamos de pasar miedo con aquel loco con alas que manejaba la furgoneta como si llevara un papalote. En París –me dijo Isabelita- se conduce temerariamente. Buscamos el Edén Magenta arrastrando las maletas bajo un sol cariñoso, cansados porque la noche anterior la mal dormimos en mi casa. Lo encontramos por la misma zona, escondido en una calle estrecha que estaba en obras, con el asfalto aún por reponer. La fachada no era lo que parecía desde la pantalla del ordenador de la agencia de viajes de Barcelona. Se lo había dicho yo a la muchacha que nos vendió el paquete, que no confío en las imágenes virtuales. Era un hotelucho de dos estrellas tan pequeño como una casa de muñecas, empinado y exprimido entre dos edificios nada singulares que bien podían ser fábricas o almacenes. Ponía, de arriba hacia abajo, el nombre y la cantidad de estrellas en rótulos blancos y fondo rojo desteñido. Le comenté a Isabelita que lo único que nos faltaba para sentirnos en una verdadera posada era que el cartel fuera lumínico, en neones, y su parpadeo de letras se metiera de noche en nuestra habitación mientras hacíamos el amor.
Mi referencia con respecto al nombre del establecimiento era muy fuerte. No pude evitar todo el tiempo acordarme de las dos posadas más importantes de La Habana en cuanto al confort. Se llamaban Edén Abajo y Edén Arriba, e intencionalmente, supongo, fueron situadas a la salida de la capital, en la periférica carretera Monumental. Una posada en Cuba no es una estancia de camino en el imaginario de Cervantes, sino un sitio de mala muerte donde se tiran canas al aire, una caverna a la que últimamente los entendidos te recomiendan que lleves una bombilla de tu casa por si se han robado la del cuarto que te toque y no te das cuenta hasta media noche. Y, entre otros detalles verdaderamente pintorescos, servían allí un curioso cóctel de la casa llamado Telegrama. Era ron con crema de menta y hielo. Un explosivo. Sospecho que lo llamarían así por lo rápido que te subía a la cabeza. Desde que nos vendieron en Barcelona el Edén Magenta, y nos dijeron que no lleváramos secador de pelo porque en las habitaciones había, no hubo manera de quitarme de la mente la posibilidad de que este dos estrellas fuera una sucursal del complejo habanero, por mucho que Isabelita me pidió que no me predispusiera, porque lo de Magenta tenía que ver con el barrio parisino de igual nombre. ¿Y lo de Edén?
Es verdad que era un sitio digno porque estaba limpio. Un hombre multioficio, sin uniforme, atento y enrollado resultó ser el carpetero. Era un marroquí que llevaba más de la mitad de su vida en París; o sea, más de veinte años. Nos esperaba. Ya tenía controlados nuestros nombres y apellidos en el ordenador, pero nos dijo que nuestra habitación aún no estaba lista, que si podíamos aguardar en el salón. Nos tumbamos en un sofá de vinilo que quedaba a escasos metros de la recepción. Para entretenernos, comenzamos a trazar un recorrido tentativo por la ciudad con el mapa callejero sobre una mesita de cristal, y el hombre, que estaba muy atento, decidió salir de detrás del mostrador para sentarse con nosotros abiertamente. En realidad le apetecía practicar un poco el castellano. Yo me sentí en confianza y le pedí un vaso con hielo. No tenían hielo, pero, solícito, buscó un recipiente. Me trajo una copa de champán, vacía. Saqué una botella de ron de mi maleta e Isabelita sintió vergüenza ajena. Me moría de ganas por tomarme mi primer ron en París, y elegí ese momento absolutamente distendido para servirme un Havana cinco años, que coincidentemente había comprado en Barcelona a un coterráneo del recepcionista. El hotelero se llamaba Ahmed, como era de esperar.
Ahmed resultó un tipo simpático que todo el tiempo bromeaba con ofrecernos una habitación doble en lugar de una matrimonial. Le brillaban los ojos, se reía amplio y cómodo, y rebuscaba palabras en español para demostrarnos su multilingüismo. A ratos saltaba al fútbol, cosa que a mí no me interesa en lo absoluto, pero sin dudas es un tema práctico para establecer con alguien un lenguaje universal. Como nos encontró tan cansados, de repente se le ocurrió que podíamos subir a otra habitación, pero sin bañera; o sea, con plato de ducha. Nos tocó bromear a nosotros:
-Mira, Ahmed –pedí a Isabelita que tradujera textualmente-: a nosotros nos da igual lo de las camas porque, si hay dos, las unimos, y lo de la bañera no es algo que nos quite el sueño. Lo que sí nos interesa concretamente saber es si hay secador de pelo.
Ahmed se partió de la risa. Dijo que sí, que había secador de pelo.
Al poco rato subimos en un ascensor en el que solo cabían dos personas y dos maletas de las verticales. Todo estaba enmoquetado; el pasillo medía metro y medio de ancho. Isabelita, que llevaba la llave, no pudo abrir la puerta de nuestra habitación, la 202. Lo intenté yo y abrí a la primera vez.
-Es cuestión de maña. ¿Tú nunca has estado en una posada?
-No, aunque tengo una idea por lo que me has contado-respondió Isabelita todavía asombrada de lo fácil que abrí el cerrojo.
Entramos a un espacio de unos quince metros cuadrados, incluyendo el baño y la bañera. Cama matrimonial, dos mesitas de noche, una encimera sin gavetas, una nevera minúscula que no arrancó jamás su motor, un televisor de catorce pulgadas sujetado de la pared por un pie de amigo, un pequeño closet (armario empotrado, para más señas), dos ventanales bastante grandes proporcionalmente con la habitación, un cuarto de baño con espejo sin enmarcar, bañera sin cortina –no era cuento lo de Ahmed-, secador de pelo y lo mejor de todo eran los apliques de la habitación. Eran tres. Absolutamente cursi, no por el estilo de construcción inspirado en el Art Noveau francés –unas placas de vidrio opalino bordeadas de metal-, sino por la forma. Al final no supimos exactamente si tenían forma de abanicos sevillanos o si eran biombos en miniatura. Pero eran pliegues, sin dudas. Isabelita me estuvo fastidiando todo el tiempo con los dichosos apliques.
Dejamos las maletas y nos tiramos en la cama matrimonial con la ropa puesta. Estábamos hechos un trapo viejo del cansancio y del estrés que nos obsequió el conductor suicida. Apenas yo había visto la ciudad del aeropuerto al hotel. Me pasé todo el trayecto vigilando el tráfico y a otros conductores suicidas. Pero estábamos felices y, sobre todo, sin un orden del día, sin una agenda que cumplir, excepto localizar a un amigo mío que una vez fue mi cuñado y al que hacía unos quince años no veía. Por la suavidad con que pasaba el tiempo, por la luz excelsa que entraba a través de las cortinas –debían ser las tres de la tarde-, aquellas cuatro paredes eran el paraíso, el lugar perfecto para hacer de nuestras vidas un rincón inamovible. Podíamos incluso dejar París para otro viaje estando en una habitación de París. Estábamos molidos del madrugón que nos supuso viajar hasta allí, hasta ese lugar impreciso que podía estar en cualquier lugar del mundo –incluso en Cuba- con un musulmán en la entrada que no aceptó un trago de ron por cumplir con su religión, y que no paraba de hacernos bromas con entrelíneas sexuales.
¡Si Ahmed supiera que tan pronto caímos en la cama, vestidos, Isabelita me pidió que le mojara los labios con ron almacenado en mi boca, y que esa súplica es casi a lo único que no me puedo resistir; que no cerramos las cortinas a petición de Isabelita, que se nos olvidó el cansancio y nos desvestimos como pudimos por la urgencia que teníamos de volvernos a encontrar después de un viaje en avión de una hora y media, y otra media hora de tensión sobre el asfalto en dirección al Edén Magenta; que nos olvidamos del mundo incluyendo a París; que una camarera, despistada, abrió sin tocar antes y nos encontró en la estratosfera de cualquier espacio, enroscados y desnudos como Dios nos trajo al mundo; que nos bebimos media botella y no bajamos a París hasta la media noche; que perdimos el desayuno del hotel siempre que estuvimos allí; que, en fin, vivimos París a nuestra manera!
De algo debe haberse enterado si es que tiene buena comunicación con la camarera. Suponemos que la tenga, o, más exactamente, deseamos que la tenga, porque en cada turno no trabajan más que el recepcionista y la camarera.
Al cabo de dos días, cuando marchamos, no lo habíamos vuelto a ver. A Isabelita se le ocurrió dejarle una nota en francés que decía:

Ahmed: gracias por tu recibimiento, que fue algo más que una recepción. Sigue practicando el castellano y algún día sáltate las reglas y tómate un ron a nuestra salud. Te deseamos buena suerte en la vida. Dejamos la copa de champán en la habitación porque no te encontramos. Un abrazo:
Isabel y Jorge.
P. D. El secador de pelo no funciona.


Primavera 2006

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Ay, Jorge! ¡Qué bien me lo he pasado leyéndote! Felicidades, me ha encantado.
Un beso muy fuerte para tí y para tu mujer.
Susana de Alex y Júlia

Jorge Ignacio dijo...

Gracias, adorable lectora. A ti y a tu bella familia. Yo también he disfrutado escribiendo. Fue hace algún tiempo ese viaje y aún no visitaba tu barrio. Mañana continúa el paso de esta pareja por París. Hay más anécdotas. Un beso a todos.