lunes, 26 de julio de 2010

Toda una vida



He tenido dos contactos directos, físicos, con Fidel Castro.
El primero ocurrió en los lejanos años ‘70 del siglo pasado, una mañana de sol de un día 26 de julio. Mi escuela primaria, enclavada en las inmediaciones de la Plaza de la Revolución, muchas veces sacaba las castañas del fuego a los organizadores de actos masivos en fechas conmemorativas. Necesitaban niños uniformados a última hora y nos iban a buscar al colegio, porque nosotros siempre estábamos dispuestos a subir a un autobús y olvidarnos de las clases, cantando letras patrióticas durante el trayecto. Además, en mi escuela –uno de ellos en mi clase- estudiaban los hijos de Raúl Castro, y supongo que al padre y al tío de éstos les gustaba que sus familiares más pequeños salieran en las fotos de actos políticos que se hacían en el ámbito del Comité Central. Ahí estaban, cómo no, los fotorreporteros de Bohemia, toda una institución esta revista en materia de archivo fotográfico, donde a la vuelta del tiempo fui a parar emplantillado como periodista.
Pero bien, el caso es que, en la preparación de una foto, Fidel Castro me arregló la boina porque parece que la llevaba torcida, o mal puesta. Seguramente a él no le gustó mi estilo de encajarme ese complemento que yo tanto odiaba. Me quedaba mal, me molestaba frente al espejo. Y acentuaba mis orejas, que hablar de ellas, o mirarlas en el espejo, fue algo inmensamente sufrido durante mi niñez.
Muchos años más tarde, cubría una Feria del Libro de La Habana, en PABEXPO, cuando de repente apareció aquel hombre uniformado y se armó un gran revuelo en el recinto ferial. Me costó reaccionar, darme cuenta de que si no llegaba con la noticia a la redacción de Granma estaría frito. Así que me metí en el grupo que lo rodeaba y saqué del bolso una grabadora de mano y extendí el brazo hasta colocarle el micrófono lo más cerca de la boca que pude. Su escolta personal no mira quién es quién, no pregunta, no se anda con tanteos. Simplemente actúa con dureza. Me pasé todo el tiempo mirando las uñas largas y arregladas de ese hombre impresionante que se había convertido en un espectro sobrenatural, en un bulto deshumanizado con el que era difícil conversar, porque no dejaba hablar a nadie.
Sabiendo esto, me dediqué a grabar y a mirar, a asegurarme de que la cinta del magnetófono diera vueltas y que el bombillo rojo estuviera encendido. Después, en el carro, me dolían aún las costillas ya que uno de los escoltas me mantuvo un codo encajado todo el tiempo.
Tiempo después, aquí en Barcelona, cuando anunciaron su enfermedad intestinal y que en su lugar quedaría Raúl Castro, le escribí una carta de despedida porque pensé que había llegado su fin y, además, sentí que ya debíamos dejar de pensar en él y continuar haciendo nuestras vidas, sin arreglos, sin boinas, sin retoques militares.
Entonces, yo vendía televisores, entre otros electrodomésticos. Recuerdo que estaba cerrando una venta con una mujer muy guapa cuando salió la noticia en el mismo aparato que estaba mostrando. Por supuesto, perdí esa venta porque verlo intempestivamente me desconcentró y el rostro y la actitud se me transformaron hacia un lado agrio que la clienta no entendió.
Hace pocos días, cuando estuve en La Habana, pregunté a mis amigos cómo se lleva la vida sin el rostro de este hombre en la pequeña pantalla doméstica. Me contestaron que estaban desorientados, que habían perdido esa referencia que es la que indica que todo sigue igual. El cubano se ha acostumbrado a una vida marcada por patrones de prueba y uno de ellos lo fue siempre, sin lugar a dudas, la cara de Fidel Castro. Ahora están medio perdidos porque, dicen, su hermano no sale tanto en el televisor, no habla casi, no tiene nada qué decir y lo que dice lo lee de un papel.
Sin embargo, para no perder las referencias, el camino, vuelve a salir Fidel Castro en varias apariciones sucesivas. Se le ve muy cansado, hecho lógicamente un anciano flácido aunque con la misma mirada enloquecida de siempre. Hay videos circulando por Youtube que muestran al anciano moviendo los dientes, ajustándose la dentadura postiza en plena grabación y ensalivándose los dedos para pasar las páginas de su discurso actual. Pienso que la senectud no tiene por qué ser decadente si la persona no lleva detrás tantos atropellos, genocidios y muertos hundidos en las profundidades del estrecho de la Florida.
Hoy es una de sus fechas preferidas y es posible que, en el momento de escribir estas líneas, Fidel Castro se prepare, bastón en mano, para aparecer en una tribuna.
Como queda demostrado, seguimos pensando en él aunque nos propongamos lo contrario.


Pie de foto: De izquierda a derecha, un servidor y su hermano mayor, ambos en edad escolar.



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