martes, 6 de julio de 2010

Los sobrevivientes (III)



Elenita fue la maestra de casi todo un barrio del Vedado. Hoy, sus alumnos de primaria oscilan entre los treinta y los cuarenta y cinco años de edad, de manera que ella sobrepasa los setenta.
Era una mujer elegante y con unos modales exquisitos; más que refinada, poseía el don del equilibrio en sus maneras de tratar a los niños y a los padres en cualquier lugar en que los encontrara. Alternaba con esa rectitud de institutriz que terminaba siendo miel en el paladar de, al menos, tres generaciones de cubanos, varones y hembras.
Su peinado era compacto y elegante, siempre recogido hacia atrás para dejarle el rostro totalmente despejado. Llevaba pendientes de alguna piedra verde anunciando la esperanza, ese futuro prometedor que en sus labios, en sus manos, parecía siempre posible, parecía tan tangible toda vez que ella lo había dejado todo –excepto la elegancia- para dedicarse a los demás.
Era una solterona dulce y tierna que se dedicó a sus sobrinos entregándoles la educación y el cariño suficientes para que éstos no la olvidaran jamás. Su casa, un apartamento amplio y luminoso construido con ganas a orillas del Malecón, estaba poblado de niños hasta las nueve de la noche, alumnos suyos a los que ella repasaba en horas extras sin cobrar nada a cambio. Recibía a cambio un buen resultado docente, una sonrisa de los niños y de sus progenitores y, cada año, una tarjeta de felicitación por el Día de las Madres, que lo era sin haber parido.
Era una rara avis, una gente de antes que vislumbró en la mal llamada Revolución Cubana un tiempo de esperanza.
Han pasado casi 45 años –mi edad, porque ella me vio nacer- y estoy sentado en el balcón de mi padre mirando el mar, una mañana serena aunque tórrida, de esas cuyas brisas calientes uno no sabe exactamente si desearlas o repudiarlas. Estoy de paso en La Habana, asustado por una terrible enfermedad que han diagnosticado a mi madre y prefiero pasar desapercibido por el vecindario. No tengo cabeza ni tiempo para casi nada ni nadie. Me embarga una terrible tristeza al ver mi ciudad hecha añicos, remendada con rejas diferentes, trajinada por el salitre como siempre pero falta de mantenimiento, necesitada de un abrazo sincero. El ascensor del edificio, como casi siempre, espera una pieza insoluble para echar a andar. Esto obliga a que nos crucemos por la escalera los vecinos nuevos y los de toda la vida. Pronto tendré que bajar e ir al hospital para ocuparme de mi madre.
Estoy pensando en cómo era todo antes cuando suena el teléfono:
-¿Jorge?
-Sí.
-Jorge, soy Elenita…
-¿Elenita?
-Sí, la del piso cinco, tu maestra de primaria.
Se me hace un nudo en la garganta. Trago en seco y tomo aliento. Sé que me pedirá que baje a verla. Sé que verla es ver su casa, su entorno actual, su soledad, en lo que ha quedado esa elegancia de antes que prefiero conservar en mi mente con los colores y olores de mi infancia. Me dice que la puerta está abierta, que baje, que tiene muchas ganas de verme. Hago un esfuerzo y lo hago por ella, por esa voz apagada, temblorosa que encuentro detrás del hilo telefónico. Me imagino el desastre y no sé si aguantaré un golpe más. La decadencia es algo que no soporto, más si sé bien que se trata de una decadencia impuesta por el abandono total de una falsa Revolución. Sé que sus sobrinos se marcharon del país hace lo menos veinte años e intuyo que no se ocupan de ella, que no le envían dinero para que la pobre Elenita pueda comprarse algo, ya sea un perfume, un set de maquillaje o un poco de leche en polvo en el mercado negro. Sé perfectamente que su pensión, unos diez dólares o CUCs como mucho al mes no le alcanzan para nada. Me hago un lío en la cabeza pensando en que me voy a encontrar una viva estampa de la película Los sobrevivientes, esa magistral obra de Tomás Gutiérrez Alea que, en el año 1978, vaticinó en clave de humor negro todo esto que está pasando.
Le digo que sí a Elenita llenándome de valor, luchando contra el egoísmo y asegurándome de que un beso en su mejilla sería incluso más grande que una tarjeta de felicitación por el Día de las Madres.
Bajo las escaleras tosiendo porque los nervios estaban a flor de piel. La puerta está abierta, pero antes de la puerta hay, también abierta, una reja corrosiva que nunca estuvo ahí. Entro y la abrazo, la beso en la mejilla. Nos quedamos de pie sin saber por qué. Elenita está envejecida y triste, le han caído de golpe unos veinte años; sus manos ya no están arregladas, su pelo tampoco, su elegancia se ha perdido entre un marasmo de roturas que rodea la casa. El sofá de siempre está raído, resistiendo todavía los embates del tiempo. Los adornos son los mismos aunque de otro color. La mesa del comedor está donde mismo, las sillas igual, el televisor es lo único nuevo que hay, un televisor chino marca Panda. Sé perfectamente que para pagarlo tendrá que abonar casi toda su pensión. Me asombra ver el fútbol, el mundial, en pantalla. Pensé que Elenita era la única en esa ciudad que no vería el fastidioso mundial. Estaba harto de mundial. Harto de la voz de esos narradores sabios que están en todas partes como si sus palabras ubicuas fueran un salmo impostergable.
Los grandes auriculares de los narradores del fútbol es lo único análogo, lo único que encontré coherente con esa casa detenida en el tiempo. Me espantó ver todo en el mismo lugar, enmohecido y sucio como si nadie hubiera habitado ese lugar en veinte años. El corazón me latía aceleradamente y yo quería salir de allí. Me dolía ver a mi maestra con sus muebles rotos, con lágrimas en los ojos, pidiendo auxilio de amor. ¿Quién tenía la culpa? ¿El tiempo? ¿Sus sobrinos? ¿La Revolución? ¿Yo y todos los que nos marchamos?
¡Qué dolor, Elenita!
Estuve diez minutos, no más. Me pareció humillante dejarle dinero.
La volví a abrazar en la puerta. Sus buenos modales no habían desaparecido. Me dejó en las manos un papelito escrito con su puño y letra para que me comunicara con sus sobrinos y les dijera de su parte que los quiere. Me miró a los ojos sin temor a nada, como quien ya no espera más que un partido de fútbol programado a una hora exacta.
Podía haber huido de aquella escena sabida de antemano, pero no la evité y hoy pienso que hice bien. No sé cuándo volveré a La Habana aunque seguramente Elenita ya no estará.
-Escribe, hijo- le oí decir antes de que cerrara la reja y la puerta de toda la vida.

(Continuará…)

Foto del autor tomada de la televisión cubana.


2 comentarios:

Silvita dijo...

Yoyi, viejo, qué me haces. No te leo más en el trabajo, porque aparte de ser una indisciplina... me partes el alma y no me sale la sonrisa que aliva el dolor de "mis viejitos" enfermos, según ellos.
Me alegró que la fueras a ver!
Besitos a ti y a Maria!

Jorge Ignacio dijo...

sí, creo que hice bien, silvita. esta historia es real. un fuerte abrazo.