viernes, 25 de marzo de 2011
Cuatro tanquistas y un perro (II)
El nombre utilizado para el animalito no era casual. Fue una especie de enmascaramiento por humo –una cortina subrepticia- de cara a la compañía que, si no recuerdo mal, tenía siete dotaciones completas. Cocuyo era el apodo que llevaba el cargador de mi tanque, pero no se le podía decir de frente porque se enfadaba mucho. Es por esto que se nos ocurrió nombrar así al perro para no molestar a nadie directamente y, de paso, no se perdiera el gracioso sobrenombre de un insecto de campo.
Mi cargador era de apellido Fustier, natural del reparto Juanelo, en el capitalino municipio de San Miguel del Padrón. De verdad parecía un cocuyo. Su cuerpo era de extrema delgadez, la piel negra, brillante, y los ojos salidos como dos bombillas ahorradoras, de esas que gastan poco pero alumbran increíblemente mucho, con las esferas abultadas y blancas como la masa de coco. Era guapetón, pero no en el sentido español que alude a la belleza física; sino en la línea popular del léxico cubano, que se refiere, a veces, al coraje. Sus manos volaban como si fuera un ilusionista dentro de la mole de hierro, metiendo proyectiles en la recámara y sacando vainas calientes del nicho del retroceso, para que no se atascara el procedimiento y pudiéramos disparar más. Es cierto: a veces, el mando superior nos medía por la cantidad de proyectiles usados en combinación con la de blancos abatidos, por lo que había que ser rápido y tirar hacia adelante en los sentidos de traslación, balística y arrojo. El tiro nocturno era una fiesta de pirotecnia verdosa (las ópticas infrarrojas se ven, paradójicamente, verdes), aderezada con fantásticas conversaciones a través de la radio, teniendo claro, eso sí, el botón que apretaba el jefe de tanque. En el conmutador, una posición era para la comunicación interna y otra para hablar con los jefes de la plana mayor, teniente coroneles, coroneles y generales.
Estos últimos no debían enterarse de nuestras bromas dentro la máquina, aunque, debo confesar, alguna vez apreté incorrectamente el conmutador.
Estoy apelando a la memoria, así que disculpadme si no recuerdo bien algunos datos técnicos. De los 43 proyectiles de 100 milímetros que llevaba el tanque, Cocuyo, digo, Fustier, se bailaba la mitad si uno no estaba por él. Acostumbraba a ponerse el casco de lado –solo para simular que lo llevaba, o tal vez por guapería- y los auriculares no le ajustaban, por lo que no me oía.
-¡Para ya, para, para!- le gritaba con señas adjuntas en medio de un ruido ensordecedor provocado por su artillería y el ruido del motor.
Por supuesto, cada vez que Cocuyo cargaba, Mirelles apretaba el disparador…y daba en muchos blancos. De manera que todo era una fiesta nada comprendida por el pobre animalito tembloroso, orinado, que llevábamos en un compartimento ubicado debajo de los pies de Fustier. El cargador -¡pobre Fustier!- era el único que no tenía aspillera, de ahí que se perdía ese campo lunar del que los otros podíamos dar fe, todo verde claro, y el suelo como dunas interminables. Así que Cocuyo iba por faena. Parecía una envasadora de atún, una cadena de montaje de autos o algo similar, pero llevada por una sola persona. No tenía la más mínima vocación militar. Su objetivo principal era que pasaran rápido los tres años de servicio y tener las botas lustradas como charol. Quizá por este motivo no le gustaban las maniobras –además de que no veía nada- y metía proyectiles dentro de la recámara sin reparos, con unos guantes de amianto que se había buscado para que el casquillo, que casi le llegaba a la cintura, no le quemara las manos.
Mirelles y el conductor/mecánico que teníamos, los dos guajiros, le daban caña indirectamente hablándole al perro que, por casualidades de la vida, era negro azabache y peligrosamente escuálido cuando lo encontramos. Para dormir, montábamos una casa de campaña con lonas donde nos indicaban emplazar. Esa es una de las ventajas que tiene un tanquista con respecto a un soldado de infantería: siempre vamos con nuestra casa a todas partes. Aquella vivienda, casi hogar, pesaba 36 toneladas y era un polvorín itinerante.
Me consta que, al margen de las bromas que le hacíamos a Cocuyo –a Fustier, quise decir-, lo queríamos y lo cuidábamos como a una piedra preciosa. De su manipulación rápida, ciega, dependía que voláramos en veinte mil pedazos.
(Continuará…)
En la foto, un T-55 utilizado en Afganistán. Los soviéticos surtieron de esta poderosa máquina a todas sus dependencias; algunas, incluso, devolvieron el “favor” a cañonazos.
El T-55 comenzó a construirse al terminar la Segunda Guerra Mundial. Sustituyó al histórico T-34 del ejército rojo.
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