lunes, 14 de marzo de 2011
Nacerá el sol, una vez más
De pequeños, en tiempo de clases, nos encantaba trasladarnos hacia el balneario de Tarará, para continuar allí las materias en un emplazamiento a cielo abierto, con nuestros profesores de siempre y la ilusión de tomar yogures a borbotones por las noches. No sabíamos entonces que ese mismo lugar iba a ser un centro de curación y recreo para niños ucranianos, víctimas del terrible accidente nuclear ocurrido en 1986 en las cercanías de Kiev.
Luego, los vimos llegar y compartimos mar con esos inocentes que, para nuestro total asombro, llevaban las cabezas rapadas y el cuerpo manchado de vitiligo. Eran recién nacidos o nacidos después en la zona radiactiva, pero se les veía felices, jugando con las pequeñas olas espumosas que entrega el Mar Caribe cuando toca esa arena blanca de la costa norte de Cuba. Esos niños –me los encontré todavía de adulto en Tarará, porque mi familia conservaba una casita en esa playa cercana a la capital- tendrán hoy cerca de veinte años. Yo no los he podido olvidar nunca, en primer lugar porque me pareció trágico tener que viajar desde tan lejos para tomar el sol y jugar con la arena.
Los he vuelto a recordar viendo las imágenes dantescas del terremoto de Japón, las imágenes del mar de leva o tsunami que sucedió a ese desastre natural para el que no encontramos más que compañía espiritual en la distancia. Hay pueblos enteros desaparecidos bajo el agua salada, gente deambulando entre el barro y barcos estacionados en los semáforos de las ciudades. De la misma manera desparecieron trenes que, lógicamente, circulaban por tierra. Es altamente asombroso lo que está ocurriendo con la naturaleza en diferentes confines del mundo. Es para asustarse de veras. Y ahora, para colmo, los nipones vuelven a sufrir el acoso nuclear.
Estamos a la espera de que se enfríen los reactores de la ciudad de Fukushima para poder respirar sin que se nos cierre el pecho. Japón es un ejemplo de perseverancia, aplomo y diplomacia en la historia de la humanidad, aún cuando sus emperadores algún día decidieron invadir la Manchuria y este capricho expansionista provocara la Segunda Guerra Mundial. Pero el pueblo de Japón, luego de ser blanco de las bombas atómicas, supo hacer las paces elegantemente con los norteamericanos. Y luego les vendió a los gringos su tecnología electrónica y automovilística (de las mejores del mundo).
Piedra a piedra –en el mejor estilo oriental-, Japón se convirtió en la tercera potencia económica del planeta y estamos seguros de que volverá a sacudirse el polvo de encima en poco tiempo. Eso no nos preocupa tanto como el recalentamiento de los reactores nucleares. Recemos –en el mejor estilo oriental- por que los cielos, aguas y tierras en el país del sol naciente no carguen otra vez con el veneno de la energía atómica. Los niños, esos “locos bajitos”, no merecen manchas de laboratorio en su piel.
Foto toma de El País digital. Y Shimbun (AFP).
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