viernes, 29 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (VI y final)



Coexistir en Miami con Ricky Martin no estaba previsto en mi agenda de viaje; pero parece ser que las ánimas peregrinas tienen una fecha planificada bajo el mismo cielo, antes de entrar al purgatorio y cantar de un tirón todo lo que han hecho en esta vida. Para mí, llegar a Miami era como llegar a La Meca, después de muchas horas de radio escondidas en la cocina, escuchando las noticias, en onda corta, que se producían allí, a tan solo 90 millas de mi casa de La Habana.
Era también volver a los recuerdos de la FM en Inglés, con los Hits Parades de los ´80 que mis amigos y vecinos del edificio seguían a punta de lápiz. Era retroceder en el tiempo lo menos treinta años, mirar un cielo azul desde el observatorio de mi padre, donde había lentes de aumento que buscaban el horizonte, aquella línea divisoria que partía nuestro mapa y que ubicaba al “enemigo” detrás. He tenido que dar la vuelta –siempre he dado vueltas para lograr las cosas- y viajar desde Barcelona hasta La Florida, en busca de unos recuerdos de infancia que por supuesto encontré. Mi padre ya no está del otro lado de hilo telefónico, y esa circunstancia terrible me hacía perder casi la mitad del viaje, porque sin su nivel de escucha –sin su ayuda, es lo mismo- aquel lugar donde viven tantos desterrados me parecía un destino cualquiera, a sabiendas de que no era así.
En ausencia de mi padre, en Miami debía buscar un padrastro, decenas de amistades y un primo de mi madre. Pero, aun teniendo sus números de teléfonos, no llamé a los parientes y me concentré en los amigos de todas las etapas de mi vida. Todavía no sé por qué lo hice así. Lo cierto es que me dejé llevar por el tiempo, por las horas, y me organicé una selección de personas nada excluyente, toda vez que sentí que llegaba a mi casa cuando se abrieron las puertas del avión. El mismo olor a humedad, a hierba picada; el mismo calor de La Habana y los mismos gestos de toda la vida en la fila del control de emigración.
Me había puesto un jeans, una camisa blanca, una americana beige de lino y unos zapatos marrones de Purificación García que mi mujer me compró en una exclusiva tienda de Passeig de Gràcia. Lucía con gusto, sobre todo, mi pasaporte español, que, en mi caso particular, era el resumen de diez años de exilio político, social, cultural y económico; era el librito de pequeño formato que quise llevarle a mi padre como compensación de mi ausencia y no me dio tiempo. A pesar del calor del aeropuerto, no fui capaz de quitarme la americana porque pensaba que mi viejo me estaba observando a través de aquellos lentes de aumento instalados en su balcón, desde donde no perdía de vista el mundo sin tener que pedir permiso. Pasé entre las banderas norteamericanas que están en todas partes en ese país; pasé tranquilo ante los ojos de un funcionario de emigración más latinoamericano que yo, porque en diez años en Barcelona me había alejado de mi mundo y él en Miami, en cambio, continuaba en el suyo. Podía ser cubano, pero eso daba igual. Yo sabía que no habría diálogo amistoso con un funcionario estadounidense que estampa timbres de entrada al país. Yo también soy cubano y seguramente el hombre lo supo por mi acento.
Acababa de pasar la frontera y llevaba a mi padre siguiéndome los pasos, mi padre que nunca llegó a pisar esa tierra y sin embargo se la conocía como las palmas de sus manos. De allí salió siempre la información prohibida que acompañó a su generación y a la mía en todos nuestros largos años de censura ideológica. Aquella siempre fue una plaza importante, que lo mismo serviría para purgar la imagen de un artista como Ricky Martin, luego de reconocer abiertamente su homosexualidad, que para aclarar los compromisos sentimentales de un cubano anónimo que viaja por el mundo con pasaporte español.

Foto del autor
Los taxis amarillos de New York fueron pasiones imaginarias de mi padre, al punto de atesorar un long play con conversaciones en inglés de un taxista con sus clientes en la Gran Manzana. Aquí le envío a mi padre un taxi de Miami, de servicio por ese sur norteamericano que para nosotros siempre fue un norte importante.

Nota: Agradezco infinitamente las atenciones de Eduardo José Fernández para la realización de este reportaje.

3 comentarios:

Luis dijo...

He leido sus post sobre la visita a Miami y a pesar de haber visitado esa ciudad varias veces, me resulto muy agradable volver a revivir esas sensaciones que se sienten, en particular con este post me identifico mucho, pues he experimentado cosas similiares. Slds desde USA (no vivo en Miami)

Jorge Ignacio dijo...

Saludos, Luis. Me alegra haber compartido sentimientos con usted. Le deseo suerte en la vida, desde Barcelona. Gracias.

Mario dijo...

Tuve la suerte de conocer la mencionada ciudad del estado de Florida y ha sido increíble. Me encantaría poder conseguir vuelos promocionales para poder volver a Miami y disfrutar de las bellas playas y el calor de la zona