El piano man que endulzó las noches de nuestras escuelas al campo, en
los ochenta trasnochados, apareció en la tele norteamericana como estrella
central de un show que transmitieron anoche desde el Capitolio, en Washington,
celebrando el 4 de Julio.
Barry Manilow estuvo y
está en nuestro imaginario permanente, mezclado con sambumbia , salsita y arroz
con pollo; o siendo exacto: mezclado con agua de chícharos y pescado en lata,
que era lo que nos daban en los campamentos.
La memoria, más justa
que muchas manifestaciones de la vida misma, tiene al vocalista en un altar,
por ser uno de los precursores del primer amor, del besito furtivo en los
labios, del agarrao por la cintura que luego, tristemente, desaparecía cuando
ella te subía las manos.
A Mandy (1973) no había Dios que se resistiera, ni Diosa, por muy
divina. Esa canción solía entrar a altas horas de la noche, precisamente con
esa sambumbia que teníamos por ron haciendo olas en la mente –esperándola-, y
por supuesto en las pieles de gato de aquel entonces.
Una novia cuyo nombre me
reservo debe acordarse de que iba a visitarla atravesando campos solitarios,
bajo la luna llena, y de que llegaba antes o cuando estaban poniendo Mandy.
Así era el amor,
entonces, de juguetón, terrible también cuando no era correspondido.
De Barry Manilow se
sabía que era un rubio narizón con la boquita apretada, pero nada más. Era,
además de Mandy, Copacabana, y Copacabana no
significaba un lugar a la orilla del mar, sino una conga.
Con la conga dábamos la
vuelta al campamento en una especie de orgía, y para finales de la canción ya
habíamos corrido a las casas de tabaco y habíamos olvidado Mandy, más que todo porque no hacía falta para nada.
En fin, que Barry
Manilow era un espectro divino. O mejor dicho: una voz.
Foto: Barry Manilow anoche en la televisión norteamericana
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