miércoles, 15 de agosto de 2007

El pollito de Jessica


Una jurista argentina que cursaba su doctorado aquí, en la Pompeu Fabra, vino a verme a casa porque buscaba una habitación. Vino a través de una amiga común. Todavía no he llegado al punto de colgar un cartel en la universidad, aunque ganas no me han faltado. Después de que conocí a Marcela -¡con ese nombre tenía que ser argentina!-, supe que no había una estudiante mejor que ella. Y tuve la sospecha de que no iba a tener en mi buhardilla una inquilina mejor. Estoy por recordar una tarde tan feliz como la que pasé con ella en mi casa y no la encuentro. Me cuesta encontrarla. Mi amiga me había dicho que era muy guapa y ciertamente lo era, pero de acuerdo con los cánones de belleza cubanos: caderas anchas y la piel y los rasgos tipo indio, lo que allá en la isla sería la descripción de una típica baracoense, que son las mujeres más bellas que ojos humanos hayan visto. (Esto último no lo dijo Colón; lo digo yo). Pero, claro, su belleza no es precisamente la que buscan los hombres de aquí. Mejor para ella, ¿no?, pues, según me aseguró, su paso por Barcelona se ceñía única y exclusivamente a los estudios. “¿Pero no te puedo invitar al cine?”, le pregunté figurando un tipo light que quiere hacerse pasar por guía de turismo. “Más adelante”, me dijo. Una evasiva, por supuesto. Hablamos de literatura, de Cuba, de su país, de Barcelona, de los barceloneses, de los españoles, del Estatut, de los Papeles de Salamanca (que ya no son de Salamanca), del Derecho Internacional y de la emigración, entre otros temas más ligeros. Se tomó un café amargo y yo un vino tinto. Mientras tanto, aproveché para hacerme el interesante y le dije que había jurado no alquilarle nunca más a una mujer.
-¿A quién se lo juraste?- preguntó.
-A la virgen de Montserrat- me salió de pronto.
-¿Y por qué a ella?
-Porque es la que más cerca tengo. Sólo por eso.
-Bien, entonces vendré a tomar café alguna otra vez, y nada más- aseguró con la vista esta vez perdida en la lejanía del paisaje de mi ventana.
-No, por Dios, puedo cambiar de parecer...Tú me inspiras confianza- me lancé.
-¿Qué te ha pasado con las mujeres en esta casa?
-Con las mujeres muchas cosas, pero me refiero a la mala experiencia de una inquilina que tuve. De ahí parte el prejuicio que tengo.
-¿Qué fue lo que pasó, si se puede saber?
-Era una chica joven, de unos 20 y pocos años, a la que, según ella, sus padres habían echado a la calle. Yo la recogí envuelta en llantos. Me explicó que no la comprendían, que se había rebelado porque la vía del diálogo estaba agotada. Entonces, en una oficina de correos, donde la conocí, le propuse que compartiéramos piso hasta que la tormenta pasara, y así ella me ayudaba con los pagos de la casa. Al principio todo fue bien, tranquilo. Trajo pocas cosas, ciertamente. Entre sus pertenencias venía una planta de cannabis que era como su criatura. Y una buena colección de discos de actualidad. Se levantaba tardísimo, contra reloj, y yo le dejaba la ducha libre para que no llegara tarde al trabajo. Salía por la puerta a medio vestir, arrastrando los bajos de los pantalones y con el casco de la moto ya puesto.
-¿Dormía con el casco?
-No, pero una vez la vi salir del baño con el casco encajado en la cabeza.
-Perdona. Sigue.
-Pues su habitación, a cuyo interior no quería mirar pero se me iba la vista, era un nido de gallinas. Había siempre tangas por el suelo, hechos rollitos, y no precisamente de primavera, porque era verano.
-¿Y cómo sabes que eran tangas?
-Por el color o los estampados de las piezas. Esas tangas, que en Cuba se llaman hilos dentales, yo las tendía al sol con bastante frecuencia, porque la niña ponía una lavadora y se perdía tres o cuatro días. Y siempre terminaba yo tendiendo su ropa. Primero porque me hacía gracia, la verdad; luego porque consideré que ella estaba demasiado liada y a mí nada me costaba ayudar; y luego por que no se pudriera la lavadora. Ya te digo: incluso me hacía ilusión tender su ropa interior. Me parecía tierno. La tendía con delicadeza, aunque, a decir verdad, no había mucha tela por donde sujetar las tangas de la niña. Eran mínimas. Lo que nunca hice fue recogerlas del suelo de su habitación y desenrollarlas. Hasta ahí no llegué.
-¿Cómo se llamaba la niña?
-Jessica, se llamaba Jessica. Por la actriz norteamericana, me contó ella.
-Tengo entendido que los españoles son muy antiyanquis.
-Eso es una hipocresía. ¿Dónde está ingresada de gravedad Rocío Jurado en estos momentos?
-¡Qué sé yo!
-En Houston. ¿Y adónde van a hacer sus doctorados los españoles que pueden permitírselo?
-A los Estados Unidos, es verdad. Eso me ha llamado poderosamente la atención. Yo vine a Barcelona porque la universidad esta goza de mucho prestigio en Argentina. Y los de aquí se van a otro lugar. Es curioso.
-Sí, el mundo se mueve así.
-¿Y qué te pasó finalmente con Jessica?
-Que un domingo trajo a un amigo a comer a casa y compró un pollo asado y se lo comieron entre los dos y no me invitaron. Yo tenía dudas de si un hecho así es lógico cuando uno convive con alguien que no es tu pareja, o si se trataba de una mala educación. Si al menos me hubiera preguntado, por cortesía, “¿gustas?”, me hubiera dado la oportunidad de decirle que no, pero me sentí avasallado en mi propia casa. ¡Y más tratándose de un pollo!
-¿Qué te pasa con el pollo?
-Bueno, esa es una historia que se me repite, que me trae malos recuerdos y que no te voy a contar ahora. Entiéndeme: no es que yo creyera que merecía su comida porque tendía su ropa interior; es la mala educación lo que me mata. No lo pude superar, una vez más, y le pedí a Jessica que se fuera cuanto antes de mi casa. Volvió a llorar como cuando la conocí y entonces supe de cuajo que la del problema era ella, que tal vez sus padres se habían cansado de su dejadez. Aunque, por supuesto, echarla a la calle es una posición muy radical.
-¿Y si Jessica te mintió?
-Pudiera ser. Creo que eso pudo ser perfectamente posible, porque recuerdo que, cuando el padre subió a ayudarla a recoger sus matules –la plantica de cannabis ya se la había fumado-, el hombre no me miró a la cara. Hizo ese gesto tan desagradable de darte la mano sin mirarte. Creo que sentía vergüenza.
-Pues mira: Yo no fumo, sí tomo bastante café, pero lavo mi ropa interior cuando me ducho. Y no voy en moto, lo cual quiere decir que mi velocidad interior es más reposada. Porque lo de la velocidad se pega. ¿Lo sabes?

Marcela era encantadora. Me recomendó algunos libros de autores argentinos para paliar la nostalgia. Era juguetona; más al final de la conversación que al principio; sin embargo, no hubo manera de que aceptara mi invitación al cine. Tuve la impresión de que estaba casada, pero, claro, eso no se lo pregunté. Me quedé a la expectativa de su llamada para saber si por fin venía a mi casa a hospedar su doctorado. Estuve a punto de comprar un café cubano carísimo en la sección de gourmet del Corte Inglés. Al cabo de una semana y algo más me llamó. Me dijo que ya estaba ubicada y que lo del cine era imposible por el momento.
-¿Pero conseguiste habitación en algún lugar?- me apresuré.
-Sí, tengo un cuarto muy limpio en las dependencias de unas monjas.
-¿Gratis?
-¡No, hijo, me cobran casi lo mismo que tú!, pero estoy más tranquila.
-¡Vaya! ¿Tan peligroso te parecí? Ni siquiera te pregunté qué tipo de ropa interior usas, ¡y mira que el tema de conversación se prestaba!
-Jorge, yo estoy haciendo un doctorado, y me cuesta un ojo de la cara. No puedo permitirme la más mínima digresión. ¿Nos tomamos un café otro día?
-Por supuesto que sí. Te deseo suerte, Marcela. En el fondo yo tengo algo de cura. Conmigo no te hubiera ido tan mal.



Febrero 2006

No hay comentarios: