lunes, 20 de agosto de 2007

Nocturnidad


Hace años que estoy en esta ciudad deseando hacerlo. Cada verano siento que se me va la vida encerrado en cuatro paredes tranquilas y cómplices. Las noticias de los periódicos, de los telediarios multiplican las cifras de todo lo que se mueve a mi alrededor, como si el mundo creciera incontroladamente, y creo que no cuentan conmigo. Mis amigos narran estas fechas de hoy con tremendismo; unos porque se fueron a pasar las vacaciones a confines del planeta riesgosos o, en su defecto, plácidos, y otros porque le sacaron el jugo a la ciudad donde vivimos. Ahora estoy aquí dispuesto a no escuchar a alguien que me hable del orden habitual de las cosas, pues para eso no hubiera salido de mi casa. Sé perfectamente que las paredes de mi casa, restauradas a dúo con mi mujer, pueden ser flexibles en la medida en que mi pensamiento se abra en muchas direcciones. Sé además que la ciudad es una espacio dúctil porque ninguno de los que estamos aquí para habitarla transcendemos, al menos en el sentido estrictamente asombroso. Estamos en nuestros barrios para dar cuerpo a la fisonomía de la cuidad, para cambiarla intuitivamente. Pero no somos imprescindibles. Sólo coincidimos con otras personas que dan cuerpo al igual que nosotros. Y apenas nos rozamos, ni siquiera nos miramos el resto del año. He venido al carnaval para que la historia de esta gran urbe me cuente cuando se hagan los números del balance anual. Noto que cada vez somos más viniendo con las mismas intenciones, ya sea porque no nos pudimos marchar de aquí este mes, o porque estamos muy cómodos en nuestras casas con nuestros seres queridos, incluyendo a los animales afectivos y al ordenador. Aquí, sin embargo, la gente se ve alegre, te toca, te roza, te exprime, te besa con la mirada, te posee con un pase de aliento. El ambiente es rico. Cuesta mucho ver a la gente desinhibida, cientos, miles de gentes dispuestas a bailar en el tamiz de las cervezas y los orines, con el sudor de agosto ofrecido impúdicamente, mezclado con la lluvia que nos enviaron los dioses para que frenemos este delirio. El arco del empeine, un poco más abajo del ombligo, está descubierto en la mayoría de las mujeres. Es un paisaje húmedo que casi se puede tocar. Hay quien lo tiene encima jugueteando con ritmo, haciendo fricción y calentando más los ánimos de perderse en esta cuesta atrevida. Porque las calles suben –o bajan- en dependencia del punto de vista. La policía está retirada del centro de la fiebre, permitiendo todo, o casi todo, lo que no sea una reyerta. Esto es muy parecido a un sueño surrealista en el que mezclamos personas de toda nuestra vida, en posturas incómodas para recordar, ambiguas figuras que se atreven con lo prohibido. Aquí, aunque parezca mentira, está hecho el descanso del cerebro. Se puede tocar. A mí me sienta como una borrachera desenfocada, y lo vivo a fondo porque sé que la desconexión de mi mente es necesaria como terapia. Bajo en dirección hacia mi casa –sé que bajo- suavemente, cansado de verdad. Hay una chica orinando a mi lado y creo que no le importa que la vean. Ahí la dejo mientras le doy la espalda, no solo a ella, sino también al carnaval sin máscaras que ocurre en esta cuidad todos los años, en estas mismas calles que se cansarán algún día del desparpajo. Mis sandalias se quejaron finalmente. Eso fue anoche. Hoy me enteré por la televisión de que la policía tuvo que intervenir en la verbena del barrio de Gracia, al parecer poco después de pasar yo.

Verano 2007

2 comentarios:

Ivis dijo...

Lo de la chica es verdad, yo estaba y también la ví. Hemosa crónica. Besos.

Jorge Ignacio dijo...

Menos mal que puedes dar fe, Ivis, pues hay quien cree que reflejé una bacanal. Un abrazo.