jueves, 24 de marzo de 2011
Cuatro tanquistas y un perro (I)
Mi jefe de tanque, de apellido Mirelles y nacido y criado en Media Luna, en el oriente del país, pasó a ser el artillero; o sea, mi subordinado. Fue él quien me enseñó todos los manejos dentro y fuera del blindado, pero, casi a punto de terminar su servicio obligatorio, una regulación estatutaria lo bajó de cargo por no ser bachiller. Y también lo bajó de asiento.
De estar sentado encima de mí, dentro del escaso espacio de la torreta del tanque, pasó a ocupar la sillita intrincada del colimador, precisamente el lugar más incómodo y la vez el que más nervios producía. Mis botas, en maniobras, jugaban pisándole las charreteras.
Mirelles, un veterano de Vaca Muerta –donde estaba el enclave de “nuestros puños de acero”-era un gordito tranquilo que retozaba todo el tiempo con la zoofilia. No tenía reparos en confesar sus escapadas al monte para copular con terneras y yeguas amarradas a un árbol; él estratégicamente colocado en un promontorio. Era tan noble y sabio que no me cabía en la cabeza la imagen hasta que un día lo vi.
Cuando lo bajaron de categoría, asumió mi jefatura como lo que era: un trámite. Sabía perfectamente que en combate real o ficticio nos cambiaríamos de lugar sin que nadie nos viera. Entonces nunca fue contra mí. Todo lo inverso: me enseñó los trucos posibles para perderle el miedo a los cañonazos y a los golpes que, inevitablemente, sufrimos los tanquistas con tanto hierro fundido por todas partes. El terror mío pasó del momento del disparo a la posibilidad de trozarme uno o varios dedos con las escotillas.
La primera vez que disparé un proyectil de 100 milímetros –esas balas me llegaban al pecho de altura - fue Mirelles quien, por interno, me puso como un zapato. Yo tenía tanto miedo al retroceso del cañón –dicen que, al disparar, los tanques retroceden dos panes de estera- que no era capaz de apretar el botón derecho del estabilizador. Estuve a punto de orinarme del miedo. Recuerdo que dimos en el blanco de una manera espectacular: reventándolo y haciéndolo volar por los aires. Mirelles se puso muy contento porque su técnica de apuntar a la base de los blancos –unas figuras inmensas de saco y armazón de cabillas- denotaba su estilo bravucón en la hora cero. Para que nadie lo confundiera con lo que era, con un tipo apocado.
También quiso enseñarme a ligar con los animales, pero solo logró impartir unas cuantas clases teóricas.
Era un hombre de campo, rudo pero con sentimiento. Tal vez por esta razón me permitió acoger en nuestra casa blindada a un perrito que encontramos vagando, durante unas maniobras que duraron un par de meses. O porque, en fin, el jefe era yo y este servidor tendría que asumir las responsabilidades.
Cocuyo –así bautizamos al pobre animal- estuvo con nosotros hasta que nos fuimos de vuelta a Vaca Muerta, soportando cañonazos, y vaivenes, con el rabo entre las patas; eso sí, comiendo bien y durmiendo como un rey entre las mantas de Mirelles, el campesino.
Todos éramos, más o menos, de la misma generación y habíamos vivido con sobresaltos una serie comunista titulada Cuatro tanquistas y un perro. Lo que no sabíamos de antemano era que, de la televisión al campo de batalla, teníamos un camino muy corto.
(Continuará…)
Foto: Goran Tomasevich, Reuter. Un tanquista libio en tiempo de descanso.
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4 comentarios:
Dios mío, la realidad supera la ficción. Cuánto me alegro de que no hayas ido a la gerra, Jorgito!
por un pelín no fui,pero me pongo en el lugar de los que fueron me erizo. un abrazo,silvita.
4 tanquistas y un perro, fue una serie polaca, no sovietica. Es una diferencia grande para los polacos :)
Felicidades,
MR
en ningún lugar dice soviética. Dice comunista y los polacos en esa época tenían un gobierno comunista.
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